Jesús Mallol

Cuenta atrás desesperada


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de informarse por la dirección de la comisaría, decidió ir paseando. El día era espléndido, con una temperatura de casi veinte grados, y en muchos de los palacetes que bordeaban las Ramblas, al igual que en el parque situado justo al lado del hotel, había macizos de flores brillantes. En el mismo paseo compró el periódico y, como todos los días, se fue derecho a buscar las noticias del País Vasco, lo que había sucedido en la calle y lo que habían manifestado los políticos. Aquello seguía igual que cuando él estaba allí, que ahora se le antojaba que había pasado mucho tiempo atrás aunque en realidad sólo habían transcurrido algo más de cuarenta y ocho horas. De todas formas, aunque lo intentó, no fue capaz de dejar la pistola en el hotel, sino que se la puso en la funda. Le resultaba inconcebible salir desarmado a la calle, aunque no estuviese de servicio.

      Al llegar a la comisaría, después de identificarse unas cuantas veces, se encontró acompañado por otra secretaria ante la puerta de otro comisario.

      –Adelante, Catena. Encantado de conocerlo –dijo el comisario tendiéndole la mano–. Lo esperábamos, pero sin saber cuándo.

      «Ayer recibimos por correo electrónico, y luego por fax, una notificación sobre su traslado, añadiendo que la tramitación completa de la documentación llevaría unos días más.

      –Me alegro de que todo haya funcionado bien. Como tampoco me han dado instrucciones de ningún tipo, quería preguntarle cuándo debo incorporarme.

      –A mí tampoco me lo han indicado –respondió el comisario–, pero lo lógico es que no lo haga hasta que no esté oficialmente asignado a esta comisaría, es decir, hasta que haya llegado la documentación de su traslado, dentro en unos días. Así que, como es miércoles, tómese lo que queda de semana libre y preséntese el lunes, que a lo mejor para entonces ya han llegado sus papeles.

      «Descanse estos días, instálese y visite la isla para empezar a conocerla. ¿Necesita algo que podamos hacer por usted?

      –No, gracias, comisario.

      De regreso al hotel entró en una peluquería que encontró en el camino dispuesto a completar el cambio de imagen y se cortó el pelo. Cuando volvió a salir a la calle, notó sensaciones no experimentadas en mucho tiempo, como el contacto de la brisa fresca en la cara y en el cuello.

      Ya en el hotel, Carlos llamó desde su habitación a varias agencias inmobiliarias buscando un apartamento cómodo, amueblado y bien situado. Al tercer intento encontró lo que buscaba: un estudio amueblado en un edificio de reciente construcción en la zona de Tomé Cano, una zona donde viven muchísimos peninsulares, bastante próxima a la comisaría. Anotó la dirección que le dieron y tomó un taxi para ir a ver el apartamento. Media hora después firmó el contrato de alquiler y esa misma tarde se mudó a su nuevo hogar.

      Había poco tráfico en la autopista, pero de todas formas Iñaki conducía tenso, sin bajar la guardia.

      Después de repasar todo lo que le había dicho el anciano del Historial de Péronne, había decidido conducir despacio, sin superar los 110 kilómetros por hora, y parar cada hora aproximadamente para permitir que se enfriasen los neumáticos. Además, cada vez que pudiera, orinaría en las ruedas para enmascarar cualquier resto de olor del explosivo. La velocidad moderada y las frecuentes paradas lo retrasarían un poco, pero resultaría más seguro, y de todas formas tenía suficiente tiempo para completar el viaje.

      Se fijó en las señales que indicaban direcciones a otras ciudades próximas. Muchos de los nombres le eran muy familiares y rezumaban historia, casi siempre por hechos de guerra: Saint Quentin, Cambrai, Compiègne. Aquella región había sido disputada una vez tras otra, durante siglos, por los ejércitos más poderosos de cada época.

      Cuando por fin se relajó algo, empezó a repasar mentalmente los hechos y hacer conjeturas para buscarle una explicación. La complejidad de la operación sin duda se debía a la actual carencia de recursos de la organización y a la represión de la Policía, tanto en Francia como en España; por eso la acción se le había encargado a un solo hombre.

      El haber tenido que ir tan lejos a buscar el explosivo, según pensaba Iñaki, indicaba que otras zonas, como el País Vasco francés o Bretaña, ya no eran seguras. No sabía si el anciano de Péronne era un patriota de alguna otra organización afín, o eran simples delincuentes que actuaban por dinero. ¿Por qué había tenido que ir hasta tan lejos a por el explosivo si posiblemente también lo podían haber logrado mucho más cerca del objetivo, quizá incluso en las mismas Canarias? Sólo se le ocurría una explicación lógica: robar explosivos en Canarias, aunque sin duda sería factible, pondría en estado de alerta a los españoles y dar al traste con la operación al eliminar el factor sorpresa.

      Una cosa sí estaba clara: la organización había planificado la operación hasta en sus mínimos detalles, y había mucha gente movilizada para hacer cada uno una parte muy concreta. Sin embargo, intuía que nadie conocía más detalles que los estrictamente precisos, de forma que nadie tenía ni remotamente una visión de conjunto de toda la operación. El que proporcionó el explosivo seguramente no sabía para qué era; los que habían preparado la documentación quizás no sabían de qué se trataba, y así. Ni él mismo tenía la menor idea de muchos de los aspectos laterales de la operación. ¿Cuántas personas la conocerían entera? Se podrían contar con los dedos de una mano, y posiblemente sobrarían dedos.

      Cuando llevaba recorridos casi cien kilómetros desde Péronne, cerca de Senlis, decidió parar en un área de servicio para comer algo y dejar enfriar los neumáticos otra vez. No es que tuviese mucha hambre, pero con la tensión nerviosa por conducir un coche con diez kilos de explosivo en los neumáticos, necesitaba descansar frecuentemente. De otra forma el cansancio acumulado lo llevaría a cometer cualquier imprudencia, y eso no lo podía permitir.

      Al bajarse del coche tocó con la mano los neumáticos traseros y comprobó con alivio que no estaban calientes. Sin duda, la llovizna que había estado cayendo de forma intermitente había contribuido a ello.

      Después de tomar un par de sándwiches con una Coca-Cola, Iñaki se fijó en el mapa de carreteras que estaba expuesto en la pared de la gasolinera para hacerse una idea de la situación. En Senlis era donde debía abandonar la autopista para dirigirse por la carrera nacional N330 hacia Meaux, hacia el este, cerca de Eurodisney, donde podría quedarse a dormir. Iñaki recordó claramente las instrucciones de Ingude: debía abandonar la autopista para rodear París sin acercarse a la ciudad, ya que podía resultar peligrosa.

      En estas etapas intermedias no tenía instrucciones concretas y podía pernoctar en una ciudad o en otra, según decidiese. Sin embargo, Ingude sí le había recomendado que se alojase siempre en algún hotel de carretera donde sería más fácil pasar desapercibido.

      Más tranquilo que antes de la parada, arrancó el suave motor y reemprendió el camino, pero ahora disfrutando del paisaje.

      Después de deshacer el equipaje, que no era mucho, Carlos repasó su nuevo hábitat, comprobando qué era lo que tenía el apartamento y lo que podría necesitar. Tenía un frigorífico con congelador, pero no había nada dentro que enfriar; tenía lavadora, pero no tenía detergente; tenía cuarto de baño, pero no tenía gel de baño ni papel higiénico. Esta comprobación la hacía con ojo experto; no en vano llevaba más de dos años, desde su divorcio, viviendo solo y ejerciendo como amo de casa. Así que cuando se aseguró de todo lo que necesitaba, o al menos lo más urgente, salió a la calle y preguntó a la primera señora que vio cargada con dos bolsas de plástico por algún supermercado próximo; no se equivocó porque había uno a la vuelta de la esquina en un sótano.

      Caía ya la tarde cuando regresó a casa cargado de bolsas, en plan marujo, como él mismo solía decir. Más adelante compraría más cosas para hacer un ambiente más personal y agradable, pero al menos ahora tenía lo suficiente para echar a andar.

      El apartamento era muy nuevo, bien amueblado y con gusto. Tenía un dormitorio con armario, una sala de estar amplia que daba a una terracita sobre la plaza, un baño con la lavadora instalada, y