terminado con la bolsa, sino el volumen del contenido.
Carlos saltó de su silla como si lo hubiese activado un resorte y se dispuso a ayudar a la joven a recuperar el contenido de la bolsa estallada que, sorprendida por el hecho en sí, se había quedado como paralizada mirando sus compras correr por la acera abajo sin poder reaccionar. Carlos se agachó y comenzó a coger paquetitos con una mano mientras que los conservaba en la otra, ya que no tenía donde ir colocándolos; algunos se los alargaba a la chica que los guardaba en la otra bolsa. Cuando la acera volvió a quedar recogida, Carlos, sujetando bajo un brazo todo cuanto podía contener, se levantó hacia la chica con una sonrisa.
–No se preocupe por estos, que ya están –dijo refiriéndose a los paquetes que había recogido–. ¿Lo tiene todo?
–Sí, ya está, gracias. ¡A ver cómo me las arreglo yo ahora para recogerlos y seguir!
–Con la bolsa estallada no va a poder con todo. Si me deja terminar mi cerveza, la acompaño, porque creo que va hacia la plaza de Tomé Cano, ¿no?
La chica lo miró con un aire de suspicacia. No le gustaba que un desconocido supiese dónde iba o qué hacía, y a aquel chico que se había comportado de una forma tan amable, con marcadísimo acento peninsular, no lo conocía de nada. Se quedó quieta, plantada frente al intruso, mientras decidía qué hacer.
–¿Cómo sabe que voy hacia Tomé Cano?
–Porque esta mañana, cuando salía de mi casa, del edificio Constelación en la plaza Heliodoro no sé qué, salía usted también. Así que si ahora vuelve a la misma dirección, como también es la mía, no me cuesta nada acompañarla y ayudarle a llevar algunos de estos chismes.
La respuesta arrancó una sonrisa luminosa de la cara de la chica, que comenzó a moverse hacia la mesita de Carlos y a soltar bolsas y paquetes en una silla vacía.
–¿Vives en mi misma casa? No te había visto antes –comenzó a tutearlo de repente.
–No me extraña. Llegué a Tenerife hace dos días y en ese apartamento me instalé ayer, así que no me extraña que no me conozca nadie. A propósito, me llamo Carlos. ¿Puedes tomar algo o tienes mucha prisa? –dijo mientras que con un ademán la invitaba a sentarse.
La chica, que hablaba con acento también del norte peninsular, acercó una silla libre y se sentó.
–Me vendrá bien tomar algo frío, que llevo toda la tarde de compras y de chorradas. Mi nombre es Belén. ¿De dónde eres?
–Soy de Santillana, en Santander, funcionario, y me acaban de trasladar.
–Se nota que eres godo. Yo soy asturiana y trabajo de enfermera en la Residencia.
A Carlos lo de godo le extrañó. Sabía que los canarios llaman godos a todos los peninsulares, a veces con aire ciertamente despectivo, pero a pesar de saberlo le extrañó oírlo.
Se acercó el camarero y pidieron una cerveza, un Martini y un platito de frutos secos para picar algo.
La conversación fue agradable. Belén tenía una voz suave, cálida y era viva, inteligente. Llevaba dos años en Tenerife; se había mudado hacía un mes a su apartamento y aún estaba arreglándolo y decorándolo; por eso llevaba todas aquellas cosas que se le habían caído de la bolsa. Además, tenía sentido del humor y sonrisa fácil. Carlos se sentía totalmente a gusto.
Al terminar sus bebidas, con la tarde ya declinando, se repartieron la carga y emprendieron el camino hacia Tomé Cano, no lejos de la terraza donde habían coincidido. Efectivamente vivían en el mismo portal, Belén en la cuarta planta y Carlos en la quinta. Al dejarla en la puerta de su apartamento y devolverle los paquetes que había llevado, le recordó:
–Bueno, luego nos vemos. A las nueve te recojo.
–No te haré esperar. Hasta luego, Carlos.
Carlos, contento consigo mismo, se dirigió a la escalera para subir saltando hasta su propio apartamento. Le quedaba tiempo para arreglarse un poco antes de recoger a Belén para llevarla a cenar.
La cena fue en un restaurante libanés, escogido por Belén, que a Carlos le pareció enormemente exótico. Pero antes de ir al restaurante, Belén le había dado una vuelta por Santa Cruz en su coche para enseñarle algunos de los sitios más interesantes de la ciudad.
Mientras cenaban, saboreando una refrescante ensalada de hierbabuena, charlaron de temas intrascendentes. Se contaron de forma resumida sus vidas, aunque Carlos se presentó como funcionario, sin especificar que era de la Policía. Luego disfrutaron de un magnífico guiso de cordero regado con un excelente Rioja, y finalmente pastelitos de frutos secos y té fuerte con hierbabuena.
–Ha sido una cena estupenda, Belén. ¡Qué pena que mañana tengas que madrugar para trabajar, porque me encantaría tomar una copa por ahí!
–No puede ser, que mañana tengo faena y entro a las ocho de la mañana. Pero si no tienes nada que hacer mañana por la noche, yo libro el sábado.
A Carlos no se le pasó que Belén le estaba proponiendo una cita para el día siguiente. Así que dándole un beso de buenas noches en la puerta del apartamento de Belén, se despidió de ella hasta que pasara a recogerla al día siguiente, a las cinco de la tarde, para dejar que la chica le enseñara más cosas de Santa Cruz y sus alrededores, antes de llevarla a cenar a algún otro sitio sugestivo, al menos como el restaurante libanés. Y luego, con una sonrisa boba en la cara, se dirigió a la escalera para subir a su apartamento.
Viernes, 12 de enero de 2001
SUR DE FRANCIA
Iñaki reemprendió su viaje muy temprano. Cuando salió del hotel en Limoges, disfrutó del aire frío en la cara y del leve crujido de la grava del aparcamiento al caminar sobre ella; le traía recuerdos de su infancia, cuando se sentía seguro y parecía que ningún peligro podía hacerle nada ante la protección de su madre. El día estaba gris y había algunas gotitas en el aire, llevadas por el viento. Esas condiciones contribuirían a mantener fríos los neumáticos del coche, pensó.
Como venía haciendo todos los días desde que salió de Péronne, se detuvo en una gasolinera para repostar y salir con el depósito lleno, tomar un café y consultar el mapa de carreteras. Le esperaba una jornada pesada y larga, de casi cuatrocientos kilómetros en condiciones meteorológicas complicadas, y con la carga de los neumáticos, porque ese día debería dormir ya cerca de la frontera española para pasarla al día siguiente. Mentalmente sopesó todos los factores y decidió que continuaría todo el viaje por la autopista A 20, hasta Toulouse, y luego por la A 64 hasta Tarbes, mientras que las señalaba con el dedo sobre el mapa. Desechó las otras posibles opciones, como coger alguna de las carreteras nacionales que sin duda le permitirían ahorrar algunos kilómetros, pero en las que la conducción sería mucho más pesada.
Comprobó la presión de los neumáticos, ajustándola a tres kilos, muy por encima de la presión de dos kilos y medio indicada para su coche. Al agacharse para retirar el protector de la válvula del neumático le vino un olor áspero, fuerte; el inconfundible olor de orina de perro reciente. Por lo visto, pensó Iñaki, las meadas de perro que le propiciaron a las ruedas los de Péronne seguían atrayendo a perros que mantendrían el olor durante el trayecto sin que se perdiese. Luego, tragando saliva, como todos los días, arrancó el motor y se puso de nuevo en marcha. Al menos, aquel día se presentaba frío y lluvioso.
SANTA CRUZ DE TENERIFE
Necesitaba terminar de instalarse de una vez, ya que Carlos preveía que estaría en Tenerife cinco años al menos, y a partir del lunes siguiente no tendría tanto tiempo libre. Así que salió bien temprano para intentar completar su instalación en el apartamento.
En poco rato hizo las gestiones en una sucursal bancaria de su propio banco de siempre, el de Santander aunque ahora se llamara BSCH, para trasladar a Tenerife su cuenta corriente de San Sebastián y tener donde domiciliar los pagos de alquiler, agua, luz, etc. Luego contrató el teléfono y, finalmente, fue a un concesionario de automóviles a comprarse un