Margit Sandemo

El Pueblo del Hielo 1 - El hechizo


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niña no quería partir. Se aferraba al abrigo de su madre. La prenda lucía buen aspecto y no estaba muy desgastada. La niña también iba muy bien vestida. Nada extravagante, pero portaba prendas sencillas y bonitas. Sin duda, la madre de aquella pequeña había poseído una belleza deslumbrante en el pasado. Ahora, sus ojos oscuros miraban ciegos a la luna. Pero Silje no pensó siquiera en llevarse el abrigo de la mujer para protegerse mejor del frío. Era impensable, pero sobre todo, repulsivo.

      —Vamos —insistió, sintiéndose impotente ante los sollozos de la niña. Suavemente, aflojó las manos de la niña y luego la tomó entre sus brazos—. Debemos intentar buscar algo de comida para ti.

      Por supuesto, no tenía idea de cómo encontrarla, pero la palabra «comida» hizo magia con la niña, quien se resignó con un suspiro tembloroso y triste, lo que permitió que la apartara del patio. La pequeña se quedó mirando a su madre con angustia y desesperación. Silje sabía que nunca olvidaría esa mirada.

      La niña gimoteaba mientras Silje la llevaba en brazos por las calles, por el último trecho camino a los portones de salida. La pequeña había estado llorando tanto tiempo que apenas le quedan fuerzas para resistirse.

      Pero el problema de Silje ahora era mayor: había asumido la responsabilidad de cuidar de otra persona. Una niña, quien tan solo en unos días probablemente también moriría por la plaga… Hasta que eso ocurriera, tendría que asegurarse de que la niña no pasara hambre.

      Estaban cerca de las puertas de la ciudad. Entre las casas, veía el resplandor de las hogueras en la plaza. Como hacía tanto frío, era imposible cavar tumbas en el suelo helado; por eso quemaban a sus muertos. Había una fosa común que… No. Silje no quería pensar en cosas tan trágicas en ese instante.

      Vio a una mujer apoyada contra la pared de un edificio. Parecía que estaba a punto de desmayarse. Silje caminó vacilante hacia ella.

      —¿Puedo ayudarte? —preguntó con timidez.

      La mujer se dio la vuelta y la miró con ojos vidriosos. Parecía una dama de porte noble, pero en aquel momento, tenía una palidez letal y el sudor cubría su rostro.

      Cuando los ojos de Charlotte Meiden vieron a Silje, reunió la máxima fuerza que pudo y comenzó a alejarse.

      —Nadie puede ayudarme —balbuceó la mujer mientras desaparecía por una calle lateral. Silje vio cómo se marchaba, pero no la siguió.

      —Supongo que es la plaga otra vez —dijo Silje—. No puedo hacer nada.

      Ahora había llegado a las puertas. Todacía quedaba algo de tiempo hasta que cerraran. Pero Silje no quería quedarse en Trondheim porque sabía que nadie le ayudaría a ella o a la niña. Intentaría encontrar un granero en las afueras… o cualquier otro lugar.

      —¡Esperemos no toparnos con animales salvajes!

      Pero peor que los animales salvajes eran aquellos tipos ebrios y perversos quienes la asaltarían si se acercaba a su «territorio»; unos tipos a quienes no les importaba en absoluto la plaga y pronto sería imposible ayudar, por lo que querían experimentar todos los placeres de esta vida antes de su cercano final.

      El guardia del palacio le preguntó a dónde iba a esas horas de la noche. De hecho, estaba menos interesado en quienes querían marcharse que en los que deseaban ingresar. Silje dijo que las habían expulsado por mostrar síntomas de la enfermedad. Él aceptó su versión de inmediato, así que con un movimiento veloz de su mano, les indicó que continuaran con su camino. Al guardia no le preocupaba si estaban infectadas o no, en realidad ¡no le importaba nada!: lo crucial era que salieran de Trondheim.

      El resplandor cálido de la pira que estaba fuera de las puertas de la ciudad la animó a avanzar. Silje comenzó a caminar más rápido porque ¿qué pasaría si extinguían el fuego antes de que ellas llegaran? Pero antes que nada, tendrían que atravesar el bosque situado entre Trondheim y el patíbulo. La primera vez que Silje se dirigió a Trondheim, perdió el rumbo y acabó en aquel lugar maligno, el patíbulo, que abandonó rápido, aterrada por el hedor y por todo lo que allí vio. Ahora, sin embargo, el anhelo desesperado de sentir calidez la hizo regresar allí. Solo extender sus manos congeladas hacia las llamas, caldear su espalda con el fuego, sentir el calor atravesar su ropa, calentar su cuerpo que no había sentido nada más que frío durante tantos días y noches… sería un sueño hecho realidad.

      Pero el bosque… Se detuvo ante sus límites. Al igual que muchos otros que vivían de la tierra de labranza, Silje siempre le había temido al bosque: ocultaba entre sus sombras secretos invisibles. Como la niña le pesaba demasiado para su cuerpo exhausto, ya no podía cargarla, así que la dejó en el suelo.

      —¿Puedes caminar sola? —preguntó—. En un rato, te llevaré otra vez.

      La niña no respondió, pero hizo lo que le pedía mientras seguía con su llanto en silencio. Las sombras parecían más oscuras entre los pinos. Los ojos de Silje se habían acostumbrado a la oscuridad de la noche. Pensaba que la oscuridad no estaba solo compuesta de negro, sino de una sucesión larga de matices… antes de convertirse en grises. Creyó ver seres ocultos con ojos ardientes tras los árboles. La niña estaba muy asustada: el miedo había detenido su llanto y se aferraba muy fuerte a Silje, gimoteando e hipando.

      Silje sentía la boca seca. Intentó tragar. Tenían que dar cada paso a tientas, intentando concentrarse en el brillo de las piras del otro lado. Y aunque avanzaban, no se atrevía a mirar atrás porque tenía la sensación de que unas criaturas sin forma seguían sus pasos…

      Justo cuando estaban a mitad de camino en el bosque, Silje sintió que la sangre recorría su cuerpo a toda velocidad y abandonaba su rostro. Estaba atónita. Por segunda vez en esa noche, oyó el llanto de un bebé. Solo que ya no podía soportar volver a oír esa clase de llanto.

      Su corazón latía desbocado. Era el quejido lastimero de un bebé llorando en el bosque. Solo podía ser una cosa: un myling. Había oído muchas historias sobre ellos y siempre había temido conocer a uno. Se dio cuenta de que estaban en peligro mortal.

      Los mylings eran los espíritus de los bebés nacidos fuera del matrimonio, que abandonaban para dejarlos morir solos. Después, acechaban a los que cruzaban ante a sus tumbas ocultas. ¡Silje conocía muy bien las historias de lo que les pasaba a los que se acercaran demasiado a esas tumbas en mitad del bosque! Una historia contaba que uno de esos niños, alto como una árbol, gritaba con espanto mientras perseguía a los desafortunados que se le acercaban, cuyos pasos retumbaban en la tierra hasta que atrapaba a los caminantes para aplastarlos. Silje también sabía que esos espíritus podían transformarse en perros negros, cadáveres de niños, cuervos y reptiles… cada uno peor que el anterior.

      Silje estaba paralizada. Sus piernas no respondían a su plegaria de apartarse rápido de aquel lugar. Solo la niña, quien aún se aferraba a Silje, reaccionó de otro modo.

      Dijo algo que Silje no comprendió. Una sola palabra, ¿un nombre tal vez? Sonaba a «Nadda» o algo similar.

      ¿Tal vez había tenido un hermanito o hermanita que había muerto recientemente? Era bastante probable.

      La niña comenzó a tirar de su mano: quería llevar a Silje al lugar de donde provenía el llanto del niño, entre los árboles tras de ese camino que Silje había trazado en su mente.

      Silje vaciló. Quería con desesperación alejarse de allí.

      La niña repitió la palabra o el nombre, las lágrimas ahogaron su voz.

      —Pero es demasiado peligroso —protestó Silje—. Debemos irnos rápido, ¡muy rápido!

      Pero ¿cómo iban a huir? ¿Acaso podrían con un horroroso myling pisándoles los talones? Eso sería mucho peor.

      De pronto, un pensamiento más amable apareció en su mente. ¿Y si tal vez el myling quería ser bautizado? ¿Y si tal vez solo anhelaba reunirse con su madre?

      ¿Qué podían hacer para darle paz a un myling? ¿Leerle los sacramentos? Pero Silje no era un sacerdote. O… ¡un momento! Conocía un verso antiguo,