todos los rezos que había aprendido, mezclando los católicos con los protestantes, los fragmentos que recordaba de su primera infancia con las palabras que luego el sacerdote le había enseñado.
Se acercó hacia el lugar donde oía al myling con mucho cuidado, lista para huir ante la mínima señal de peligro. Ahora el myling estaba callado. ¡Sus plegarias habían funcionado!
Con algo más de confianza, caminó un poco más rápido mientras pensaba cómo preparar una ceremonia que funcionara como bautismo. La niña tiró de ella d enuevo: quería que se apresuraran.
Mientras escogían por donde avanzar, Silje balbuceó con voz inestable:
—Como te encontré en medio de la noche, te bautizo como Dag, Día, si eres un varón. Y como te condenaron a morir, te bautizo como Liv, Vida, si eres una niña.
¿Sonaba tonto? ¿Sería aceptable como un rito de bautismo? Para estar absolutamente segura, añadió:
—En nombre de nuestro Señor Jesucristo, amén. —Aunque sabía perfectamente bien que no tenía derecho a pronunciar aquellas palabras sagradas. Solo los sacerdotes lo tenían permitido.
¿Era peligroso llamar Liv a un myling? Quizás se convertiría de nuevo en mortal y se alzaría con un poder increíble… No, no debía pensar en esas cosas. Había hecho su mejor esfuerzo y solo podía rogar que fuera suficiente.
La niña parecía decidida a encontrar al myling, por eso Silje pensó que, con toda seguridad, la pequeña tenía un hermanito o hermanita menor. Por eso no tenía sentido intentar detenerla. No le quedaba más opción que seguirla. El myling tenía que estar en alguna parte. Se detuvo, se agazapó y comenzó a buscar entre las oscuras sombras bajo los árboles. Su corazón aún latía desbocado y sus dedos helados temblaban.
Pero ¿un humano podría tocar un myling? ¿Cómo lo sentiría? ¿Habría algo que tocar? ¿O tal vez serían solo huesos secos? ¿O sería pegajoso y horrible? Deseó poder huir de aquella situación cuando, de pronto, se sobresaltó: la niña parecía haber encontrado algo. Balbuceaba y lo que decía no tenía sentido. Entonces, Silje oyó un repiqueteo. Extendió la mano y tocó un asa de madera. Parecía una jarra de cerveza con tapa.
Pensó que no había peligro y continuó investigando. Prendas… Más cálidas que el suelo helado. Un bulto pequeño. Cuando lo tocó, el llanto débil comenzó otra vez. Silje reunió todo su valor y con sumo cuidado introdujo sus manos dentro de la gruesa manta: piel cálida. Era un bebé… y estaba vivo. No era un myling, solo era un bebé que habían abandonado a su suerte.
—Gracias —le susurró Silje a la niña—. Esta noche has salvado la vida de este bebé.
La niña tocó con entusiasmo al bebé arropado.
—Nadda —dijo de nuevo.
A su lado estaba el tazón. Lo sacudió. Algo líquido cayó. Silje metió un dedo dentro y sintió algo húmedo. Algo que aún no estaba congelado. Lo lamió. Leche. Oh, Dios santo. ¡Era leche!
Despertó de un salto de su estado somnoliento y notó que había acercado la jarra a su boca, lista para beber su contenido de un sorbo. Los niños. ¡No debía olvidarse de ellos! Pero ¿tal vez podía beber solo un sorbo pequeño? No, porque entonces no sería capaz de parar. Primero la niña. Ella bebería un tercio.
Oyó cómo la pequeña bebía en sorbos grandes y placenteros. Le rompió el corazón porque fue muy difícil quitarle la jarra. Pero debía hacerlo. La niña luchó por conservarla con una furia que asustó a Silje.
—Nadda también debe tomar un poco de leche —susurró Silje, calmando a la niña. De todos modos, la leche pareció haberle quitado el hambre a la pequeña: no había necesitado demasiado para llenar un estómago tan diminuto.
Centró sus pensamientos en el bebé. ¿Qué haría con él? Parecía envuelto en varias capas. La más cercana a su cuerpo era una manta de un gris oscuro que brillaba en la oscuridad nocturna. Silje tomó un extremo de la tela, la retorció, la mojó en la jarra y la llevó a la boca del bebé.
Pero el bebé no quería beber. Silje no sabía mucho sobre recién nacidos. No sabía que, con frecuencia, no tenían hambre el primer día de vida ni que no todos los bebés poseían de inmediato el fuerte instinto de succionar. Se sentía inútil y desesperada.
Sin importar lo que hiciera, el bebé no quería leche. Finalmente, se rindió. Debían continuar avanzando y no podía trasladar también el tazón. Después de todo, solo tenía dos brazos. Con una terrible sensación de culpa, Silje bebió el resto de la leche. No le supo bien: sabía demasiado bien que se la había robado al bebé.
Se puso en pie, tomó al bebé en brazos y sujetó la mano de la niña. De pronto, soltó una risa casi desesperada. ¿Qué rayos hacía? Pensó que era como un ciego guiando a otros ciegos. ¿Cómo iba a ser posible que ella ayudara a esos dos niños?
La leche los había ayudado y había apaciguado su hambre y el de la niña. El miedo que le había tenido al bosque comenzaba ahora a abandonarla porque podía ver con claridad el brillo del fuego entre los árboles.
Se detuvo al límite del bosque para ver aquel lugar terrible. Una pira funeraria inmensa escupía nubes de humo apestoso en su dirección. Silje vio el patíbulo frente a la pira, oscuro al contraluz del fuego rojo; a su lado estaban los instrumentos de tortura, como testigos de la demencia con la que de pronto se había armado la humanidad: infligir dolor a otros. Allí vio la picota, y a su lado una pequeña hoguera encendida, para usar calimbas y pinzas al rojo. También había ganchos grandes y horrendos en los que colgar a los criminales, y otros artefactos que la estremecieron en cuanto los vio.
Uno sobresalía entre los demás. Era el potro donde quebraban los cuerpos de los desgraciados. Había un joven amarrado allí.
—Ay, no —gruñó Silje en voz baja—. No, no.
Veía las facciones del muchacho bajo la luz de la pira. Se le veía muy joven, seductor y atractivo. El corazón de Silje se contrajo de dolor. Era como si el dolor de él se lo hubieran trasferido a ella.
Allí estaban los instrumentos que podían aplastar cada uno de los huesos de su cuerpo. El verdugo caminaba de un lado a otro con pasos pesados y decididos mientras sostenía un hacha de amplia hoja en la mano. Entonces ¿torturarían al prisionero antes de morir?
Silje solo quería que todo terminara. Apenas había conocido muchachos en su vida, pero aquel tenía algo especial. ¿Quién era? ¿Un ladrón tal vez? No, imposible porque si no, no estaría la multitud de jóvenes y guardias que aguardaba. Debía ser alguien muy importante.
De pronto, todo pensamiento relacionado al joven desapareció y Silje se sobresaltó aterrada cuando una voz proveniente del bosque a sus espaldas dijo:
—¿Qué haces aquí, mujer?
Silje y la niña se volvieron de inmediato. La pequeña chilló. Silje apenas logró ahogar su grito antes de hacer lo mismo.
Allí, entre los árboles se recortaba la silueta de algo que parecía mitad humano y mitad animal. Luego, vio que él vestía solo una capa de piel de lobo que apenas cubría sus piernas. La capucha peluda parecía la cabeza de un animal. Silje percibió algo extraño en los hombros del chico: eran amplios como los de un buey. Dos ojos estrechos y resplandecientes la miraban con una expresión dramática exquisita y siniestra al mismo tiempo. Los dientes blancos del muchacho brillaban con una sonrisa lobuna. El fulgor titilante del fuego iluminaba sus facciones un instante y luego lo volvían a dejar sumido en la oscuridad profunda. Él permaneció inmóvil. Silje respondió con voz temblorosa:
—Solo queríamos calentarnos junto al fuego, señor.
—¿Son tus hijos? —preguntó él con la misma voz grave.
—¿Míos? —dijo ella, sonriendo nerviosa, mientras temblaba de frío—. Solo tengo dieciséis años, señor. Encontré a estos dos esta noche. Estaban solos.
Él permitió que sus ojos yacieran