Margit Sandemo

El Pueblo del Hielo 1 - El hechizo


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      Él estaba tan sorprendido de verla como los demás, pero recobró rápido la compostura.

      —No —gritó él—. ¡No deberías haber venido, mucho menos con los niños!

      El comandante de la guardia tenía una expresión de desdén mientras intentaba apartar a Silje.

      —Si este es su esposo, señora, entonces siento mucha pena por usted.

      —¿Acaso no saben quién es él? —preguntó ella, aún inquieta. A pesar del terror, le parecía emocionante hacer el rol de la joven esposa del conde.

      —¿Quién es él? ¡Sabemos muy bien quién es él!

      —Con que creen saberlo, ¿no? Entonces, ¿por qué se atreven a tratar al Mensajero del Rey de tan modo horrendo?

      El joven en el potro gritó con furia:

      —¡No tienes derecho a revelar mi identidad!

      Ella se volvió hacia él y se sorprendió al ver cuán elegante y apuesto era el muchacho de cerca, aunque veía que los ojos del joven no podían esconder el miedo a morir.

      —Supongo que prefieres sacrificar tu vida en vez de decir algo —replicó ella con la misma furia—; en vez de pensar en nosotros, en tu esposa e hijos. Pero yo no pienso perderte —Se volvió hacia el comandante y le dijo—: Soy la condesa Cecilie Stierne y este hombre es el Mensajero de Su Majestad, Niels Stierne. Como mi esposo es originario de esta parte del país, siempre lo envían aquí.

      —¡Cecilie! —gritó su esposo.

      —Cállate. Estaba sentada en nuestro hogar, en la granja, esperando tener noticias tuyas… y me entero que un idiota de los mismos hombres del Rey te ha arrestado y te ha traído aquí. Salí de casa inmediatamente y ¿qué me encuentro?

      Se acercó más al comandante y murmuró:

      —Vino aquí por una misión secreta.

      —¡No crean ni una palabra de lo que diga! —gritó el prisionero—. ¡Miente!

      El comandante ya no estaba tan seguro como antes.

      —Entonces ¿por qué no dijo nada? —preguntó con arrogancia.

      —Sin duda sabe que un Mensajero del Rey nunca, jamás, pensaría en revelar su misión, ¿no? Preferiría morir.

      El hedor asfixiante de las piras cubría toda la zona. Los cascos de los guardias reflejaban las llamas y el verdugo sacudía su hacha en el aire con impaciencia.

      Dado que la historia de Silje parecía muy real, el comandante comenzó a perder confianza y dijo con brusquedad:

      —Sabemos perfectamente bien quién es este hombre. Es Heming, el asesino del alguacil, y hay un precio por su cabeza.

      Los instrumentos de tortura estaban junto a Silje, todos cubiertos de unas marcas rojizas inconfundibles. Apenas logró evitar la subida de náuseas antes de colocarse frente al comandante. Ahora vivía el rol en carne propia… y ayudaba saber que aquellos ojos amarillos y bestiales la seguían desde el bosque.

      —¿Acaso luce como alguien que mataría al alguacil? Sin duda está sucio y descuidado pero usted también lo estaría después de una dura cabalgata por las montañas. Mire sus facciones. ¡Mire a sus hijas! ¿Acaso son las hijas de un asesino?

      Utilizó la palabra «hijas» a propósito porque si no le creían, tal vez matarían también al bebé. No sería prudente permitir que el hijo de un criminal sobreviviera. Silje esperaba que no miraran con atención al bebé. Si lo hacían, esperaba que realmente fuera una niña. De otro modo, estaría metida en una situación incómoda que levantaría sospechas. Continuó:

      —¿Está a punto de convertir a mis dos niñas, Sol y Liv, en huérfanas? ¿Qué cree que dirá el Rey Frederick?

      El comandante la miró con desdén.

      —¿Y de qué se trata esta misión importante si puedo saber?

      —¡Santo cielo! ¿Cree que mi esposo me diría eso incluso a mí? Es tan leal al Rey que preferiría morir antes que mostrarme la carta. No me diga que quieren matarlo por eso, ¿verdad?

      —¿La carta? —rio el comandante—. No lleva ninguna carta. ¿Y cómo sabe usted que tiene una carta?

      —Porque siempre lleva una. Y yo misma he cosido los bolsillos ocultos en sus prendas.

      —Lo hemos registrado.

      —No lo han hecho bien, señor.

      Silje se movió rápido, dio la espalda a los hombres, caminó hacia el muchacho amarrado al potro y, con la carta escondida en la palma de su mano, hurgó entre la ropa del joven hasta que logró esconder el papel en el calzón del muchacho. Manipuló la carta con torpeza porque el bebé entre sus brazos se interponía en el camino. Pero no tenía mucho tiempo así que el pobre bebé tuvo que aceptar que lo aplastara un poco.

      El prisionero protestó desquiciado.

      —Cecilie, ¡nunca te perdonaré por esto!

      Los hombres se lanzaron sobre ella como una bandada de halcones, pero con una sacudida, tiró del forro del pantalón y «encontró» la carta.

      El comandante se la arrebató de la mano.

      —¡No se atreva a romper el sello de Su Majestad! —gritó el conde.

      —Nunca soñaríamos en hacerlo —respondió con frialdad el comandante.

      Inspeccionó la carta con atención, moviéndola de un lado a otro.

      —Es genuina —dijo con voz gélida, incapaz de ocultar su decepción.

      Luego, se dirigió a sus hombres.

      —¿Cuál de ustedes insistió en que él era Heming, el asesino del alguacil?

      Los hombres empujaron a uno de ellos al frente.

      —Hubiera jurado que era él —balbuceó.

      —¿Cómo de bien conocías a Haming el asesino del alguacil?

      —Lo vi una vez.

      —¿A qué distancia? ¿Hablaste con él?

      —N-no, señor. Lo vi desde arriba, cuando él cabalgaba por un paso en la montaña. Vi el cabello rubio… y el rostro. Era parecido a este hombre, señor.

      —¿Parecido? ¿Eso es todo lo que tienes para decir?

      El joven soldado pareció encogerse en su sitio. No pudo responder.

      Durante un momento, por el rabillo del ojo, Silje había detectado una gran sombra de pie a su lado, pero estaba demasiado asustada para mirar. Ahora, dio un vistazo rápido… y al verlo estuvo a punto de desmayarse. Era una horca y estaba ocupada. El cuerpo que giraba despacio, colgado de la soga, justo en aquel instante, giró su rostro y miró directo a Silje. Instintivamente, ella intentó cambiar su postura para que la niña no fuera capaz de verlo. Pero la pequeña alzó la vista con inocencia hacia la macabra figura de la horca. La niña incluso rio un poco porque le resultó divertido ver a un adulto colgando allí. Silje pensó que la niña no comprendía la seriedad de la situación y sintió alivio.

      El comandante, con su flamante uniforme, se volvió hacia el conde.

      —Nosotros también somos los hombres del Rey. ¿Por qué no dijo nada?

      —Hay espías y traidores en todas partes. Garantizar que esa carta no caiga en manos equivocadas es más importante que mi vida. Ahora, ¿podría por favor desatarme…?

      —Claro.

      El conde se había librado de sus ataduras y enderezaba la espalda con expresión orgullosa.

      —Pues bien, ¿me permitirían llevarme a mi esposa y mis hijos conmigo para continuar con mis deberes?

      El comandante,