Margit Sandemo

El Pueblo del Hielo 1 - El hechizo


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a latir más rápido cuando lo vio mejor. Pensar que nunca volvería a ver a aquella hermosa criatura ya había comenzado a preocuparle.

      El hombre animal —dado que así había empezado a concebir al ser vestido con piel de lobo— caminó hacia el conductor y tuvo una larga conversación con él. Luego, montó uno de los caballos en espera y partió seguido de los demás jinetes.

      El carretero ayudó a Silje y a los niños a subirse a la carreta con la ayuda del joven apuesto a quien había salvado, quien subió después . Luego, emprendieron el viaje.

      Ahora, Silje sentía que su fuerza de voluntad se había apagado. Era como si ya no la obtuviera del mundo exterior. Aunque estaba sentada no muy lejos del joven «prisionero», sentía que el efecto del hechizo había desaparecido y que, una vez más, volvía a ser la solitaria y desamparada Silje: cansada, helada y con un hambre tan desesperante que parecía sentir un agujero en su interior. En aquel instante, no habría tenido el coraje de enfrentarse a los hombres del alguacil. Luchó contra la apatía que ahora la abrumaba. Enderezó la espalda y acercó al recién nacido envuelto entre sus prendas para que le llegara la mayor cantidad posible de su única fuente de calor. La niña se había dormido con la cabeza en el regazo de Silje, sobre de una piel de cordero y cubierta con otra más. Silje se había cubierto con la hermosa capa de seda, que era lo bastante grande para cubrir también a los dos niños. Sentía entumecido el brazo con el que acunaba al bebé, pero no podía soltarlo. Estaba tan cansada que parecía sentir arena en los ojos. Tenía el cuerpo tan helado como un bloque de hielo.

      La carreta avanzaba rápido, dando sacudidas de lado a lado. Tuvo que presionar las piernas contra el lateral del carromato para no perder el equilibrio. La luz de la luna brillaba entre los árboles mientras abandonaban la zona que rodeaba Trondheim y se dirigían hacia el sur.

      —¿A dónde vamos? —preguntó Silje después de un rato en el camino. Tenía los labios tan congelados que sentía que no hablaba con claridad. El joven respondió:

      —Tú irás a una granja donde la plaga se ha llevado todo a su antojo. Yo me iré a otra parte.

      —Discúlpeme por preguntar —dijo con timidez—, pero hay una cosa que no entiendo…

      —¿Solo una cosa? Qué bien.

      ¡No le agradaba que se burlara de ella como si fuera una niña ignorante!

      —La carta con el Sello del Rey… Dijeron que era genuina, ¿no?

      —Sí, así es. Pero es muy vieja. Nos ha ayudado mucho en varias ocasiones.

      —Pero ¿cómo la obtuvieron?

      —Ahora haces demasiadas preguntas —respondió él con risa burlona—. Supongo que debo agradecerte tu ayuda.

      Ya era hora, pensó Silje, aunque en verdad no había esperado ningún agradecimiento.

      Lo observó de lado con disimulo. Él estaba sentado prácticamente frente a ella y había apoyado las piernas sobre el asiento junto a Silje. Ahora estaban en campo abierto y, bajo la luna, Silje veía su rostro joven y apuesto, de mejillas redondeadas y firmes ,y su nariz perfecta. La boca del joven estaba curvada en una sonrisa placentera, pero su gesto murió con la próxima pregunta.

      —¿Quién era él?

      El joven se puso tenso.

      —¿Quién? ¿El comandante?

      —No, no. Sin duda sabe a quién me refiero. La persona que nos ayudó.

      Él la miró.

      —No tengo idea de quién hablas.

      —El hombre que estaba en la linde del bosque. Vestido con una piel de lobo y de apariencia salvaje. El que le dio la bofetada.

      El «prisionero» liberado se acercó más a ella.

      —No había nadie allí —dijo él. Estaba nervioso—. ¡Nadie! ¿Entiendes? Nadie… ¡Nadie!

      Silje retrocedió.

      —Pero…

      —Has tenido un sueño. No has visto nada esta noche. ¡Recuérdalo! ¿De verdad crees que permitiría que alguien me golpeara sin vengarme? ¡Claro que no!

      Había hablado en un tono muy bajo para que el carretero no los oyera. Silje se rindió. Lo entendía. No era fácil sentirse tan humillado como él debía estarlo en ese instante. Antes que nada, estuvo a punto de ser ejecutado, luego lo salvó una joven y todo para que el hombre lobo le diera una bofetada.

      —De acuerdo —respondió ella en voz baja.

      De inmediato, él cambió el tono a uno más calmo.

      —Debes estar completamente exhausta. Permíteme llevarte al bebé un rato. ¿Es tuyo?

      Silje lo miró con desgano.

      —No, ¡cielos santo, no es mío! Solo los estoy cuidando a los dos. No había nadie más que lo hiciera —miró al bebé y expresó la preocupación que había tenido durante un tiempo—. No sé si está vivo o muerto —dijo, ansiosa—. Ha estado tan callado desde que partimos de… aquel lugar.

      Imaginó que podía sentir de nuevo el hedor de la pira. Pensó que nunca podría olvidarlo.

      —Es probable que el bebé esté durmiendo —dijo él con calma mientras lo tomaba de los brazos extendidos de Silje.

      Oh, ¡qué maravilloso era poder volver a mover los brazos sin el peso del bebé! Arropó a la niña con la piel de cordero, luego se acomodó bajo su chal y su capa de seda, y apoyó la cabeza contra el lateral de la carreta.

      La luna parecía asomarse sobre la cabeza de los caballos. Era una buena señal. El futuro será mejor, pensó. Después, cuando la carreta dobló una curva del sendero, Silje alzó la vista y vio una estrella titilante, lo cual era aún mejor. Todos sabían que las estrellas eran agujeros en el firmamento. Y a través de ellas uno podía ver el cielo resplandeciente de Dios. Dios ahora le había mostrado que miraba a Silje y a los dos niños a su cargo… y al noble, quien había sido salvado gracias a ella.

      Silje pensó que no era justo que estuviera tan exhausta ahora que estaba allí con aquel hombre fantástico frente a ella. Era incapaz de mantener los ojos abiertos, pero estaba tan cansada y helada que tampoco podía dormir. Así que solo permaneció sentada, en una duermevela, ni dormida ni despierta, mientras le dolía todo el cuerpo.

      Una vez despertó entre sueños. Tenía la idea vaga de que la carreta se había detenido, que había oído voces y que habían colocado algo entre sus brazos. Luego, concilió de nuevo el sueño.

      La próxima vez que despertó notó que el carretero estaba en el camino, a su lado, sacudiendo su hombro.

      —¿Dónde estamos? —preguntó Silje.

      —Hemos llegado. He hablado con el señor Benedikt. Puede quedarse en la cabaña de los trabajadores.

      Apenas veía a las figuras que le habían quitado a los niños. La luna estaba por desaparecer, así que comprendió que faltaba poco para el amanecer. La niña lloraba y llamaba a su madre. El carretero ayudó a Silje a bajar. No podía mantenerse en pie porque estaba muy cansada, así que él la sostuvo.

      —¿Quién es Benedikt?

      —Es pintor de iglesias y una persona extraña. Pero le ofrece un lugar donde quedarse.

      —¿Con los niños?

      —Sí, con los niños.

      Permanecieron de pie junto a la carreta un instante.

      —¿Qué pasó con el joven? —preguntó Silje.

      —¿Heming? Nos dejó hace media hora. Tomó otro sendero.

      Heming… ¿Heming el asesino del alguacil? Después de todo, ¡era él! Silje sintió que la invadía una vergüenza profunda al pensar que había ayudado a un asesino. Pero él era tan joven y apuesto…