había dejado sola en aquel lugar.
Mi hija agregó a la historia el consumo de cocaína. Eso no me lo había dicho Alon.
—Sacaron cocaína y todos comenzaron a consumir. Mi papá decía: “Ella necesita un poco de blanco”. Mami, él actúa como un niño pequeño con esas mujeres. Más tarde llegó otra, una afroamericana. Con ella, eran cuatro. Al final, solo tres se quedaron durante la noche. En un momento mi papá se enfermó, se puso muy mal. De pronto no lo vi más, así que me fui a buscarlo y lo encontré en el baño tirado. Estaba vomitando y sudaba muchísimo. Lo ayudé a que se acostara y me fui a dormir, porque tenía clase al día siguiente. Ellas se quedaron allí, aunque no sé dónde durmieron. Para la tarde del jueves, cuando volví del colegio, mi papá iba saliendo a comer con dos de ellas y me invitó. No fui porque tenía tarea. El viernes, cuando Kamee y Juan Diego llegaron, solo quedaba una de esas mujeres. Papá me pidió que les dijera a mis hermanos que se trataba de una amiga mía. El sábado debía encontrarme con mi tía Sandy porque había invitado a Juan Diego a pasar el día con ella y mi primo. Cuando le llevé a Juan Diego, yo todavía andaba con esa mujer, porque mi papá me pidió que pasara el día con ella y la llevara a buscar su auto. Todo fue tan delirante, mami, que mi tía Sandy, sin saberlo, ¡conoció a la mujer que había estado con su marido!
¡Oh, Dios mío! ¡Qué situación tan espantosa! ¡Incluso mis hijos más pequeños habían pasado tiempo con esa mujer!
El martes estaba con mis abogados. Ellos ya habían presentado la solicitud para recuperar a mi hija y restringir las visitas de Alejandro a los niños. En eso llamó Alexandra.
—Mamá, tienes que retirar la solicitud.
—¿Cuál solicitud?
—La que introdujiste.
—¿Cómo lo sabes?
—Papá acaba de enviármela y me está amenazando. Si no la retiras, me iré de la casa y no volverás a verme —y colgó el teléfono.
—Alejandro la está forzando —les dije a mis abogados.
La llamé de nuevo pero no respondió. Me comuniqué con la muchacha de servicio y me dijo que Alexandra se había ido. Me fui a casa con mi abogado y la llamé otra vez, sin recibir respuesta.
Mis abogados me indicaron que llamara a la policía. Le envié un mensaje de texto: “Alexandra, la policía va a estar buscándote. Vuelve a casa, por favor”.
Al cabo de un rato llegó la policía. Los agentes tomaron mi denuncia, redactaron un informe y me hicieron saber que no había nada que pudieran hacer hasta después de cuarenta y ocho horas de su desaparición. Mi abogado se fue y me quedé rezando. Suplicaba: “Dios, por favor, no permitas que haga nada irracional”.
Tiempo después, mi hija regresó llorando y pidiéndome disculpas.
El 20 de noviembre de 2013, acudimos a los tribunales para recuperar legalmente a mi hija y solicitar que su padre se acogiera a un régimen de visitas supervisadas, tanto para verla a ella como a mis otros dos hijos. Mis abogados, además, solicitaron que se lo sometiera a un examen toxicológico, ya que Alexandra lo había visto consumiendo cocaína.
En el tribunal, Alejandro bebió más agua que un pez. Aquello era demasiado raro, pues él no bebía agua, solo tomaba Coca-Cola. Mis abogados se burlaban de él; decían que en cualquier momento comenzaría a echar agua por todas partes.
Declaré y le dije a la juez lo que había visto cuando mi hija regresó. Sin embargo, los abogados de Alejandro desviaron la atención preguntándome sobre el incidente del avión. También me acusaron de ser una alcohólica y una drogadicta. ¡A mí!
—Después de todo, ella ha heredado todo esto de su madre. ¿No es verdad, señora Latuff? —señaló su abogado.
Habían logrado acusarme de sus vicios. Él era el drogadicto y el alcohólico, pero habían logrado volver la situación en contra mía.
El psiquiatra que vio a Alexandra testificó y contó explícitamente lo que mi hija le había dicho. Habló del uso de drogas, de las prostitutas y de que ella había dormido en la calle.
A la hora del almuerzo, mis abogados solicitaron a los abogados de Alejandro que fuéramos a someternos al examen toxicológico. Al requerírselo a él, yo también debía hacérmelo. Sus abogados se negaron. Argumentaron que mi marido tenía que trabajar con ellos. ¿Trabajar o hacerse otro tratamiento para limpiar cualquier rastro?
El laboratorio envió al técnico al tribunal. Era una mujer. Él se negó a que una mujer le practicara la prueba. Dijo que prefería esperar a un hombre. De repente mostraba pudor; un hombre que caminaba desnudo por la casa y al que todos los trabajadores, las empleadas domésticas y hasta los niños habían llegado a ver…
Por otra parte, cuando Alejandro se sentó en el estrado, mintió. Afirmó que nada de aquello era cierto, que todo lo que había dicho el psiquiatra era mentira.
Después de un día completo, la juez suplente, quien más tarde fuera acusada por fraude en las donaciones de campaña, dictaminó que yo debía tener la custodia de mi hija y que su padre debía pagar el cien por ciento de las cuentas médicas, la equitación de Kamee y los tutores de dislexia de Juan Diego. Aparte de eso, todos debíamos asistir a una terapia para familias en proceso de divorcio. Pero, a pesar de eso, ¡el régimen de visitas permanecía como estaba! ¡La juez había considerado que todo lo que Alejandro había hecho estaba bien!
Alejandro nunca pagó nada ni hizo acto de presencia en la clase a la que nos obligaron a asistir. ¡Yo fui la castigada! Estaba devastada y los niños también.
Luego de una semana, obtuvimos los resultados de la prueba... ¡negativos! Mi hija me miró con sus ojos llenos de lágrimas:
—¡Mamá, yo lo vi! ¡Yo lo vi! ¡Créeme que papá consume drogas!
—Yo lo sé, mi amor. Yo también lo he visto.
Dos años y medio después, Alejandro me diría con orgullo que había cenado con un juez de otro tribunal y, gracias a eso, había conseguido ayuda para lograr que la juez, en nuestro tribunal, fallara a su favor. Eso explicaba todo…
CAPÍTULO 8
La primera trampa
En la víspera de Navidad de aquel año 2011 estábamos en Beaver Creek, Colorado, como solíamos hacer para Nochebuena y Año Nuevo todos los años. Llegamos el día anterior y Alejandro, como de costumbre, ya tenía la cara roja, pues nunca usaba protector solar. Para ese entonces, las niñas tenían quince y doce años y Juan Diego seis. Él seguía en la escuela de esquí, pero nuestras hijas ya esquiaban con nosotros.
El 24 de diciembre por la tarde nos fuimos a tomar una copa con unos amigos antes de la cena de Navidad en el hotel Hyatt. Nos sentamos en unas butacas que tenían vista a la montaña, ya que ese día sería el descenso de las antorchas. Tanto profesores como expertos bajarían con antorchas por la montaña. Los esquiadores no entrenados bajarían portando luces por la montaña de los niños. Se trataba de una tradición de Beaver Creek para Navidad y Año Nuevo que se repetía todos los jueves.
Nuestros hijos estaban todos juntos, viendo el espectáculo en las afueras del hotel. Yo me senté a hablar con Eva, una amiga de Jordania, mientras Alejandro, como todo un caballero, traía mi copa y la suya. Nunca permitió que el mesero nos sirviera. En aquel momento, yo no sospechaba en absoluto que pudiera tratarse de nada malo. Pensaba que Alejandro querría un servicio más rápido, a pesar de haberle dicho: “¡Pero aquí está el mesero!”. También supuse que querría atenderme como a toda una dama y que se mostraba especialmente atento porque no estábamos viviendo juntos. De hecho, se suponía que él no iría a ese viaje. Con el tiempo comprendí la razón de su conducta: hacer de las suyas con mi trago sin que yo me diera cuenta.
Una de las características del agresor es que obliga a su víctima —esté al tanto o no— a tomar alcohol o a consumir drogas.
Finalmente,