entró al auto y se sentó en silencio. ¡Dios mío! Era como si un mendigo se hubiera subido a mi auto. Se veía muy mal, estaba sucia, olía terrible, su cabello estaba grasoso. Me costaba soportar aquello. Mis ojos se humedecieron de solo ver el estado deplorable en el que se encontraba. Le pregunté:
—¿Estás bien?
—¡No, mamá! —me respondió.
Mientras me miraba, pude ver que sus ojos estaban extraviados. Estaba llorando, tenía los ojos rojos. Se levantó la manga de su chaqueta de mezclilla azul y me mostró ocho cortes en su brazo izquierdo.
—Iba a saltar desde el balcón, mami, cuando me llamaste para decirme que estabas aquí.
No sé cómo pude mantener la compostura, mostrar control y tranquilidad en ese momento. Lo único que quería era gritar y llorar... ¡Mi pobre bebé!
Dios nos da fuerzas en los momentos más importantes. Solo Dios pudo ayudarme en ese momento y en tantos otros.
No lloré. La impresión era tal que no brotaban lágrimas de mis ojos. Por otra parte, no podía llorar. Tenía que ser fuerte por ella. De mi boca no salía una palabra. En ese instante sentí como si hubiera transcurrido una eternidad, aunque probablemente solo hubieran pasado segundos. La miraba pensando qué podía hacer, qué debía hacer, qué era lo mejor para ella en esa situación. Concluí que, en definitiva, lo mejor era no llevarla a una sala de emergencias. Aquello tomaría horas y quedaría registrado en su historia médica que había tenido un intento de suicidio.
Sin embargo, no llevarla al hospital fue un error que, además, salvó a Alejandro de perder su licencia médica. Había puesto en riesgo a su hija menor de edad.
Llamé a mi psiquiatra. Sí, iba a un psiquiatra. Necesitaba un terapeuta que me ayudara a recuperarme. Después de todo lo que había pasado, presentaba trastorno de estrés postraumático y síndrome de esposa maltratada. Tantos años de agresión me habían llevado a eso.
Llamé y no respondió. Pero dejé un mensaje: “Dr. Grass, espero que esté en su consultorio. Voy en camino para allá con mi hija Alexandra”.
En un par de minutos su secretaria me devolvió la llamada. Le expliqué lo que estaba pasando. Y ella dijo que fuera, que me estaban esperando.
Las cortadas estaban frescas y aún tenían sangre. No sé cómo pude conducir. Las lágrimas comenzaban a brotar de mis ojos y no quería que mi hija me viera llorar. ¡Estaba temblando!
Llegamos al consultorio del Dr. Grass. Estaba en consulta con un paciente. Al salir se acercó a ver a mi hija y dio instrucciones a su secretaria para limpiarle los cortes. Fuimos al baño, le lavamos el brazo y le aplicamos agua oxigenada y Neosporin.
Regresamos a la sala de espera del doctor y, mientras esperábamos, Alejandro la llamó. Atendí el teléfono y le dije:
—Mira lo que está sucediendo con Alexandra. ¿Por qué le está pasando esto a mi hija?
No habíamos hablado durante tres meses. Se hizo la víctima, como era lo habitual. Siempre jugó a serlo. Se hizo el que no sabía nada.
—¡No entiendo! Pero, Carmen: ella está deprimida. Vuelve a casa y te daré algunas medicinas para ella.
—Alejandro, nunca volverás a medicarnos ni a mí ni a ninguno de mis hijos.
Y tranqué el teléfono.
El doctor se desocupó, salió de su consultorio y nos indicó que entráramos. Entramos y le expliqué lo que sabía. Luego me pidió que saliera de su consultorio para poder hablar a solas con Alexandra.
En cuanto terminó de hablar con ella, me hizo entrar. Entonces me indicó:
—Llévala a Menninger. Estoy llamando para que la reciban.
Menninger era una institución de recuperación de la salud mental. Todo aquello era nuevo para mí. El doctor me aclaró que Alexandra no necesitaba medicamentos y que bajo ninguna circunstancia debía aceptar ser medicada; que lo más importante en ese momento era suspenderlos, ya que mi hija estaba tomando Xanax.
Yo no sabía que ella estuviera bajo ningún tratamiento médico. ¿Cuál tratamiento? ¿Prescrito por quién y por qué? Todo aquello había comenzado después de que mi hija se fue de casa.
El doctor me proporcionó la dirección de Menninger y nos fuimos. Subimos al auto y arrancamos. Aún era temprano; no había comenzado el tráfico, así que llegamos rápido.
Una vez allí, supimos que el acceso a aquella institución de salud era muy restringido. No nos dejarían entrar hasta que estuvieran seguros de que ella estaba ahí por voluntad propia y hasta que pudiéramos pagar veintiocho mil dólares por una estadía de tres semanas.
“¡Dios mío! No tengo ese dinero”, pensé. Alejandro me había vaciado las cuentas bancarias y no tenía acceso a dinero ni a crédito.
Alexandra decidió llamar a su padre y me dijo:
—Voy a ver cuánto me quiere. Su reloj vale exactamente esa cantidad.
Y lo llamó.
—Papá, estoy en el hospital. El Dr. Grass me envió a Menninger, pero se necesitan veintiocho mil dólares para admitirme.
Él comenzó a gritar:
—¡Ustedes, tú y tu mamá, creen que yo soy una alcancía!
—Pero tu reloj vale eso, papi.
—¡Pon a tu mamá al teléfono!
En lo que tomé el teléfono, empezó a gritarme:
—No voy a pagar veintiocho mil dólares ni ninguna otra cantidad por una niña malcriada que lo único que tiene es miedo a que le practiquen un examen toxicológico.
Tranqué el teléfono. Él siguió llamando, pero le dije a Alexandra que no contestara. Le pregunté:
—¿Qué quieres hacer? No puedes quedarte en este hospital. ¿Quieres que te lleve de vuelta con él?
—No, mamá, por favor, no. Llévame a casa contigo, mamá.
Alejandro llamó de nuevo y le pidió que me pusiera al teléfono.
Respondí y comenzó a gritar. Solo le hablé para decirle:
—Tú no me gritas nunca más.
Y colgué el teléfono.
¡Qué sentimiento tan poderoso! ¡Le había colgado el teléfono! Él no podía controlarme más. No podía gritarme y yo no tenía que aceptar más sus gritos ni sus maltratos.
Decidimos recoger su auto para evitar que cargaran más días a la tarifa. Yo estaba viviendo con muy poco dinero y ella tenía lo que su padre le había dado para pagar por el auto hasta ese día.
Estaba en el área de estacionamiento tratando de recoger el coche y echarlo a andar, ya que la batería estaba muerta, cuando escuché a mi hija:
—Mamá, es mi papá. Que por favor lo atiendas, que no volverá a gritarte.
—Dile que no tengo nada que hablar con él.
Pensaba: “No quiero hablar con él y no tengo que hablar con él”. Por lo tanto, repetí:
—Dile que no tengo nada que hablar con él.
¡Guao! ¿Quién era esa? ¿Era yo? ¡Qué sentimiento de empoderamiento tan enorme! Alejandro no podía controlarme. ¡Ya no más!
Finalmente pudimos encender el auto y fuimos a casa. ¡Qué día tan largo!
Una amiga me había hecho el favor de buscar a los niños en la escuela. Kamee y Juan Diego ya habían llegado y se volvieron locos de felicidad al ver a Alexandra.
¡Ella estaba tan sucia! ¡Dios mío!, ¿cómo podía estar así? Le sugerí que tomara una ducha y así lo hizo.
En minutos