se quedaba a ver a su papá. Esa vez quiso ir y quedarse a comer con ellos, pero regresó cambiada de esa reunión. Cada vez que mi marido veía a los niños, regresaban enojados, en especial conmigo. Él les llenaba la cabeza de odio hacia mí. Les decía que todo aquello era mi culpa, que yo estaba acabando con la familia, como si ellos no hubiesen visto lo que sucedía, pero eran niños, manipulables con facilidad...
Aquella cena con su padre había sido un domingo, y ya para el lunes mi hija estaba totalmente rebelde. Alejandro sabía que en pocos días tendríamos la primera audiencia en el tribunal y estaba desesperado buscando algo que lo hiciera salir mejor parado.
Era un día feriado en septiembre de 2013, Día del Trabajador. Mis hijos y yo habíamos ido a cenar, luego de lo cual Alexandra me comentó que saldría con sus amigos al llegar a casa. Eran cerca de las diez de la noche. Le respondí:
—¡No! Es una noche de escuela y es tarde.
—Pero no tengo clase mañana.
—No me importa. Es una noche de escuela y es tarde. Solo las prostitutas salen a las diez de la noche.
—Bueno, entonces me mudo con mi papá. Él me dijo que me dejaría hacer lo que quisiera.
Yo la ignoré. Terminamos de cenar y nos fuimos a casa. Pensé que el tema estaba olvidado pero, al llegar, cogió su cartera y se dirigió a la puerta, lista para salir.
—Alexandra, te dije que no vas a ningún lado.
—Sí voy. Y si no me dejas, te advertí que me iría con mi papá.
—Por favor, ¡no hagas eso!
—Puedo hacer lo que quiera. Papá me lo dijo.
Y al decir aquello, se convirtió en otra persona. Tenía la misma mirada de su padre, esa mirada diabólica. Sus ojos eran diferentes.
Por mi parte, yo todavía me hallaba muy débil. Estaba recuperándome de lo que había vivido bajo la influencia de Alejandro y de todos los frentes abiertos que tenía. Carecía de dignidad y le supliqué de rodillas que no me dejara, pero ella se fue, sintiéndose poderosa.
Yo sabía que su padre no la iba a cuidar ni a prestarle la atención que ella, en esa edad tan delicada, necesitaba. Después de todo, nunca se había encargado de ninguno de ellos. Siempre se había puesto en primer lugar. Tanto así que, en una oportunidad, nos bajamos del auto para ver una casa que estaban exhibiendo. Solo estábamos él, Juan Diego y yo. Estacionamos en un área donde el piso era empedrado y teníamos que cruzar la calle. Yo llevaba tacones y tenía que caminar con cuidado. Como era su costumbre, ni siquiera se ocupó de ver si yo estaba bien, de prestar atención a que no me cayera. Arrancó a caminar y a cruzar la calle. Juan Diego lo siguió, corriendo detrás de su padre, y él ni cuenta se dio. Yo empecé a gritarle que le pusiera atención a Juan Diego, pues con los tacones no podía correr. Alejandro cruzó la calle, Juan Diego iba tras él y por poco pasa lo peor. Un auto venía corriendo y casi atropelló a mi hijo. Si no hubiera sido por el guardia que estaba cuidando el estacionamiento, Juan Diego no se habría salvado.
Cuidar a mis hijos siempre fue mi tarea, cosa que no me importaba en lo más mínimo. Los amo tanto que nunca han sido demasiada responsabilidad para mí.
Su padre vivía en un apartamento dentro de un hotel de lujo. No había espacio para mi hija allí. En cambio, en nuestra casa, Alexandra tenía su dormitorio y todo lo que necesitaba. Estaba cursando el último año de bachillerato y tenía mucho que hacer: las postulaciones para la universidad, las pruebas de acceso, la graduación, la tesis y mucho más… Siempre tuve que estar encima de ella para asegurarme de que estudiara e hiciera su tarea. ¿Qué pasaría ahora?
Le enviaba mensajes de texto y la llamaba a diario. Le daba los buenos días y las buenas noches. Lo hice durante semanas, pero ella no respondía.
En septiembre de 2013, dos días después del incidente que provocó que Alexandra se fuera de la casa, estábamos en el Tribunal de Familia negociando las que terminaron siendo las peores medidas provisionales que una mujer pudiera obtener, a pesar de haber contratado a los abogados más costosos de la ciudad. ¿Los habrían comprado? ¿Mi marido los habría comprado?
Alejandro entró al tribunal diciendo: “Alexandra no quiere tener nada que ver con su madre. No quiere volver a saber de ella. Por lo tanto, mi hija mayor queda bajo mi tutela”.
Los documentos estaban redactados y Alexandra era prácticamente suya. Yo no tenía siquiera derecho a verla.
Ella no respondía a mis llamadas ni a mis mensajes de texto, pero seguí enviándoselos todos los días por la mañana y justo antes de ir a la cama.
¡Mi casa estaba tan triste! Su hermana y su hermano la echaban mucho de menos. Yo no podía extrañarla más. ¡Sentía que había perdido a mi primer bebé!
Kamee casi nunca la veía en la escuela. Estudiaban en pisos diferentes y Juan Diego en otro edificio.
Un día, en un vuelo de regreso desde Colorado, le escribí. Volqué mi corazón de madre hacia mi hija. Ella no respondió. Después de dos días, recibí la peor respuesta de todas. Fue muy dolorosa. Nada de lo que allí se decía tenía sentido. No parecía un correo escrito por ella. Mi hija escribe muy bien y aquello, además de no tener sentido, estaba muy mal escrito y plagado de errores ortográficos. Su padre escribe terrible, como un niño de cinco años. Pero Alexandra no: ella escribe bellísimo.
A las pocas semanas, mi hija empezó a responder a mis textos. Estaba enferma. Y una niña enferma necesita a su mamá. El padre se había ido a trabajar y no le había dado ni medicinas ni comida. Allí estaba ella, sola en aquel sitio donde vivía con su papá.
Le ofrecí llevarle una sopa de pollo, pero ella se negó. Por supuesto, su padre le había prohibido que me dejara entrar al apartamento donde vivía, ubicado dentro del hotel. De cualquier forma, lo importante era que ella había vuelto a hablar conmigo.
A partir de ahí, comenzó a enviarme fotos de sus trabajos de arte… ¡qué piezas tan increíbles! Empezó a bajarse del auto y a entrar a la casa cuando venía a dejar o a recoger a sus hermanos. Yo disfrutaba con solo verla. Pero notaba cómo se estaba deteriorando. Alexandra no se estaba cuidando y hasta su higiene era deplorable. Lucía sucia, su cabello se veía grasoso y parecía que estuviera perdiendo su hermosa cabellera. Ella tenía una melena preciosa. Su temperamento era volátil: podía estar de buen humor y, de repente, enojarse. ¡Era tan difícil tratar con ella, hablarle! A veces podía parecerse mucho a su padre y ser dos personas distintas en una sola. Había cambiado. Entraba feliz, saludando a todos, siendo muy dulce con mi mamá, que estaba pasando tiempo con nosotros y, de pronto, en una fracción de segundo, se enojaba y salía corriendo. No sentía respeto por nada ni por nadie, tal como su padre. Mi hija se estaba volviendo como él…
Me puse a revisar su Twitter y su Facebook para ver en qué andaba y qué hacía. No estaba haciendo mucho uso de Facebook, pero tenía una gran actividad en Twitter. Y ahí fue donde empecé a notar que algo andaba mal.
Hacía muchas alusiones a la marihuana y empleaba palabras cuyo significado yo ignoraba. Con la ayuda de mi hermana, nos conectamos a internet y buscamos en Google los significados de esas palabras. Todas tenían que ver con drogas. Tomé fotos de todos aquellos tuits y se los envié a mis abogados de familia. Más tarde tuve una cita con ellos y les dije que necesitaba recuperar a mi hija, que algo estaba muy muy mal. Lo que nunca pude imaginarme era lo mal que estaba…
El viernes 18 de octubre de 2013, Alexandra me llamó y me dijo que estaba enferma, que tenía náuseas y vómitos. Me preocupé. Pensé que estaba embarazada. Ella sabía por dónde iba yo y de inmediato me contestó: “¡Mamá! ¡No estoy embarazada!”. Por supuesto, ella sabía exactamente lo que tenía.
El domingo, 20 de octubre, llegó a casa para dejar a Kamee y a Juan Diego de regreso de pasar el fin de semana con su papá. Estaba tan sucia que me dolió verla así. Se quedó por poco tiempo y se fue.
Luego llegó el lunes. Me llamaron de la escuela alrededor de las dos de la tarde preguntando por su paradero. Les dije que debía estar