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CAPÍTULO 5
Aquí vamos, Caracas
Me desperté temprano y, al salir del cuarto, la casa estaba llena de personas que lo estaban metiendo todo en cajas. Había cajas por todas partes. Trabajaban como termitas, eran rápidas. Aquello se sentía como una invasión.
Busqué a mi mamá. Yo solo tenía ocho años y no entendía lo que estaba pasando. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué estaban haciendo?
Fui a la cocina y allí estaba mi madre con las empleadas domésticas, empacando y dando instrucciones.
María Eugenia estaba sentada, desayunando, así que me senté a su lado a comer.
—¿Qué está pasando, mami?
—Nos estamos mudando a Caracas.
—¡Mudando! ¿Qué es eso?
—¡Sí! Nos vamos a vivir a Caracas.
Los varones ya estaban allá desde el inicio de las vacaciones de verano. Pero nunca imaginé que aquello fuera permanente. Ese día, después de estar todo empacado, nos quedamos en casa de mi tía Norah, la hermana mayor de mi papá ¡y mi persona favorita en el mundo! Mi tía era muy graciosa y tenía historias increíbles y divertidas de todas las etapas de su existencia. La tía Norah me hizo sentir que, con una vida como la de ella, valía la pena vivir. Tocaba las castañuelas como si fuera una española. Era curioso, porque su esposo era vasco y ellos odiaban el flamenco y todo lo que tuviera que ver con España, a pesar de ser parte de ese país.
A mi tía no le importaba cómo se sentía mi tío a ese respecto… ni a él tampoco. Se veía el amor que le profesaba en la forma como la miraba. Cuando la tía Norah se ponía las castañuelas y empezaba a cantar y bailar era como que todo despertara a la vida. Creo que precisamente era eso lo que hacía que mi tío se olvidara del mundo y disfrutara de la exhibición de flamenco que la tía nos ofrecía. Ella era muy elegante, de una elegancia innata. Siempre la vi con asombro y admiración, con la esperanza de ser como ella algún día.
Cuando mis padres se iban de viaje me dejaban en su casa. Estar con ellos dos era para mí lo mejor del mundo. Como no tenían hijos, me consentían a morir. Y habiendo sido la más pequeña entre tantos niños, era feliz ante la atención tan especial que me prodigaban. Así que empecé a idear maneras de quedarme con la tía Norah para siempre. Creo que tendría aproximadamente unos cinco años cuando, en una de mis estancias con ella, decidí que podría ayudarla con las labores de la casa. Pensaba: “Si soy útil, ¡aquí me quedo!”.
Mi tía tenía una muchacha de servicio que había trabajado para mis abuelos. Era como una herencia que había obtenido. Así pasaba en Venezuela: las muchachas se quedaban dentro de la familia y se volvían parte de ella.
Empecé a ayudar a Rita y un día me atreví a lavar los platos. Rita no estaba cerca. Tiré de una silla para llegar al lavaplatos y empecé a lavarlo todo. No rompí nada, así que me sentí orgullosa de mí misma. Cuando mi tía llegó a la cocina yo estaba terminando la labor. Su cara y voz eran de preocupación cuando dijo, con ese maravilloso acento maracucho tan suyo:
—Pero niña, ¿qué haces?
—¿Ves, tía?, no necesitas a Rita. ¡Yo puedo quedarme a vivir aquí y hacer todo su trabajo!
Ella comenzó a reírse de mi idea infantil.
El tío Manolo, al que adoraba, me llamaba “Frijolillo”, que en vasco significa “cosa chiquita y bonita”. Años más tarde, cuando ya había alcanzado mi altura de un metro setenta y cinco centímetros, todavía me llamaba Frijolillo, pero agregaba: “¡Frijolillo! Lo único que te queda de Frijolillo es lo de bonita, ¡porque de chiquita ya no tenéis na’!”.
Los tíos siempre nos llevaban al Centro Vasco. Allí se reunían todas las familias vascas de Maracaibo. En aquel lugar pude entrar en contacto con su cultura. Jugaban Jai Alai, había comida vasca y juegos para los niños. Nosotros éramos parte de esa gran familia vasca.
Estaba segura de que echaría de menos todos y cada uno de esos momentos y a mi Maracaibo querido. Además, los iba a extrañar. No podría verlos tan seguido como solíamos hacerlo.
Caracas para mí era el lugar donde vivían mi abuela materna y el resto de la familia de mi madre, a pesar de ser de Barinas. También vivían allí algunos miembros de la familia de mi padre. Teníamos recuerdos divertidos de nuestros viajes a Caracas o de cuando la familia de Caracas nos iba a visitar a Maracaibo.
Cuando íbamos a Caracas, siempre nos quedábamos en casa de mi abuela y de esas estadías tenemos la mejor historia, ocurrida en uno de nuestros viajes en las vacaciones de verano.
Las dos chiquitas nos habíamos ido a Caracas por carretera con mi papá y mi tío David. En el camino, mi padre se dio cuenta de que ambas teníamos piojos. Mi mamá ya estaba en Caracas. Ella se había ido por avión. ¡Dios mío! Ambas estábamos aterrorizadas porque en Caracas, en aquel entonces, no se sabía mucho sobre los piojos, debido a que el clima era más templado.
—Niñas, no se atrevan a decirle a nadie que tienen piojos —nos dijo papá en el auto—. Y si alguien les pide el cepillo de cabello, no lo presten por nada en el mundo.
Mi madre estaba muy preocupada de no poder encontrar en Caracas el champú mágico para los piojos que compraba en Maracaibo. ¡Y típico! Las cosas pasan cuando no tienen que pasar. Estando ya en casa de mi abuela y en ausencia de nuestros padres, ella nos pidió prestado el cepillo, pues el suyo se le había perdido.
—¡Niñitas! No puedo encontrar mi cepillo para el cabello. ¿Me prestan el suyo? —Mariu y yo nos susurramos aterrorizadas, pero no respondimos—. ¡Niñas! ¿Puedo utilizar su cepillo para el cabello?
Una vez más, Mariu y yo nos miramos, susurramos y nos reímos nerviosamente.
—¡Bueno! ¿Cuál es su problema que no le pueden prestar el cepillo a su abuela?
¡No, no! Ante la presión, echamos a correr y nos escondimos. No queríamos que nuestra abuela terminara con piojos.
Pasaba el tiempo y nosotras ni hablábamos ni le prestábamos el cepillo. Hasta que la abuela comentó:
—¡Ah, pues! Si ustedes lo que creen es que tengo piojos y se los voy a pegar, les digo desde ya que no tengo.
Lo dijo de una manera tan graciosa que no nos quedó más que soltar la carcajada y juntas le dijimos:
—Abuela, ¡lo que pasa es que nosotras somos las que tenemos piojos!
—¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? —dijo ella.
Para ese momento, mamá y papá ya estaban buscando por toda Caracas el famoso champú Avispa. Iban de tienda de mascotas a tienda de mascotas. En una de ellas, el vendedor era muy amable y, después de decirles a mis padres que no tenía el champú, les preguntó:
—¿Por qué mejor no me explican qué es lo que necesitan para poder ayudarlos?
Mis padres, avergonzados, dijeron:
—Tenemos un par de perritas con pulgas.
El caballero respondió:
—¡Ah, bueno! Para eso tenemos estos collares, que son maravillosos. Matarán todas las pulgas. ¡Garantizado!
Mis padres dejaron la tienda riendo:
—¿Te imaginas a las niñas con esos collares? —se decían mientras reían.
Con la mudanza, me imaginaba que en lo sucesivo tendríamos más oportunidades de pasar las noches en casa de la abuela. Ella nos consentía muchísimo, nos cocinaba nuestros platos favoritos y nos daba mucho amor. Era una abuela adorable. Fue muy triste ver cómo fue desapareciendo aquel ser maravilloso por obra del alzhéimer.
Sabía que otra cosa que iba a extrañar inmensamente eran aquellos intentos, junto con mis primos, de entender a los