Carmen María Montiel

Identidad robada


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estaba con mis abogados, Alejandro retiró la petición por la cual solicitaba la casa y la custodia de los niños.

      Me alivió mucho no tener que defender esa parte. Después de todo, no necesité a las amigas a las cuales les pedí que me ayudaran para que no me quitaran a mis hijos. Esas mismas que rehusaron hacerlo y dejaron de hablarme. Mis amigas, esas que sabían qué tipo de padre era él: un padre ausente; esas que sabían que yo siempre había sido madre y padre. Una, incluso, llegó a decirme: “Bueno, él no es el padre del año. ¡ Jamás lo ha sido!”.

      Al llegar al tribunal, allí estaba la mujer policía acompañada del fiscal. Mis abogados me dijeron que mi marido la había llevado. Años más tarde, Alejandro diría que habían sido mis abogados. Yo nunca supe la verdad. Lo que sí aprendí fue que no podía confiar ciegamente en mis abogados ni en nadie y que, en mi caso, Ralph se terminaría vendiendo.

      A lo largo de la mañana, mis propios abogados me asustaron con el tema del avión:

      —Carmen, está llegando mucha gente, el pasillo está repleto. Deben ser todos pasajeros del avión.

      Yo estaba en una habitación pequeña que servía de antesala al tribunal. Dentro de mí pensé y dije: “¡Perfecto! Que vengan y digan la verdad”.

      —Mucha de esa gente está enojada porque su vuelo fue devuelto. Así que quién sabe qué dirán —dijo Ralph.

      En ese piso había cuatro tribunales. ¿Cómo saber que venían por mi caso?

      Salí al baño y observé a la gente que estaba afuera. Podía ver que eran en su mayoría mexicanos. Mi vuelo había ido a Colombia. Había diferencias que yo, como latina, sabía reconocer, pero mis abogados no.

      Sin embargo, estaba tan asustada que no entendía bien lo que ocurría. Con el tiempo entendí que Ralph, como un bully más, me estaba manipulando, me estaba asustando, ¿para obtener qué?, ¿para convencerme de qué?

      Ralph logró negociar las peores medidas provisionales en la historia del Tribunal de Familia después de las de la esposa del “doctor de las manos”.

      La responsabilidad financiera de mi vida recayó por primera vez sobre Alejandro, quien jamás había llenado o firmado un cheque. Él tenía que pagar todos los servicios de la casa e incluso las tarjetas de crédito que estaban a mi nombre. Ralph, con una experiencia de más de veinte años en su profesión, tenía que saber que mi marido no solo me destruiría el crédito, sino que también dejaría que todos mis servicios fueran desconectados, como en efecto sucedió.

      Pese al hecho de que Alejandro producía más de un millón de dólares al año, me otorgaron, para la manutención de dos de los tres niños, la cifra estándar de Texas, que está basada en un máximo de ochenta y cinco mil dólares de sueldo al año. Además, él había llegado al tribunal pidiendo la custodia de mi hija mayor, alegando que ella no quería saber nada de mí, todo lo cual era mentira.

      Además de la cantidad otorgada para la manutención de los niños, para la mía habían fijado tan solo dos mil quinientos dólares. Mi abogado se olvidó de la existencia de dos tarjetas de crédito que pasaron a ser mi responsabilidad y cuyo pago absorbía todo ese dinero.

      Mi crédito se destruyó en dos meses. Perdí todas las tarjetas y la capacidad para solicitar otras o cualquier otro tipo de crédito. No tenía acceso a ningún tipo de dinero. No tenía para pagarle a la muchacha de servicio y la necesitaba para que me ayudara con mis hijos, pues en mi día a día me la pasaba en los despachos de mis múltiples abogados o en el tribunal. Por otra parte, tenía que mantener la casa en perfectas condiciones, ya que la habíamos puesto en venta y se trataba de un monstruo de casa, con más de tres mil cien metros cuadrados de construcción y casi cinco mil quinientos si contábamos las terrazas. Pese a eso, Ralph salió del tribunal como quien hubiera obtenido una gran victoria, mientras Alejandro, feliz, abrazaba a sus abogados en los pasillos.

      Esa fue la segunda derrota para mis abogados de familia. La primera fue cuando cancelaron la orden judicial de protección que la juez me había otorgado el 23 de julio de 2013. Ese era un as que él tenía ahora bajo la manga. En sus antecedentes constaba una orden judicial de protección, además de cargos por la última paliza que me había propinado. Eso le cerraba los caminos a Alejandro, quien había logrado escapar de la ley durante años. Pero mis abogados habían permitido que todo aquello se fuera a la basura.

      Yo supuestamente había contratado al mejor especialista en divorcios de Houston: Earl Lilly. Mi primera demanda de divorcio se introdujo en noviembre de 2012. Él había incorporado al caso a Ralph. Una vez que nos fue asignado el tribunal, que es algo que se realiza por sorteo, Lilly me avisó que tenía que hacerse a un lado, ya que la juez y él no se llevaban bien. Sin embargo, para el momento de la audiencia en la que Alejandro enfrentaba la orden judicial de protección, Ralph se hallaba de vacaciones, por lo que Earl condujo una negociación, lo que, según él, era mucho mejor que ir al tribunal, a cambio de liberar a Alejandro de la orden judicial de protección que pesaba en su contra. Para lo buen abogado que era, lo increíble fue que nunca logró que Alejandro firmara nada antes de retirar la orden del tribunal. Por supuesto, en cuanto se sintió fuera de peligro, jamás firmó el acuerdo y a partir de entonces estuve a su merced.

      Aparte de eso, en agosto de 2013, Earl autorizó que Alejandro entrara a la casa a buscar sus cosas al mismo tiempo que mis abogados estaban en el tribunal. No obstante, lo de llevarse sus cosas nunca ocurrió. No se llevó casi nada cuando la juez le ordenó abandonar el domicilio conyugal en julio de 2013. Según me contó la muchacha de servicio, Alejandro decía: “Ella solo está enojada. Eso se le quita como máximo en dos semanas. Ya verás, Domi, que yo regreso a casa”, así que solo empacó tres pantalones y unas camisas. Pero al ver que lo que consideraba un simple enojo de mi parte no se me quitaba y que, al contrario, pasaba el tiempo y no lograba volver, regresó por sus cosas aproximadamente un mes después.

      Se apareció en casa en la camioneta Suburban. Había chocado su auto, un Mercedes Benz Turbo, estando borracho, como siempre, dos días antes de que lo detuvieran por agresión. Había logrado pagarle o había llegado a un acuerdo con el dueño del auto chocado para no llamar a la policía. Eso, sin embargo, le costó después unos golpes por parte del dueño del Ferrari contra el cual chocó, ya que el seguro no quiso cubrir los daños por completo, porque ya había pagado la pérdida total de su auto en enero de 2013, una vez más a causa de su embriaguez.

      Alejandro había llegado en compañía de dos de los empleados de su consultorio y dos camionetas pick up más. Venían preparados para vaciar la casa. Pero él no contaba con que mis abogados tenían guardia adentro y afuera. Adentro había un exagente del FBI de un metro noventa y ocho centímetros de altura. Alejandro abrió la puerta exhibiendo una gran sonrisa, porque se estaba saliendo con la suya. ¡Pero en lo que vio al guardaespaldas al interior de la casa se puso pálido!

      —Buenas tardes, señor —dijo el guardia.

      —Buenas tardes, Carmen María “Montiel” —respondió sin dirigir una palabra al guardia.

      Supongo que pensaría que con ese saludo, llamándome por mi verdadero nombre, con el que me bautizaron, me iba a herir. Yo nunca quise cambiar mi apellido cuando me casé. Fue cuando me nacionalicé cuando el funcionario de inmigración realizó el cambio. De hecho, estaba esperando que todo aquello acabara para recuperar mi apellido de soltera, algo que había solicitado en el divorcio.

      Alejandro se dirigió directamente al estudio a buscar papeles y sus empleados iban detrás de él.

      —Señor Latuff, usted solo puede llevarse sus cosas personales, como ropa, zapatos y objetos de aseo.

      Su cara de furia era impresionante. Lo que más lo enfurecía era que aquello le estuviera pasando frente a sus empleados.

      Se dirigió al sitio donde pongo el correo y empezó a escoger sobres.

      —Una vez más le digo: no puede llevarse nada de esta casa como no sean sus objetos personales —dijo el guardaespaldas.

      La cara le cambió de color. Su mirada era de ira.

      Puedo