—gritábamos todos. Y mis hermanos varones:
—¡Loco, ya se va a poner brava mami!
¡Aquello era estar en el Paraíso!
Mi tío siempre tenía cucharas de madera en sus bolsillos. Él decía que el helado sabía mejor así.
—Ya saben, niños: ¡no comimos helados! ¿OK?
Ese era el trato nuestro: él nos consentía y nosotros nos dejábamos consentir en una complicidad única entre los sobrinos y el tío favorito.
Tan pronto llegábamos a casa, mi mamá nos veía con aquella mirada inquisitiva, tratando de que nuestros ojos nos delataran y por supuesto que quedábamos todos al descubierto.
—¡David! ¡Otra vez! Te dije que nada de helados. ¡Ahora estos niños no van a comer!
—¡Pero yo tengo hambre, yo sí como! —decía el tío.
Yo era la más pequeña de todos. La más pequeña de “los tuyos, los míos y los nuestros”. Mis padres, ambos, eran divorciados, tenían hijos de sus respectivos matrimonios anteriores y juntos nos tuvieron a mi hermana María Eugenia y a mí. Éramos para el momento una familia supermoderna. En aquellos tiempos no muchos estaban divorciados y vueltos a casar. Éramos la Familia moderna de la época y La pandilla Brady antes de que ellos existieran.
Sentía que vivía en medio de gigantes, siempre rodeada de gente mucho más grande que yo. Mi hermana me lleva dos años, pero yo la veía inmensa, y mis hermanos por parte de madre y por parte de padre eran todos adolescentes.
La casa siempre estaba llena de familia y amigos. Amigos de mis papás y de mis hermanos. Y creo que, por ser la chiquita, todos querían abrazarme y besarme. Pasaba de brazo en brazo. Me apretaban y besaban. ¡A veces pienso que debo haber sido de lo más graciosa e irresistible, ja, ja, ja!
Repartía besos hasta que me cansaba y les decía:
—Se me acabaron los besos.
—¡No! Debes tener más por algún lado —me respondían.
—¡Tendré que fabricarlos!
—Ve y haz más.
Yo corría a una esquina donde no me vieran y allí, como una gran costurera, hacía como que cosía besos nuevos. Me imaginaba que tenían forma de corazón y eran rojos. Luego regresaba al grupo con la gran noticia:
—¡Ya están listos los besos!
La mejor parte era la hora de las comidas, especialmente la hora de la cena, que era cuando teníamos más tiempo. Para el momento del almuerzo siempre estábamos corriendo, porque teníamos que regresar al colegio y papi debía regresar al trabajo. A pesar de eso, había tiempo para hacer una pequeña siesta.
Era una época feliz en la que vivíamos relajados.
A la hora de la cena nos divertíamos a morir. La mesa estaba llena de niños, de adolescentes y de nuestros padres.
Mi mamá, quien ha sido una gran madre, solo nos dejaba tomar soda a la hora del almuerzo, y solo una. Pero para la cena nos daba alguna bebida nutritiva entre las que estaban la chicha (bebida de arroz), la avena, el Toddy (bebida achocolatada venezolana) o un batido de fruta.
El problema era cuando la bebida de la noche era nuestra favorita: ¡chicha o Toddy! Nos ponían la jarra llena en el medio de la mesa. Mis hermanos varones miraban la jarra como fieras a su presa. Mi hermana Laura, siempre tan elegante y delgada, no ponía mucha atención. Pero ella siempre era la juez y la que rompía los empates. Y bueno, estábamos nosotras dos, las chiquitas, que de verdad no entendíamos muy bien esas peleas, pero nos divertían inmensamente.
Los varones querían servirse la jarra completa. Y como dice el dicho: “El que parte y comparte se lleva la mejor parte”. Así, mi hermano Perucho informaba que él sería el que iba a servir.
—Yo les sirvo a todos.
—No, no, no; yo lo hago —decía David, mi hermano.
Ellos son de la misma edad, así que había una lucha de poderes sana allí.
—El que lo dijo primero es el que sirve —decía Laura.
En una ocasión, Perucho empezó a servir y solo llenó la mitad del vaso a todos, pero, cuando llegó al suyo, se sirvió hasta que se derramó.
Todos estábamos protestando cuando de repente mi mamá intervino:
—¡Qué modales son esos! Eso no se hace. ¡En esta mesa no permito eso!
Perucho, dándoselas de niño obediente, preguntó:
—¿Y cómo es, mami?
—Sirve dos dedos por debajo del borde del vaso.
Una noche era día de chicha. Yo podía verles las caras a los varones. Parecían caballos listos para salir a la carrera. Estaban que saltaban a la jarra. David se ganó el honor de servir y dijo:
—Son dos dedos por debajo del borde, recuérdalo.
Perucho decretó que sus dedos serían la medida. Mi hermano bello tiene los dedos más gorditos que he visto en una persona y él lo sabía. Por eso, fue el voluntario de la noche. Sin embargo, nadie se estaba quejando. Todos seguíamos el juego. Hasta que llegó la hora de servir su vaso. ¡En ese momento no puso sus dedos como medida, no! Perucho dijo:
—María Eugenia, ¡dame tu mano!
Mi hermana era, de todos, la que tenía los dedos más delgados de la mesa.
—¡Vos serás vivo! —comentó David.
Y saltamos todos a reírnos. Esas eran nuestras peleas.
Crecimos acostumbrados a compartir con los estadounidenses. En Maracaibo había muchos campos petroleros con familias enteras provenientes de Estados Unidos que vivían allí. Ese era el pasatiempo favorito de mis hermanos, que estaban en plena adolescencia: ir a los campos a conocer chicas.
La casa se la pasaba llena de amigos de mis hermanos. Venían a bailar, a jugar juegos de mesa, a hablar, a reírse ¡y hasta a jugar a la Ouija!
Así era mi hogar. Cuando, años más tarde, las dos más pequeñas éramos adolescentes, nuestra casa estaba siempre llena, parecía un club; es más, la llamaban “el Club Montiel”. Y la política de papi era open house, puerta abierta. Mi padre prefería que estuviéramos en la casa y saber dónde y qué estábamos haciendo antes que no saber. Él era un papá divertido y acogedor. Se hacía amigo de nuestros amigos; ellos lo adoraban y les encantaba estar en su compañía.
Yo era tan pequeña que podía meterme entre las piernas de papi cuando él caminaba en las mañanas antes del desayuno. No sé cómo lograba caminar el pobre, pero lo hacía. Era uno de mis momentos favoritos del día. Una de las razones por las cuales odié crecer fue no poder seguir caminando entre sus piernas.
¡Eran los años setenta y mi hermana mayor se vestía al último grito de la moda!
Pero el día más divertido fue el día en que se graduó de bachillerato. ¡Todos los que llegaban eran recibidos con un balde de agua! ¡Solo en Maracaibo!
¡Dios mío! ¡Nunca había visto tantas mujeres furiosas, con las pestañas artificiales guindando sobre los cachetes y los postizos de pelo colgando! Pero todos, después del susto, se divirtieron como enanos hasta bien tarde. Muy al estilo venezolano, fue una de esas fiestas que se prolongaban hasta el amanecer.
Yo solo tenía cinco años cuando mi hermana se graduó. La admiraba por su belleza, elegancia y alegría. Siempre tenía las ocurrencias más graciosas, como cuando nos tocaba las orejas para ver si estábamos mintiendo: si estaban calientes, definitivamente era mentira lo que habíamos dicho. Nos daba horror ser descubiertos porque las reglas de papi eran: “Al decir la verdad, nunca estarán en problemas”.
Mi hermana mayor, Laura, se graduó