perdería todos mis derechos y también mi credibilidad. Y yo sabía mucho sobre Alejandro. Él no podía arriesgarse a que yo hablara. Si lograba incriminarme, mi palabra no tendría ningún valor. Nunca más volvería a ver a mis hijos. Y mis hijos en sus manos no tendrían futuro.
Todo cuanto teníamos lo habíamos hecho juntos. Cuando nos casamos, él era solo un estudiante de Medicina. Su padre era un inmigrante libanés y su madre era su secretaria.
Cerré los ojos mientras esperaba por mis abogados y recé: “Dios, no permitas que esto ocurra. ¡Protege a mis hijos! Y a mí ¡ayúdame!”.
Una vez que dio inicio la reunión, Ralph, mi abogado de familia, señaló:
—Bien, este divorcio se ha convertido en un divorcio millonario —me dijo, mientras me miraba fijamente, para luego preguntarme—: ¿Tienes esa cantidad de dinero, un novio rico o dinero escondido en algún lugar?
No podía creer la insinuación que me estaba haciendo. Así era como este abogado de familia manejaba a sus clientes; esa era una manera de asustarlos y abusar de ellos. Había representado a la viuda del famoso “doctor de las manos”. Después de cuatro años, él murió, dejándola viuda y responsable de su bancarrota. Peor era su trato hacia las mujeres: “¿Tienes un novio?”. Nos veía a todas como putas.
Nunca entendí por qué mi divorcio sería más caro por este delito que se me imputaba. Después de todo, él se encargaría del divorcio y mis otros abogados del caso federal.
—Yo encontraré la forma —le respondí.
“¿Algún dinero escondido?”, me pregunté a mí misma. Todo lo que Ralph quería era encontrar hasta el último centavo que yo tuviera y arrebatármelo, como terminó haciendo. Con engaños me quitó más de cuatrocientos mil dólares por seis meses de trabajo y luego, cuando vio que ya no había más, me despidió como cliente. ¿Estaría él involucrado en todo aquello?
Con lo que me estaba pasando, muy pronto me di cuenta de cómo la gente me había perdido el respeto. Más que no respetarme, abusaban de mí, me provocaban para ver si, en efecto, yo era lo que Alejandro decía.
Cameron habló del caso federal. Afirmó que ese cargo era una tontería, pero que igualmente se trataba de un cargo federal y que él creía que podría lograr que lo anularan. Añadió que tanto el cargo como los hechos eran tan ridículos que, si ese caso hubiese llegado a otro de los jueces, un hombre con más edad, lo habrían desestimado. Pero cayó en el tribunal de aquella juez, Linda Haaser, para quien todos y cada uno de los casos tenían mérito, todos.
Así fue como empecé a manejar mi divorcio y el caso federal al mismo tiempo. Mi vida se complicó de un modo que nunca habría imaginado.
La cabeza me daba vueltas; pensaba y pensaba en todas las posibilidades. De pronto me dije: “¿Qué habría pasado con este cargo si no hubiese reactivado el divorcio?”. La respuesta me llegó cuando revisaba grabaciones que había hecho y que iba a entregar a mis abogados. De repente oí:
—¡Tú vas a ir a prisión, Carmen! Por criminal. Pero no te preocupes, te llevaré los niños de visita una vez al año.
—¿De qué hablas? ¡Yo no he hecho nada!
—Dile eso al juez.
Él sabía hasta la diferencia entre cárcel y prisión. Sabía que iría a prisión. O al menos estaba contando con eso.
Esa conversación había ocurrido justo después del incidente.
Cameron, mi abogado, decía:
—Esa fue una discusión entre tú y tu esposo, es algo doméstico. Lo máximo que pueden hacer es multarte porque el avión se regresó al punto de origen.
Sin embargo, eso había sido mucho antes de descubrir que el avión se había devuelto debido al mal tiempo. Nunca me iban a multar. Pero entendí que Alejandro estaba ya para ese entonces hablando con alguien. Esa conversación había tenido lugar hacia junio de 2013, más de dos meses antes de la formulación de cargos. Pensé que él sabía lo que estaba pasando, estaba colaborando y a lo mejor hasta lo había planeado.
Más tarde leí su entrevista con el FBI, llena de mentiras y acusaciones. Decía que yo tenía incluso problemas mentales. Y era mi esposo, quien se suponía que me tenía que proteger.
Me sentía totalmente sola y débil. Tenía miedo hasta de mi sombra. Por haberme ocurrido algo así, de cuyo control carecía por completo y que excedía totalmente mis fuerzas, me sentía hundida, me sentía menos que nadie. Yo, que siempre había sido una persona positiva, que pensaba que todo era posible, había perdido la esperanza y la confianza en la vida. Tenía miedo de manejar, tenía miedo hasta de salir a la calle. No podía arriesgarme siquiera a cometer una infracción de tránsito.
Un día me detuvo un policía cuando cambiaba de canal. “¡Oh, Dios mío, no!”, pensé. Estaba de camino al bufete de Cameron con mi hija Kamee; él la iba a entrevistar con respecto a lo ocurrido en el avión. La juez había prohibido que hablara del caso con ningún testigo, así que nosotras nunca tocamos el tema. El oficial de policía me expidió una advertencia por no poner la luz de cruce cuando cambiaba de carril.
Llegué devastada al despacho de Cameron y le entregué la advertencia.
—Esto no es nada, quédate tranquila. Estás como las niñas chiquitas. Tranquilízate.
—¿Tienes alguna idea de lo que enfrento? —le respondí—. Estoy en libertad bajo fianza.
Había perdido tanto peso que me veía enferma. Pero tenía que mantenerme fuerte por mis hijos. Mi mamá llegó de Orlando y por fin tuve un hombro donde llorar sin que me vieran los niños. Ella no sabía nada, nunca le había contado; había mantenido silencio como todas las víctimas de maltrato.
¿Cómo podía hablarle acerca de ese tema? Mi mamá lo habría odiado y yo esperaba resolver la situación. Deseaba poder arreglar el matrimonio por el bienestar de mi familia. Yo quería que todo mejorara.
Solo una vez en la que coincidimos en Venezuela le conté que me había dado cuenta de que Alejandro no me era fiel. Eso sabía que podía decírselo; después de todo, quería que me diera su consejo. Pensaba que si la infidelidad acababa, la agresión también acabaría. Además, sentía que se trataba de un tema muy venezolano; no sé por qué, pero me parecía que la infidelidad estaba impresa en el ADN de los hombres.
La respuesta de mi madre fue: “¡Arréglalo! Seguro que es una etapa. Todas pasamos por algo así, pero no puedes destruir a tu familia por eso”. Ese era el consejo de la mayoría de las personas sobre el tema: “Arréglalo. Eso va a pasar”.
Lo que no sabían era que la situación no solo empeoraba, sino que el maltrato iba aumentando de manera conjunta. En verdad iban mano a mano: mientras mayor era la infidelidad, al mismo tiempo crecía la agresión, los golpes eran más fuertes y más frecuentes. Mientras más le decía que su conducta nos llevaría al divorcio, peor era su trato hacia mí.
Tan pronto mi mamá llegó a casa y pudimos sentarnos a solas, sin los niños, le conté todo lo que faltaba por contar: el maltrato, lo que había pasado en el avión y las otras oportunidades en las cuales me había incriminado.
Mi mamá, que conoce muy bien a todos y cada uno de sus hijos, empezó a llorar: “Dios mío, no puedo creer esto. ¿Cómo te pudo hacer todo eso? ¡Tú eres la madre de sus hijos! ¡Ustedes han estado juntos desde tan jóvenes! ¿Qué le pasó? ¿Por qué te quiere herir con tanta furia? ¡Si estaban tan enamorados!”.
Una vez que mi madre se recuperó del llanto afirmó con fe: “Mi amor, Dios es bueno y es el Dios de los justos. Él te va a proteger y la verdad va a triunfar. Tú vas a ser una mujer libre y serás un ejemplo para muchas mujeres maltratadas”.
Las palabras de mi madre siempre han sido una premonición. Cuando me abrazó después del Miss Universo, certamen en el cual quedé de segunda finalista, me dijo: “Mi amor, Venezuela te necesita aún más”. Así fue como creé la Fundación Las Misses, que ayudó