Carmen María Montiel

Identidad robada


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paraba de llorar. Las lágrimas se unían al agua. Empecé a cantar bajo la ducha: “Muñequita linda / de cabellos de oro / de dientes de perla / labios de rubí”. Papi siempre me cantaba así.

      Me sentía tan sola, tan perdida. Pero, además, tenía tres hijos que dependían de mí. Su padre era un alcohólico adicto a las drogas que frecuentaba prostitutas. No podía hacerse cargo de ellos. Imploré: “Dios mío, por favor, no permitas que me pierdan, que se queden sin madre”.

      Terminé de bañarme, me sequé y realicé mi rutina: me puse crema en el cuerpo y en la cara, un pijama cómodo y bajé a cenar con mis hijos.

      Me senté a la mesa, miré la comida, pero no podía llevarme siquiera un bocado a la boca.

      —Mami, come, por favor —me pidió Alexandra.

      —Sí, mami; come, por favor. Parece que hubieras perdido cuatro o cinco kilos —dijo Kamee.

      —Yo los recupero. Solo que en este momento no puedo comer.

      Al terminar la cena, hablé con Domitila, la empleada doméstica. Ella me dijo que Alejandro se había llevado mi BlackBerry y algunos documentos, que estaba buscando mi pasaporte estadounidense y que había pasado un buen rato en nuestro clóset.

      Si yo no podía entregar el pasaporte en el tribunal no me darían la libertad bajo fianza. Cada vez entendía más hasta qué punto mi marido sabía lo que estaba haciendo.

      Domitila añadió que estuvo buscando mis joyas. Su plan era dejarme sin nada, sin dinero de ningún tipo, de manera que no pudiera pagar por mi defensa. Su hermano le insistía en que se fueran, pero Alejandro preguntaba en voz alta: “¿Dónde está ese pasaporte? ¿Y las joyas? Ella tiene joyas fabulosas y costosísimas”.

      Su hermano seguía insistiendo en que se fueran. Finalmente se fue sin importarle los niños; no se preocupó por llevárselos con él. Eso el Tribunal de Familia lo castigaría más tarde.

      A partir de entonces, además del abogado de divorcio, tendría que pagar a los abogados que me defenderían de esta acusación. Y se trataba de una defensa contra el Gobierno de los Estados Unidos, el gobierno del país más fuerte y poderoso del mundo.

      A la hora en que los niños se fueron a dormir, una vez que me sentí mejor después del baño —y a pesar de lo poco que comí—, subí a mi clóset a buscar mi pasaporte. Habían pasado tantas cosas que tenía lagunas en la memoria. El pasaporte no estaba donde solía guardarlo. Gracias a Dios, porque Alejandro se lo habría llevado.

      “A ver, Carmen María —me dije a mí misma—, ¿cuándo fue la última vez que lo usaste?”. Me quedé pensando, de pie frente a mi clóset de dos pisos, el sueño de toda niña. Cuando construí la casa, era el hogar de mis sueños; puse en ella todo lo que siempre soñé, incluso un cuarto al que llamé “Martha Stewart”, donde hacía todos mis trabajos artesanales y de envolver regalos. El clóset era de ensueño.

      De repente recordé: “¡Claro! La última vez que usé el pasaporte fue para el viaje a Bogotá, el mismo por el que ahora me acusan”.

      Busqué en mi maleta de viaje, la que llevaba conmigo en el avión. Allí no estaba. Seguí pensando y me acordé de la cartera que llevaba ese día. Busqué y allí estaba mi pasaporte, en un bolsillo. ¡Dios mío, gracias! Gracias a Dios estaba allí porque, si no, Alejandro se lo habría llevado. Tan cerca que estuvo de él…

      Esa noche dormí abrazada con mi hijo. Lo abracé fuerte y lo apreté. Desde el momento en que el tribunal había sacado a su padre de la casa, Juan Diego se había mudado a mi cuarto. Una vez que se durmió comencé a llorar, totalmente destruida y muerta de miedo. Miedo a todo lo que estaba pasando. ¡Aterrada! Sin embargo, me sentía un poco a salvo en mi cama, en mi cuarto. ¡Qué diferencia en comparación con el catre en el que había dormido la noche anterior! No quería volver a dormir jamás en aquel lugar.

      De repente me asaltó el pensamiento: “¡Dios, podría pasar años allí!”. Empecé a llorar un poco más fuerte y, como niña pequeña, empecé a llamar a mi mamá.

      ¿Habrá un momento en la vida en el que no necesitemos a nuestras madres? Daba gracias a Dios por tenerla aún, porque mi papá se había ido en 1999. En ese momento decidí llevarla conmigo a casa por un tiempo indefinido.

      Al día siguiente sería miércoles. Me levanté a despedir a los niños, que empezaban el colegio. Alexandra, que ya manejaba, se llevaría a sus hermanos. Después descansé todo el día. Estaba agotada. Era un agotamiento mental que me impedía moverme. El jueves, mis abogados tendrían que llevar mi pasaporte al tribunal y mi hermano también debería ir a firmar como persona responsable por mí.

      Hablé con mis abogados de familia para decirles todo lo que Alejandro se había llevado. Ellos escribieron una carta pidiendo a sus abogados que devolvieran todo. Él tenía prohibición de entrar en casa. Pero, en definitiva, las leyes solo se aplican para ciertas personas; para otros, esas leyes no existen.

      Mis abogados me informaron que Alejandro no solo quería la casa, sino que también estaba pidiendo la custodia de los niños.

      El jueves me levanté temprano para llevarles mi pasaporte a los abogados. Ellos y mis abogados de familia fueron al tribunal mientras yo esperaba en el despacho de Cameron a que volvieran con la respuesta de lo sucedido. Tardaron más o menos dos horas.

      —¿Qué pasó? —le pregunté a Cameron nada más verlo llegar.

      —Nada. Entregamos el pasaporte estadounidense y… en fin, tu marido dijo que él no podía entregar algo que no tenía; se refería al pasaporte venezolano. Te imaginarás, Carmen, que él debe haberlo destruido hace tiempo. Él y sus abogados dieron una buena pelea para que no te dejaran en libertad bajo fianza. Insistieron en que podías escaparte, en que debías esperar el juicio en la cárcel.

      —¿Qué? ¿Cómo me puede hacer esto?

      —Carmen, él es una persona terrible. Has debido divorciarte de él hace diez años.

      Claro. Alejandro sabía que la mejor forma que tenía de defenderme era estando libre. No solo de esa acusación, sino también de lo relativo al divorcio. Esos juicios podían tardar años. Cuando se está libre se encuentran maneras, respuestas, es posible defenderse. Además, podría encontrar el modo de pagar por mi defensa. Mi marido había vaciado todas las cuentas y me había dejado sin nada. Había tratado de encerrarme de todas las formas posibles. Pero Dios siempre estuvo conmigo y con la verdad.

      Me dejaron en libertad bajo fianza. Al llegar a casa, mi hermano me llamó para contarme lo que había visto en el tribunal. Alejandro estaba de nuevo con su hermano José. Resultaba increíble que, después de no hablarse, ahora estuvieran juntos y su hermano pasara tiempo fuera del trabajo para acompañarlo. Me contó cómo José coqueteaba con una abogada en los pasillos. ¡Ellos todos siempre habían sido iguales, se sentían irresistibles! Pero lo peor fue que, cuando mis abogados se fueron, Alejandro y sus abogados se quedaron en el Tribunal Federal tratando con diferentes personas de que me encerraran.

      Una de las abogadas que estaban defendiendo a Alejandro, también por los cargos por agresión, era Cathy Bivona. En una ocasión, más de un año antes, en marzo de 2012, ella me había dicho: “Carmen, sal de este matrimonio. He visto a muchas mujeres arruinar sus vidas por hombres como este”.

      Sin embargo, ahora no solo lo estaba defendiendo, lo estaba ayudando a arruinarme la vida y meterme en la cárcel. Lo estaba ayudando a convertirme en una estadística más, de acuerdo con la cual el setenta y cinco por ciento de las mujeres en las cárceles son víctimas de violencia de género, muchas de las cuales no viven para contarlo.

      El viernes, al día siguiente, tuve reunión con mi equipo de defensa, los abogados de familia y los abogados penales. Solo podía pensar, cuando me senté en la mesa de conferencias, en cuánto me costaría ese divorcio y de dónde iría a sacar el dinero.

      Era parte del plan de mi marido: si no tenía dinero para defenderme de esa acusación, iría a la cárcel y desde allí tampoco podría