Carmen María Montiel

Identidad robada


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no hablara con nadie.

      Después de la conversación con ellos, me venían a la cabeza todo tipo de ideas. Me dije: “¿Será que quiere que confíe en ella?”. Ya me cuidaba hasta de mi sombra.

      Durante el resto de la tarde, esperé a que mis abogados llegaran a verme, que me explicaran qué estaba pasando. Los agentes del FBI me habían recogido en mi casa cerca del mediodía y aún no entendía bien qué estaba ocurriendo. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué tenía que ver el FBI? Esperé en vano. Nunca llegaron.

      Mi abogado me explicó al día siguiente que había ido a verme pero que mi nombre no aparecía en el sistema y por lo tanto no había habido forma de dar conmigo. O sea: ¡no existía! ¡En ese lugar era posible perderse en el sistema!

      Después de la conversación con los oficiales, sabía que debía permanecer callada, pero que tenía que ser agradable y amistosa con las otras reclusas. No sabía cómo tratarlas ni qué decirles. Decidí sonreírles, pero evitar conversación o interacción con ellas.

      En la noche, cuando estábamos preparándonos para dormir, mi compañera de cuarto empezó a hablar; me contó que tenía un amante que la mantenía. Yo pensaba: “¿Cómo se consiguió ese amante, ella metida aquí y él afuera?”.

      —Tú deberías buscarte uno. ¡Eres muy bonita y tienes buen cuerpo!

      Continuó preguntándome sobre lo que había pasado. A pesar de haberme advertido los oficiales que no hablara de aquello, ya yo le había contado todo a ella más temprano en la tarde.

      Esta vez solo le dije que mi esposo me pegaba, me pateaba y me mordía. Ya le había contado lo que había ocurrido en el avión aquel 6 de junio de 2013 (algo de lo que hablaré extensamente más adelante). Después de escuchar detalles acerca del maltrato que me infligía mi esposo, me dijo:

      —Yo te puedo resolver ese problema.

      —¿Qué? ¿Cómo?

      —¡Mientras menos sepas, mejor!

      ¡En ese momento entendí lo que me estaba ofreciendo!

      —¡Noooo! ¡Nooo! Ni me menciones eso. ¡No!

      Con el tiempo, al conocer cómo se manejaban las cárceles y saber que algunas prisioneras se dedicaban a buscar información entre sus compañeras de reclusión para conseguir que les redujeran las sentencias, entendí que ella podía ser una de esas. En realidad todos estaban buscando una verdadera causa contra mí, un verdadero crimen.

      Después de todo, había escuchado decir a un oficial, al llegar allí, que me acusaban de “intimidar a un sobrecargo”, algo que él ya sabía, pero no yo en ese momento. Él estaba furioso y batía la cabeza. Llegó a decir que aquello podía calificarse, como máximo, de “desacato al tribunal”, lo cual es algo que podía ocurrir o no en el recinto de un tribunal. Él decía, de una manera que yo podía escuchar:

      —¿Por qué la traen aquí? Esto es, si acaso, desacato al tribunal.

      Recé para que me sacaran ese día y no me devolvieran a la prisión. Me preocupaban mis hijos. Estaban en casa cuando fueron a buscarme y se habían quedado con la muchacha de servicio. Pero después de eso no supieron nada de mí. “¡Deben estar preocupados!”, pensé.

      En la prisión federal, aquel día de agosto de 2013, pasé la noche más larga de mi vida. Allí las camas son horribles, con colchonetas tan delgadas que es casi como dormir en el piso. Hay una luz proveniente de la ventana que permanece encendida toda la noche.

      Mi compañera de cuarto me dejó la cama de abajo. Pero ella pasó toda la noche asomándose a ver si dormía o no. Como no podía dormir, le pregunté:

      —¿Por qué estás aquí?

      —Fui testigo de un homicidio. Mi hermano mató a un hombre a batazos. Como yo sabía acerca de ello, me fueron a buscar a mi casa a las seis de la mañana. Me sacaron en ropa interior.

      No pude evitar pensar que cada conversación con ella era extraña. Ella seguro pensaría lo mismo en relación conmigo.

      ¡Finalmente fueron a buscarme!

      Aprobaron mi libertad bajo fianza con la condición de entregar tanto mi pasaporte venezolano como el estadounidense el siguiente jueves. Mi hija no pudo encontrar mi pasaporte estadounidense. Por su parte, mi esposo tenía que presentarse en el tribunal con mi pasaporte venezolano. Eso implicaba que mis abogados de familia debían ir al tribunal con evidencias de que habíamos exigido formalmente el pasaporte venezolano a los abogados de Alejandro.

      Me llevaron a otro cuarto donde me quitaron las esposas. Luego me pasaron a otro; cada sala tenía todo tipo de cerraduras, múltiples cerrojos. Me pregunté: “En caso de emergencia, ¿cómo sacan a la gente de aquí?”.

      Por fin llegué a un pasillo donde estaba Jim esperándome. Llegar a aquel pasillo me parecía como haber salido a un parque. Él me pasó el brazo por el hombro y empezó a caminar, guiándome hacia una oficina.

      —Tu hija Alexandra está allí; es bastante madura.

      —Es mi hija, Jim —le dije orgullosa.

      Cuando llegué, la vi en compañía de uno de mis abogados de familia. Corrí y la abracé. Comencé a llorar. Ella empezó a llorar también. Aquel era el mejor abrazo del mundo; había llegado a pensar que nunca más volvería a tenerla entre mis brazos. Mientras la abrazaba, pensaba en lo injusto que era todo aquello, en cómo mi hija de diecisiete años tenía que convertirse en una adulta por ella y por sus hermanos. ¿Por qué? ¿Por qué mi marido no había pensado en los niños y había creado esa situación? ¿Por qué tenían que pasar por esa experiencia mis hijos inocentes?

      Mi abogado de familia le dijo a mi hija, cuando nos separamos:

      —Asegúrate de que Alejandro no vaya a la casa; infórmale que Carmen va para allá.

      Alexandra le envió un texto a su papá: “Mami salió”, a lo que él respondió: “Yo sé”. Alexandra me lo mostró y lo único que hice fue pensar: “¿Cómo lo sabe tan rápido? Debe estar en contacto total y muy cercano con los federales”. Me pregunté: “¿Sabrán ellos de su doble identidad? ¿O del paciente que falleció en extrañas circunstancias?”.

      En ese momento, mi abogado me informó que Alejandro estaba buscando regresar a la casa; que había introducido un amparo ante el tribunal pidiendo que se la dieran a él y que estaba planeando irse para allá esa misma noche.

      En julio de 2013, un mes después del incidente del avión, yo había introducido de nuevo la demanda de divorcio, luego de que me pegara por última vez y de que él terminara en la cárcel por cargos de agresión. La juez me otorgó la casa y le expidió una orden de alejamiento, obligándolo a salir de ella. Desde ese momento me había quedado allí con mis hijos.

      Una vez que nos subimos al auto, Alexandra empezó a contarme:

      —Tan pronto te llevaron, mami, mi papá llegó en menos de quince minutos con mi tío José.

      Yo pensaba: “¿Cómo?”. Era lunes a mediodía. Usualmente él estaba en alguno de sus consultorios los lunes y desde cualquiera de los dos le tomaba más de cuarenta minutos llegar a la casa. Además, ¿con su hermano? Eso quería decir que ninguno de los dos había ido a trabajar ese día. Ellos sabían lo que iba a pasar. Pero más aún: Alejandro y su hermano no se hablaron durante años y ahora andaban juntos…

      Al llegar a casa, abracé y besé a mis otros dos hijos, no los quería dejar ir. Evité llorar por todos los medios. No podían verme débil. Representaba la fuerza para ellos.

      Kamee sabía dónde había estado y me miraba fijamente con los ojos llenos de lágrimas, pero Juan Diego no sabía nada. Cuando el FBI llegó a buscarme, el técnico de las computadoras estaba en la casa y subió a jugar con mi hijo en su habitación para distraerlo. Fue un ángel enviado por Dios, porque se llevó todos mis equipos con él. Así los salvó de que mi marido se los llevara.

      Enseguida subí a mi