Carmen María Montiel

Identidad robada


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señoría, ella tiene doble nacionalidad: la estadounidense y la venezolana, pero su esposo se llevó el pasaporte venezolano. Sus abogados de familia han solicitado el pasaporte desde el inicio del divorcio y no ha habido manera de recuperarlo. Esta es una táctica más de agresión por parte de su marido. La señora Latuff ha sido víctima de violencia de género durante años.

      Sin querer, por mis mejillas comenzaron a rodar lágrimas al ver cómo mi historia de amor se había convertido en una pesadilla.

      —Estoy citando al marido para que traiga el pasaporte de ella el jueves a este tribunal. Enviaré a un agente del FBI con una gran pistola para que se asegure de que su esposo venga. Y por cierto: aquí está la agente que investigó el caso —dijo como si se tratara de una investigación gracias a la cual hubieran encontrado a una criminal que llevara años escapando de la justicia.

      Me di la vuelta para ver de quién estaba hablando e identifiqué a la mujer rubia que había ido a casa a buscarme.

      No pude evitar pensar, cuando la vi, que me recordaba a Sandra Bullock en la película Miss Simpatía pero en versión rubia, aunque más avejentada y cansada. Cansada de la vida. Debió haber sido la chica popular y bella de la clase, pero se veía que todo aquello había quedado en el pasado.

      Una vez acabada la audiencia, me llevaron de regreso a la celda a esperar, supuestamente, a que fueran a buscarme para sacarme de allí. Había perdido por completo la noción del tiempo. Esperé tanto que pensé que no me sacarían ese día. De pronto me entró un escalofrío de pensar que tendría que pasar otra noche en prisión.

      Finalmente, llegaron a buscarme. No sabía adónde me llevaban. Mientras caminaba, pasé por otras celdas. Había dos hombres, uno en cada una; estaban hablando, a pesar de no poder verse. El primero en mirarme le dijo al otro:

      —Mira, esta gringa debe ser una mula.

      Llegué a un cuarto pequeño con una silla y un vidrio que impedía el contacto directo con los visitantes. Jim Smith, el socio de mi abogado, estaba del otro lado.

      —Jim, ¿qué está pasando? Yo no hice nada —le dije.

      —Es un cargo ridículo, pero es un cargo federal. Carmen, tienes que responder estas preguntas —y me pasó un papel por una ranura debajo del vidrio—. Sin embargo, tengo que decirte que la fiscalía está dando una buena batalla para que no te liberen. Ellos dicen que tu esposo ha llamado varias veces a la agente del FBI insistiéndole en que te vas a escapar del país.

      —Jim, yo no me voy a ninguna parte sin mis hijos. Yo no hice nada, así que no tengo que huir. Además, ¿cómo es eso de que él está en conexión directa con la agente del FBI?

      —Dicen que está llorando porque te vas a llevar a sus hijos y no va a volver a verlos nunca más. Incluso afirma que tienes doble identidad venezolana, que tienes dos pasaportes venezolanos.

      —¿Qué? ¿Yo? ¡Él es quien tiene doble identidad y doble pasaporte venezolano!

      —¡Shhhh!

      —Me está acusando de sus crímenes. Jim, Alejandro está loco y está detrás de todo esto.

      —¡Shhhh! Hablamos después. Ahora responde estas preguntas; todas son sobre tu situación financiera. También quieren los pasaportes de tus hijos. ¿Dónde están?

      —Unos los tienen mis abogados de familia, pero, por si acaso, hay otros en mi casa. Llama a mi hija mayor, Alexandra.

      Leí todas y cada una de las preguntas y las respondí. Le devolví el papel a Jim por debajo del vidrio.

      A continuación, me llevaron de vuelta a la pequeña celda a esperar a que llegaran a buscarme para ir a casa… o al menos eso creía.

      De pronto pensé: “¿Y si no salgo? ¿Y si tengo que pasar otra noche en este lugar?”.

      Nunca en mi vida me había sentido tan insignificante; no sabía ni siquiera dónde estaba, no podía comunicarme con mi familia, estaba con gente que nunca imaginé que conocería: traficantes de droga, asesinas, inmigrantes ilegales, prostitutas… Estaba en un mundo paralelo que no conocía. Todas criminales, acusadas de verdaderos delitos. Cuando me preguntaban por qué estaba allí y les contaba lo ocurrido, todas me miraban como si les estuviera mintiendo. Una de ellas preguntó:

      —¿Y eso es un crimen?

      Todas decían que yo no pertenecía a ese lugar y me empezaron a llamar “la Virgen”.

      —Parece una Virgen —dijo una.

      —Una muñeca —comentó otra.

      Jamás había visto personas como esas. Lo más cerca que había estado de las prostitutas había sido en la avenida Libertador en Caracas cuando, de noche, pasábamos por allí en automóvil. Nunca imaginé que nuestras vidas pudieran ser tan similares: maltratadas, drogadas y llevadas a los tribunales.

      Mi marido había incorporado a un grupo diferente de prostitutas a nuestras vidas: las prostitutas de los bares exóticos de Houston, las “bailarinas” de los bares de hombres.

      En una oportunidad, mientras Alejandro me insultaba, me dijo: “Tú piensas que eres diferente porque tienes los ojos claros, ¿verdad? Bueno, esas prostitutas con las que yo ando también tienen los ojos claros. ¿Ves? ¡No hay diferencia entre ellas y tú!”. Había logrado rebajarme a ese nivel. Y una vez alcanzado ese éxito, me convertí en su prisionera, así como las prostitutas son las presas de sus jefes.

      Las reclusas con las que hablé debían haber pensado que les estaba mintiendo. La historia corrió por el piso, a tal punto que los guardias me llamaron a la oficina. Una vez dentro, vi que dos de ellos estaban allí con mi caso en las manos. Uno me preguntó:

      —Tuviste una pelea con tu esposo en un avión…

      —Sí, él me pegó.

      —No hables aquí. No le cuentes a nadie por qué estás en este lugar.

      —Ya es un poco tarde —respondí—. Varias de ellas me han preguntado y les he contado.

      —Ninguna es tu amiga aquí.

      —Lo sé, no las conozco.

      —Lo que quiero decir es que no hables con nadie y mucho menos sobre tu caso: no te van a creer.

      —Me lo imagino.

      —Ni siquiera menciones dónde vives. Ellas no van a entender que vivas en Memorial, una de las zonas más pudientes de Houston. Menos aún que viajaras en primera clase en ese avión. Muchas de ellas jamás se habrán subido a uno. Además, no es bueno que compartas con ellas lo que pasó. Ninguna es tu amiga aquí. ¿Entiendes? —reiteró.

      En ese momento entendí: él iba más allá. “Bien —pensé—, es un poco tarde; ya les dije a varias de ellas lo que preguntaron. No dónde vivía. Pero sí lo que pasó y por qué estaba allí. Incluso a mi compañera de celda”. ¡Cómo no iba a decir nada cuando no podía parar de llorar! Y claro, venían y me preguntaban.

      Ellos continuaron:

      —Esto no es una cárcel; esto es una prisión.

      —¿Cuál es la diferencia? —pregunté.

      —Es una prisión federal. Aquí hay criminales de alto vuelo.

      “¡Dios mío! —me dije y empecé a llorar de nuevo—. ¡Dios!, ¿qué pasó que vine a parar aquí?”. Sin embargo, no entendía la diferencia entre una forma de reclusión y otra. “Hay criminales en las dos —pensé—. Crimen es crimen”.

      Tan pronto salí de la oficina, una de las presas se me acercó de manera amigable y me invitó a caminar con ella. ¿Cómo decirle que no? Tenía miedo de que lo tomara a mal. Tenía miedo de todo. Caminamos dando vueltas por el segundo piso y me contó que estaba allí porque había ayudado a encubrir un tráfico de drogas. Me dijo que su juicio aún no había tenido lugar.

      “¡Dios! Podría