hombre llegó a la Luna. Laura corría por toda la casa y gritaba:
—¡El hombre llegó a la Luna! ¡Vengan, vengan! ¡Vengan a verlo! ¡El hombre llegó a la Luna! Papi, ¡ven a ver! ¡El hombre llegó a la Luna!
Seguía corriendo por la casa haciendo que todos fuéramos hacia el televisor a ver las imágenes. Yo corrí. Hacía todo lo que ella decía. Llegué al televisor a mirar aquello que estaba pasando y que según ella era tan importante. Pero estaba muy pequeña para entender bien lo que significaba.
Con el tiempo entendí que, pese a ser tan pequeña, tenía suficiente conciencia como para recordar que había sido testigo de los primeros pasos del hombre en la Luna. Gracias a la magia de la televisión, había formado parte de un acontecimiento histórico que se convertiría en uno de mis recuerdos más memorables.
Ese recuerdo cobró mucho más valor aún cuando, en 1994, como ancla de noticias de Telemundo en Houston, fui invitada a una cena conmemorativa de los veinticinco años de la llegada del hombre a la Luna, en el Astrodome. ¡Allí conocí en persona a Neil Armstrong! Mi pasado se convirtió en presente y llegué a la Luna en el momento en que nos dimos las manos.
Sin saberlo, he estado caminando sobre muchos primeros pasos de la humanidad.
CAPÍTULO 3
El divorcio y el avión
A su regreso, luego de haber vivido un par de meses con su papá, mi hija me dijo que tuviera cuidado.
—Mami, ten cuidado con tu abogado.
—¿Con cuál de todos, mi amor?
Yo tenía un abogado prácticamente en todas las especialidades existentes.
—Con Cameron Shafit —respondió.
—¿Por qué?
—Él es amigo del abogado penal de mi papá.
—Bueno, mi amor, en el fondo todos son amigos. Al final terminan trabajando juntos en los casos y en los tribunales.
—Esto es diferente.
—¿Me puedes decir por qué?
—Ten cuidado, mami.
Alejandro había contratado a Richard Dickinson para que lo representara en sus cargos por maltrato. Dickinson era conocido por ser el abogado de asesinos, asesinos en serie, verdaderos criminales de renombre. ¿Su especialidad? Liberar de los cargos a sus clientes basándose en tecnicismos jurídicos.
Sin embargo, Cathy Bivona era la abogada encargada del caso dentro de la firma. La misma mujer que año y medio antes me había dicho que me divorciara si no quería que mi marido destruyera mi vida. Cathy sabía bien quién era Alejandro. A pesar de eso, no solo lo estaba representando, sino que lo estaba ayudando a destruir a su esposa.
¿Qué había visto o escuchado mi hija? Aún no lo sé. Pero el tiempo me confirmaría que algo no estaba bien. Ese consejo de ella y mis sospechas me salvarían más adelante.
—Mami, la abogada a cargo del caso de papá fue al hotel a hablar conmigo —me informó Alexandra.
Alejandro se había mudado a un apartamento de una habitación dentro del hotel Four Seasons cuando el tribunal le ordenó salir de casa.
Qué más vio o escuchó Alexandra durante los días que vivió con su papá no lo sé y ella no dijo más. Pero mantuve presente su advertencia a partir de ese momento.
En realidad, Bivona y Dickinson no podían representarlo porque ellos nos habían representado a ambos con anterioridad. Pero yo estaba tan asustada y confundida que no pensé en eso. Sin embargo, mis abogados lo sabían. Yo se lo mencioné. Ellos debían pedir la inhabilitación de sus abogados. ¡Probablemente aquello era parte de la advertencia de mi hija!
Me estaba cepillando el cabello mientras me veía en el espejo. Por fin había alcanzado la estatura suficiente como para verme reflejada en él. Me sentía feliz por ese logro.
De repente, mi hermana María Eugenia vino corriendo a buscarme.
—¡Vente, vente! Ya casi es Año Nuevo.
Toda mi familia estaba en la sala: mami, papi, mis hermanos, tíos, tías, primos y mi abuela, la mamá de mi madre y la única abuela que conocí, ya que todos los demás abuelos habían muerto. Mi abuela por parte de padre falleció unos meses antes de que yo naciera, lo que determinó mi nombre. Ella se llamaba Carmen María.
Todos estaban felices, celebrando, riendo, comiendo.
El árbol de Navidad brillaba con sus luces en un rincón de la sala. Y la mesa del comedor estaba repleta de comida: ensalada de gallina, pernil de cochino, hallacas, jamón, turrón, uvas y muchos platos más.
De repente, todos empezaron una cuenta regresiva y al llegar al cero comenzaron a abrazarse y a besarse. Mi papá me alzó y me besó. ¡Así empecé a pasar de brazo en brazo! Al mismo tiempo, todos comenzaron a comer uvas.
—Son doce —dijeron algunos.
No entendía cómo lograban comerlas tan rápido.
—Pide tus deseos, son doce —decía mi primo Pocho.
Risas y alegría. Esa era mi familia.
—¡Carmen! El señor Shafit está listo para verte.
Con esas palabras regresé de mi recuerdo.
—¡Ah! ¿Perdón?
—Sí, el señor Shafit está listo. Pero quiere hablar primero con tu hija.
Era septiembre de 2013. Mi abogado quería entrevistar a mi segunda hija, testigo de lo que había ocurrido en el avión y la única de mis hijos que había estado allí.
Kamee tenía puesto el uniforme del colegio: una falda color caqui y una franela azul con el logo de la institución. Sus piernas se veían más largas que nunca con esa falda.
Había ido a buscarla a la escuela y nos habíamos dirigido directamente al centro de la ciudad, donde estaba ubicado el despacho de mi abogado. La cita la habíamos concertado de modo que tuviera lugar inmediatamente después de su salida del colegio, ya que a ella no le gusta perder ni un minuto de clase.
—Está bien —dije.
Kamee se levantó y se fue, siguiendo a la secretaria. La vi desaparecer por el pasillo.
Me quedé sentada esperando. Y, una vez más, mi mente se fue hacia el recuerdo de mis felices años de niñez y juventud.
En medio de mi espera, comencé a recordar el día en que mi amigo Alberto me llevó a la casa en su moto. Se me dibujó una sonrisa en la cara.
Caracas es un valle. La ciudad descansa entre montañas verdosas. Es bella y majestuosa. Ese día, el cielo estaba totalmente azul, sin una nube. Era un momento perfecto para pasear en moto. Alberto manejaba y yo iba aferrada a su cintura. Me sentía libre y feliz, con el viento golpeando mi rostro. Ya íbamos de subida hacia mi casa cuando de repente divisé que el carro de papá venía bajando.
—¡No!
—¿Qué? —preguntó Alberto.
—¡Mi papá!
—¿Y entonces?
—Me tiene prohibido montar en moto. Disculpa, ¡se va a poner furioso!
—Bueno, pero ya se va. A lo mejor no te reconoció.
—Espero que no. Pero si me vio, esta noche me va a tocar duro. Me va a castigar.
Tan pronto nos detuvimos frente a la casa, sentimos un auto detrás de nosotros.
De repente oímos la voz de mi papá:
—Alberto, te voy a agradecer algo. Nunca más me montes a Carmen María en esa moto. Son muy peligrosas. Yo no quiero a ninguna de mis hijas de parrillera (así