Carmen María Montiel

Identidad robada


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Supongo que él no los había llevado para que le empacaran su ropa interior. Eso no era lo que Alejandro tenía pensado.

      Pude ver que sudaba y pasaba de rojo a blanco. Estaba siendo avergonzado frente a sus empleados.

      —Solo tengo dos horas. ¿Cómo puedo empacar en dos horas?

      —Por eso no debe perder tiempo y debe empezar a empacar ya —le contestó el guardaespaldas.

      Salí y le dije al guardia afuera:

      —Tengo guardia las veinticuatro horas desde que se fue Alejandro. No deje que nadie monte en los tres vehículos nada que yo no haya aprobado.

      Mi marido nunca había hecho una maleta desde que nos casamos. Siempre las había hecho yo. Miró a mi muchacha de servicio y le pidió una maleta.

      —No, Domi —respondí—. Para eso trajo él a sus empleados. Becky, suba y traiga maletas.

      Entró al clóset con su secretaria y el especialista en cobranzas y lo vi empacando su ropa interior. Yo miraba aquello y me parecía como de película.

      Guardó pocas cosas, dos maletas, y bajó. Yo lo seguí de cerca. Ramón, su especialista en cobranzas, me dijo:

      —Necesitamos la computadora.

      El guardia lo interrumpió:

      —Por favor, no se dirija a la señora. Usted está aquí para hacer lo que el señor le diga, pero no le hable a ella. Además, ya le dijimos que solo se pueden llevar la ropa.

      Alejandro se fue en menos de una hora. Había dejado la mayor parte de sus pertenencias en el armario. Era obvio que venía a llevarse otras cosas. Su frustración no lo dejó empacar. Si no hubiese tenido protección, me imagino que entre él y sus empleados habrían vaciado la casa.

      Ahora, el movimiento irresponsable por parte de mis abogados no solo había puesto a mi marido al mando de las medidas provisionales, sino que había dejado las cuentas de inversión al descubierto sin ser congeladas.

      Además, cada vez que yo salía de la ciudad, se metía en la casa. Si hubiera tenido aún la orden judicial de protección, jamás lo habría hecho. Tuvieron mis abogados penales que introducir una solicitud en enero de 2014 para que finalmente Alejandro, quien estaba en libertad bajo fianza, dejara de entrar a mi casa a robar documentos.

      Uno de sus abogados se retiró del caso, Thomas Callihan. Recuerdo que él, durante mi interrogatorio, cuando empecé a hablar del tipo de ataques de Alejandro hacia mí, estaba echado hacia atrás, pero se incorporó y empezó a prestar mucha atención a lo que yo decía. Se veía que me creía. Después de eso, Callihan se retiró del caso y él quedó solo con un abogado.

      Meses más tarde, una amiga que se estaba divorciando se entrevistó con Callihan. Él le comentó: “Yo sé cómo funcionan estos hombres del Medio Oriente”.

      Lautner quedó a cargo del caso de Alejandro y, en 2014, presentó dos solicitudes para posponer el juicio de divorcio, primero de enero a marzo y luego para después de marzo.

      Ralph, después de quitarme cerca de cuatrocientos mil dólares y de saber que no había más de donde sacar, me despidió como cliente. Quedé sin representación y con unos recursos que defender ante el tribunal, que Alejandro había introducido.

      Salí del despacho de Ralph y Kathy Griffith me recomendó a una abogada afroamericana a quien contraté en febrero de 2014. No era conocida, no podía confirmar con nadie su reputación ni calidad como abogada, pero fue todo lo que pude conseguir. Me gustó la idea de haber encontrado a alguien que no formara parte del “Club de los chicos buenos”, a alguien diferente.

      Yo no sabía en ese momento el juego que se jugaba en el Tribunal de Familia: quién era amigo de quién, quién tenía más o menos influencia política…

      Tan pronto como Lautner supo de mi cambio de abogados no quiso cambiar el juicio. Estaba obstruyendo su propio recurso. Llamó a mi nueva abogada e intentó convencerla de aceptar un acuerdo, un mal acuerdo. Su respuesta fue: dame la documentación de prueba y lo solucionamos.

      Cuando salí del bufete de Ralph, ya había contratado a un perito judicial para investigar las finanzas de Alejandro después de la separación. Debido al mal manejo de las finanzas por su parte, la abogada comenzó a sospechar y me refirió a un investigador bancario que podía dar con cualquier cuenta bancaria que Alejandro tuviera por sí mismo o con cualquier entidad. Y ¡bingo!, encontramos varias.

      Como no querían seguir adelante con el juicio, mi abogada accedió a la mediación. Yo no podía creerlo, porque ¿cómo podríamos tener una mediación real cuando estábamos perdiendo tantas partes en ese rompecabezas? ¡Pero fuimos!

      Anna, mi abogada, dijo que había propuesto a Raúl Flores como mediador, pero luego me enteré de que el abogado de Alejandro había hablado con Flores y supuestamente le había comentado acerca de “lo loca y difícil” que era yo. Una manera de ponerlo en mi contra.

      Flores era conocido por ser una pieza clave en el rompecabezas de la corrupción en el Tribunal de Familia del Condado de Harris (al cierre de este libro, todos estos personajes se hallan bajo investigación judicial).

      El día de la mediación, allí estábamos las mujeres contra los hombres. Mi marido, su abogado y el mediador eran todos hombres. El mediador, Raúl Flores, era de Cuba o al menos de ascendencia cubana. Recuerdo que se acercó y me comentó:

      —Alejandro está hablando de todos tus problemas.

      —¿En serio? ¿Por casualidad le habló de los suyos? Porque tiene cargos por agresión, estuvo en terapia para manejar la ira, tiene doble identidad en Venezuela, trato con prostitutas, pacientes muertos cuya historia médica ha encubierto… y más. Podríamos sentarnos aquí todo el día y hablar de ello.

      —No —respondió—, pero le dije que no se hace lo que él está haciendo: meter a su esposa en problemas. Me parece estar viendo la película…

      No sé si lo decía en serio o si aquello era una táctica para hacerme creer que estaba de mi parte.

      Pasó el día y, alrededor de las seis o incluso más tarde, llegó Flores con una propuesta de acuerdo. ¡Por supuesto, cuando todos estábamos cansados!

      No podía creer lo que estaba leyendo. No entendía en qué momento mi marido había concluido que yo era idiota, tonta, estúpida, bruta…

      Yo había dirigido todos nuestros negocios, tanto los del consultorio como los nuestros. Y, a pesar de eso, él pensaba que caería en su trampa.

      Flores me hizo la siguiente oferta: Alejandro se quedaría con el cien por ciento de su consulta médica y de nuestro edificio comercial, lo cual era mucho más del cincuenta por ciento de nuestro patrimonio. Del resto, yo obtendría el sesenta por ciento, lo que en realidad venía siendo el veinte por ciento del total patrimonial. Leí el documento, miré a Flores y dije:

      —¿Esto es el veinte por ciento?

      —¡No! —respondió.

      —Conozco mis matemáticas. ¿Por qué voy a aceptar el veinte por ciento de mi patrimonio cuando la ley me da derecho al cincuenta por ciento?

      Sin embargo, quería ponerle fin a todo aquello. Le pregunté si podía hacer cambios. ¡Dijo que sí!

      Empecé a trabajar en los cambios, ¡pero Flores entró y me informó que Alejandro se había ido!

      Alejandro siempre engañaba a la gente con dinero, ¿por qué esperaba un trato diferente? Había desfalcado a Wendy (una mujer que invertía en laboratorios de sueño) más de doscientos mil dólares. Ellos se habían asociado para hacer estudios de sueño en Dallas. Wendy no era médico; por lo tanto, no tenía la licencia. Alejandro volaba todos los jueves, leía los estudios y nuestro consultorio hacía la facturación. Cuando ella terminó el acuerdo, él nunca le pagó lo que era suyo.

      Lo mismo pasó cuando devolvimos la facturación a nuestro consultorio y terminamos el contrato con la compañía