Él decía que sabía mucho sobre ellos. Algo turbio habría por detrás que les resultaba mejor que no les pagaran. Mi marido era experto en conseguir que la gente le confesara sus problemas y algo más… y después resultaban víctimas de sus propias confesiones. Se había quedado con un montón de dinero perteneciente a otras personas. Su excusa: “¡Estoy cansado de que la gente se aproveche de mí!”.
Así, pues, fuimos al tribunal el 28 de marzo de 2014 para la resolución judicial del divorcio. Mi abogada estaba de acuerdo con el recurso de Lautner de posponer el juicio, pero Lautner estaba oponiéndose a su propio recurso.
Faltaba mucha información de parte de Alejandro y, con las propiedades aún sin vender, ¿cómo podría yo mantenerlas?
Entramos en la sala y la juez suplente estaba allí. La misma que permitió que mis hijos siguieran recibiendo visitas de Alejandro después de todas las declaraciones sobre prostitutas y drogas que había escuchado y la misma que había sido señalada por fraude en las donaciones de campaña. Esa juez siempre fallaba a favor de Alejandro, aunque los hechos en su contra fueran más que evidentes.
Después de que mis abogados mostraran pruebas de por qué necesitábamos más tiempo, ella dictaminó que nos divorciaríamos ese día.
Alejandro celebró con su abogado en los pasillos del tribunal. Yo no tenía ni idea de qué era lo que estaban planeando, pero debía ser algo donde yo estaba quedando muy mal.
Mi marido quería que yo quedara en quiebra, arruinada, en la cárcel y, de ser posible, en prisión.
Se suponía que volveríamos para nuestro juicio de divorcio a la una y media de la tarde. Lloré. ¿Qué iba a pasarme? Fui a la catedral a orar a la hora del almuerzo.
Cuando volvimos, la juez estaba de vuelta, pero no la juez suplente. Dijo que había tenido que ir al dentista durante la mañana por un tratamiento de conducto. Ella sí vio la evidencia: los inventarios en los que Alejandro había alterado las cifras en millones de dólares y las cuentas bancarias que no estaban en ningún documento de prueba y señaló: “Aquí se suman y se restan millones arbitrariamente. ¿Qué es esto?”.
La juez dictaminó retrasar el juicio de divorcio y él irrumpió en la sala insultando a mi abogada, a su abogado y a mí. También me acusó de abrir esas cuentas bancarias a su nombre para incriminarlo, como si yo fuera una especie de idiota que abre cuentas bancarias para esconder dinero y después contrata a un investigador para encontrarlas y entregarlas al tribunal.
Esa victoria dio una oportunidad a mi abogada para presentar un recurso pidiendo cambio de medidas provisionales para aumentar mi pensión compensatoria. Dos veces fuimos al tribunal, pasamos dos días completos en interrogatorios pero la juez no emitió su fallo. ¿Se estaba retirando y no quería meterse en eso o la habían comprado? ¿Quién?
Dos años más tarde, hacia mayo de 2016, Alejandro me dijo que un amigo le había presentado a un juez que había sido quien lo había ayudado. ¿Era para la audiencia sobre las drogas o la pensión compensatoria? ¿Era eso cierto o se trataba de que no quería decir que había pagado por ello? Pero cuatro años más tarde, a comienzos de 2018, afirmó que se había reunido a cenar con un juez que lo había conectado con mi abogado, ¡con mi abogado! Todo aquello grabado en video.
Después de dos audiencias sin decisión sobre el cambio de la pensión compensatoria, su abogado lo despidió. Terminó como yo, buscando un abogado a último momento y consiguió a un hombre sin escrúpulos en el verano de 2014.
Con el nuevo abogado, Alejandro no se presentó al tribunal nunca y era imposible hacer que cumpliera con ninguna orden del juez. ¿Qué pasaba con el sistema judicial? Debieron haberlo mandado a la cárcel muchas veces, pero la ley solo se aplica a los pobres o a los que tienen menos dinero. La gente rica —doctores, abogados, altos ejecutivos— pareciera regirse por un conjunto diferente de reglas que nadie sabe cuáles son. Ellos son los que supuestamente mantienen a sus familias y por eso se les trata distinto en el tribunal, incluso cuando eso pudiera significar dejar a sus familiares en la inopia.
Para el verano de 2014 contraté a mi tercer abogado. La situación con Alejandro y su nuevo abogado había empeorado a tal punto que ya no estaba pagando nada. Mi crédito estaba cerrado y no tenía dinero. La situación estaba tan mal que mi abogado decidió pedir un administrador judicial y nos fue concedido. Pero el juez cambió nuestra elección de administrador judicial por uno desconocido. Alejandro y su abogado no estaban allí. Sin embargo, fue curioso que el administrador judicial trabajara en el mismo edificio del abogado de mi marido. La idea era congelar sus cuentas y asegurarse de que a los niños y a mí nos pagaran, lo cual nunca ocurrió.
A lo largo de esta batalla, yo iba a ir a juicio en el Tribunal Federal. Pero cada tres meses el juicio se aplazaba. Solo me reunía con mis abogados penales cada tres meses cuando la fecha del juicio estaba cerca o teníamos que ir al tribunal. Siempre había una excusa del fiscal o de mi abogado para mover el juicio.
Cada tres meses preguntaba dónde estaba el registro de vuelo, el manual de los empleados de la línea aérea y todo lo demás. La respuesta siempre era la misma: “Vienen en camino”.
El tiempo pasó y el caso no fue desestimado. Supe que Cathy Bivona visitaba el Tribunal Federal a menudo, asegurándose de que el caso no fuera descartado.
En enero de 2014 tuve mi primera comparecencia ante el tribunal con el nuevo fiscal y, por supuesto, este solicitó posponer el juicio de nuevo. Me presenté en el tribunal con mi abogado y Haager, el nuevo fiscal, no apareció. Otro fiscal tomó su lugar mientras Haager estaba en otro juicio. Se trataba del que había rechazado el caso al inicio, cuando se lo presentaron; después se lo iban a dar cuando el fiscal original se retiró. Él quería desestimar el caso, pero no se lo permitieron. ¿Casualidad? Uno más de esos asuntos de último minuto que hacían pensar: “¿Qué hay detrás de todo esto?”.
Después de la audiencia, estábamos esperando el ascensor los tres: el fiscal, mi abogado y yo, cuando el fiscal le preguntó a Shafit:
—¿Así que este ha sido el caso de Haager desde el principio?
—No. Fue el caso de Kevin Decann —respondió Shafit.
El rostro del fiscal mostró desaprobación y agregó:
—¿Así que Decann hizo esto? ¡Increíble! —dijo mientras movía la cabeza de un lado a otro en gesto de desaprobación.
Podía percibir cuál era el sentimiento con respecto a mi caso en el Tribunal Federal. Shafit, por su parte, comentó que el nuevo fiscal tampoco estaba interesado en ese caso tan tonto; después de todo, él trataba con ladrones de bancos, esa era su especialidad.
En octubre de 2014, más de un año después de la acusación formal, no me sentía segura con mi caso. Y las palabras de mi hija seguían resonando en mi mente: “Ten cuidado, mami. Él es amigo cercano de los abogados de papá”.
Sentía como si Shafit hubiera perdido el interés en el caso. Al principio estaba todo emocionado y listo para enfrentarlo con ideas sobre qué hacer, cómo presentar mi defensa, quién debía ser interrogado y qué evidencias necesitaban solicitarse. Pero ahora veía cómo no le interesaba ni tenía más ideas; yo sentía que iba con la corriente. Los documentos requeridos nunca llegaban a su despacho. Ese era el punto que más me preocupaba. En un momento llegué a imaginarme que nunca los había pedido. Y en realidad nunca los pidió. Sentí como si estuviera listo para dejarme ir, como si yo estuviera siendo una víctima en un ritual de sacrificio.
Alrededor de esa época conocí a una increíble y hermosa joven nativa de Houston. Se trataba de alguien que conocía a todos en la ciudad. De hecho, Eloise conocía a mucha gente en Houston. En esa ocasión, hablábamos acerca de contratiempos en la vida y de repente me sentí lo suficientemente cómoda como para contarle lo que me estaba pasando.
Después de terminar mi historia, Eloise actuó de una manera muy normal, para mi sorpresa, y me preguntó quién era mi abogado. Se lo dije:
—Shafit, Cameron Shafit.
—¡Oh! ¡No, no, no!