Carmen María Montiel

Identidad robada


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me decía que sí lo era.

      Era septiembre de 2014 y, aunque se suponía que iba a ir a juicio en octubre, ya se me había informado que el juicio no tendría lugar.

      CAPÍTULO 4

      De regreso con Dios

      Todo lo que yo hiciera, bueno o malo, Alejandro lo utilizaba en mi contra.

      Esa es una de las tantas tácticas del maltratador: decir o hacer sentir a su víctima que nada de lo que hace está bien hecho.

      No tenía idea de lo mucho que me irritaba. Me molestaba, y mucho. Era algo que me afectaba sin darme cuenta.

      Soy católica practicante e incluso eso era causa para sus comentarios denigrantes.

      —Lo único que tú sabes hacer es darte golpes de pecho. Ustedes los católicos y todos los que andan en plan “¡Dios, Dios!” son unos hipócritas. En cambio, mírame a mí, yo soy realmente un buen hombre. Soy un doctor, salvo vidas y cuido a la gente todos los días. ¡Yo —y se daba golpes en el pecho—, yo si soy un buen hombre!

      Cuando por casualidad me acompañaba a misa con los niños, algo que solo hacía después de una de esas peleas agresivas, salía de misa burlándose, cuando no lo hacía durante el propio servicio religioso. En consecuencia, ocurrió lo inevitable: limité mi presencia en la iglesia y me distancié de ella.

      Seguía yendo a misa algunos domingos, aunque no todos. Solo lo hacía para mantener a mis hijos dentro de la fe. Para que tuvieran respeto y temor de Dios. Sin embargo, él seguía burlándose de mí, incluso delante de los niños.

      Alejandro se había transformado hacia el final del matrimonio. Me costaba mucho reconocerlo. Hablaba durante horas de cosas que no tenían sentido. Podía pasar muchísimo tiempo tocando los temas más extraños y yo tenía que quedarme sentada escuchándolo sin poder moverme, pues, según él, lo que estaba diciendo era de extrema importancia. Decía cosas como: “Yo he matado a mucha gente en mis vidas anteriores”. O también: “En mi próxima vida seré un iluminado, porque ya he pasado por todas las etapas de superación. Ya llegué al nivel máximo en la reencarnación”.

      Mi marido nos había perdido el respeto a mí y a nuestra familia. Durante un tiempo tuvo cuidado de que nadie supiera sobre sus infidelidades, pero ya no le importaba. Ya hacía comentarios abiertamente, incluso frente a los niños, que tenían que ver con sexo y mujeres. Hablaba en público de aquellas con las que había tenido relaciones sexuales, lo cual me avergonzaba muchísimo. “Sí, yo tuve sexo con Rudy (una actriz venezolana)”, decía una y otra vez. Pero su fascinación era sacar las revistas de mi época de Miss Venezuela y del tiempo en el cual trabajé en el canal televisivo Venevisión, en fin, de mi época de éxito y gloria. Empezaba a mostrárselas a la gente, pasaba las páginas y decía: “A esta me la cogí, y a esta y a esta…”, todo eso delante de mí.

      Llegó tan lejos que llevó mujeres al garaje de mi casa estando mis hijos dentro de ella, con la esperanza de hacerlas entrar mientras yo estaba de viaje, solo que los niños estaban allí y se dieron cuenta. Alexandra, la mayor, incluso vio a una de esas mujeres.

      En una oportunidad, Alejandro regresaba de cenar con “el ladrón” —tengo un capítulo dedicado a él—. Lo había llevado de regreso y luego se bajó del auto y se puso a caminar por la casa en busca de un momento oportuno para colar a la mujer. Alexandra sintió que sucedía algo anormal y decidió bajar las escaleras para ver por qué su padre llevaba cerca de veinte minutos caminando por la casa, cuando había dicho que iba a la farmacia. Mi hija se sorprendió mucho al ver a una mujer de cabello negro dentro del auto de su padre. Apenas Alejandro se dio cuenta de que Alexandra la había visto, salió de la casa corriendo, se subió al carro y se fue. Una de las muchachas de servicio también vio a la mujer dentro del auto. Quién sabe si logró llevar a algunas a la casa en ausencia mía y de los niños. Quién sabe…

      Hacia el final de mi matrimonio, veía y sentía que mi esposo me miraba a veces con desprecio, otras con mucha rabia. Su mirada había cambiado, no era la misma. Muchas veces sentía que se había vuelto diabólica. En más de una ocasión pensé: “Así debe ser la mirada del diablo”. Ya no era la mirada del hombre dulce y encantador del que me había enamorado. Muchas veces lucía desorientada y diferente. Ya no era él. ¿Dónde estaba mi amor?

      A pesar de todo aquello, yo estaba desesperada por solucionar la situación y hacer que todo funcionara, por el bien de mis niños. Pensaba que podía recuperar a mi esposo, hacerlo darse cuenta de lo equivocado que estaba y de que andaba por un camino de destrucción… un camino que podía conducir a que todo se acabara.

      Alejandro se hacía pasar por víctima, por quien no había hecho nada o lo había hecho por accidente, por quien no hacía nada a propósito. Me hacía sentir que yo era la culpable, la que lo llevaba a hacer lo que hacía o la responsable de haber hecho cosas que él bien sabía que yo nunca había hecho. A menudo me parecía que me estaba volviendo loca. Estaba tan confundida que no sabía qué creer. Estaba tan concentrada en hacer que aquello funcionara que muchas veces, para mejorar la situación o evitar los golpes, simplemente lo dejaba pasar. Quería, por sobre todas las cosas, salvar a mi familia.

      Siempre he sido creyente. Creo en Dios y en su creación. Creo que todos somos hijos de Dios. Alejandro cree en la evolución y para él no hay nada después de esta vida. Muchas veces las discusiones eran sobre este tema: ¿nos creó Dios o venimos del mono? Las peleas comenzaban a subir de tono por tratarse de dos visiones diametralmente opuestas. Finalmente yo decía: “Está bien, tú vienes del mono y a mí me creó Dios”. Luego de eso, me levantaba y me iba. Esa era el modo de evitar el conflicto, pues esos altercados estaban destinados a salirse de rango.

      Sin embargo, cuando mi marido tenía problemas, me pedía que rezara por él y que encendiera una vela para que Dios o los santos me escucharan y lo ayudaran. Él veía que yo hacía eso; que, dentro de mis creencias, rezaba, prendía velas y formulaba peticiones, de modo que me utilizaba como intermediaria. Y así lo hacía. Aunque no creía en Dios, los santos o la vida después de la muerte, cuando quería que lo escucharan, respetaran y le creyeran, utilizaba el nombre de Dios. Su hipocresía no tenía límites.

      Muchas veces, cuando iba a misa, sentía como si el sermón estuviera dirigido a mí en exclusiva. Pero nunca como el domingo ulterior al 6 de junio de 2013, fecha del incidente del avión. Mis sentimientos por Alejandro ya venían en caída libre como resultado de sus acciones. Sabía que el amor se estaba acabando. Ahora bien, en ese avión, cuando él hizo lo que hizo, aquello fue como si me hubieran abierto el pecho y como si el poco amor que me quedaba por él hubiera sido extirpado quirúrgicamente en un segundo.

      Ese domingo me había levantado y les había dicho a los niños: “Vamos a misa, prepárense”. Me dirigí solo a mis hijos, no le dije nada a él. No pensaba que iría después de todo. ¿Para qué? ¿Para burlarse de mí, del cura, del oficio religioso? Si su padre aplaudía los ataques de los musulmanes a los cristianos, ¿qué podía esperar yo? Él, sin embargo, me oyó y se arregló rápidamente para irse con nosotros.

      Llegamos a misa y mi marido se reía y hacía chistes para distraer a todos, mostrando una total falta de respeto. Yo sabía que estaba tratando de que yo no pusiera atención, de que no escuchara el sermón… Aquello era un acto del mal.

      Estaba molesta y avergonzada con su actitud, pero decidí ignorarlo y seguir poniendo atención a las palabras del sacerdote. En ese momento el padre dijo: “Dios nos envía mensajes o avisos y hay que entenderlos en cada situación: si se trata de cambiar de trabajo, de mudarse a otra ciudad o de poner fin a un mal matrimonio…”.

      Yo escuchaba con atención, pero miraba al piso, tratando de ignorar a Alejandro, quien se estaba burlando de las imágenes del viacrucis, pero cuando escuché al padre decir “para poner fin a un mal matrimonio” alcé la mirada y comencé a ver y a escuchar al sacerdote con mucha más atención, ya que hablaba de divorcio.

      “¿Divorcio? —pensé para mis adentros—. El padre está aceptando que hay momentos en los que hay que divorciarse”.