Carmen María Montiel

Identidad robada


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que estar atentos. Dios nos puede enviar un par de mensajes. Puede que dejemos pasar el primero y el segundo, porque no los reconozcamos, pero en algún momento dejarán de llegar. Es como la historia del náufrago. Ustedes saben que él rezó y le pidió a Dios ayuda cuando estaba en medio del agua, a la deriva, pero murió, y cuando llegó al Cielo le preguntó a Dios: ‘Pero si recé y pedí por tu ayuda, ¿por qué estoy muerto?’. La respuesta de Dios fue: ‘Te envié un tronco y lo dejaste pasar, te envié un helicóptero y lo dejaste pasar, te envié un barco… Te envié ayuda de muchas formas, pero no tomaste ninguna. Todas las dejaste pasar’”.

      ¡En ese momento entendí! Fue como si acabara de despertar y de abrir los ojos. Todo eran avisos de Dios y hasta entonces no había entendido.

      Mi marido llevaba tiempo haciéndome daño. Fue metiéndome en problemas poco a poco y cada uno era peor que el otro, pero yo seguía tratando de arreglar mi matrimonio y salvar a mi familia. Ahora bien, ¿estaba en realidad salvándonos o nos estaba poniendo en riesgo?

      Acababa de ocurrir lo del avión, que podría ser el peor de todos los peligros. “¿Qué estoy esperando? —pensé dentro de mí—. ¿Y si este es el último mensaje que Dios me está enviando? Este sermón de hoy está dirigido a mí. Vine porque tengo que salir de este matrimonio y puede que este sea mi último aviso”.

      Mientras escuchaba el sermón y lo analizaba, Alejandro intentaba distraerme. Se burlaba de los vitrales de la iglesia. Yo lo miré con desdén y seguí prestándole atención al sacerdote. Sin pensarlo, comencé a llorar. Y a pesar de que intenté secarme las lágrimas con rapidez, mis hijos se dieron cuenta y me abrazaron.

      La distancia y el silencio entre Alejandro y yo crecía cada día más. Finalmente entendí que tenía que salir para siempre de ese matrimonio. ¿Pero cómo? Tenía que encontrar la manera. Él me había atrapado y me tenía amedrentada. Su trato agresivo hacia mí había empeorado después del incidente del avión, en junio de 2013, y de lo que había ocurrido en Colorado a finales de 2011, como explicaré en detalle más adelante. Luego de eso, él sentía que me tenía en sus manos. Ahora estaba a su merced.

      Me maltrató más que nunca verbal, mental y físicamente. Yo trataba de mantenerme alejada de él, ya que sabía que el mensaje de Dios (lo ocurrido en el avión) podría haber sido el último.

      En julio de 2013 me pegó por última vez y fue la primera ocasión en la cual la policía lo detuvo solo a él. Fue como si Dios hubiera puesto a esos agentes allí. Por primera vez los dos policías que fueron a la casa eran por completo diferentes a los anteriores. Nunca antes habían ido, así que no llegaron influidos por lo que Alejandro hubiera podido decirles. Estos, de entrada, calibraron qué tipo de persona era. Querían buscar y encontrar más pruebas para poder acusarlo. Percibieron que estaba totalmente ebrio y quién sabe si algo más, así que requisaron todo. Me preguntaron dónde estaban sus pertenencias. Yo apunté hacia donde guardaba sus medicinas, pero él, sabiendo que la policía vendría, lo había limpiado todo. Al día siguiente de habérselo llevado, encontré un bolso lleno de medicinas escondido entre la vajilla. Eran medicamentos que él mismo se había prescrito bajo seudónimos como Eduardo Martínez o usando el nombre del socio para recetarse a sí mismo. Alejandro siempre mantenía talonarios con el nombre de su socio para emitir récipes médicos que usaría para sí mismo.

      Ese lunes, con mi marido en la cárcel, introduje la demanda de divorcio por segunda vez y estaba lista para sacarlo de la casa por medio del tribunal. Por fin había entendido que Dios estaba con mis hijos y conmigo y que el mal sería finalmente eliminado de nuestro hogar. Durante mucho tiempo había sentido esa presencia negativa en mi casa y en mi vida.

      Con Alejandro fuera de casa, me sentí capaz de encender velas y de poner un altar en la entrada con san Miguel Arcángel, el Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen María y otras imágenes. Empecé a rezar todos los días muchas veces y a leer la Biblia con la ayuda de mi amigo de la infancia Gustavo Hernández. También empecé a rezar el rosario a diario. Necesitaba apartar el mal de mi vida, de mi hogar y de mis hijos. Sin embargo, el daño ya estaba hecho: nunca imaginé que me impondrían cargos por el incidente del avión cuando llegaron a buscarme a casa. No obstante, mi fe no había sido tocada por lo ocurrido. Confiaba en que Dios me sacaría triunfante de todo aquello, me ayudaría y me daría fuerzas para enfrentar la lucha, como en efecto ocurrió.

      Todos los días rezaba con fe y entregaba mi vida y la de mis hijos a Dios. La prueba más fiel de que Él estaba conmigo tuvo lugar cuando, en el despacho de mis abogados, cometieron un error al entregar la primera documentación de prueba en el proceso de divorcio. Era una cuenta bancaria, la única con la que contaba para mis gastos. Yo les pregunté cuánta documentación de prueba había que entregar, ya que aquella era mi primera experiencia en esa materia. Ellos me dijeron que no me preocupara si había algo que no tuviera, porque se podría entregar más adelante. Así que les solicité que esa cuenta en específico la dejaran para después. ¡Pero no! La entregaron con la primera documentación de prueba. Me asusté y me frustré. Temía que Alejandro vaciara esa cuenta y me dejara sin dinero para afrontar los gastos de mis abogados.

      Siempre he sido muy organizada, anoto las cosas que tengo que hacer. Y más entonces, que debía entregar documentos, concertar o tener citas con abogados, ir a tribunales y estar preparada para hablar con quienes llevaban mi defensa. Para ello debía tener siempre listo cada punto de los que quería tratar con ellos.

      Un día estaba revisando los apuntes de lo que tenía que hablar con mi abogado cuando de repente vi que en medio de la nota podía leerse: “Dios quería que así fuera”. No podía creer lo que veía. Me salí de la nota, volví a entrar y todavía estaba. Sabía que yo no había escrito aquello. En ese momento supe que el tiempo me daría la respuesta y ese mensaje sirvió para tranquilizarme.

      No fue hasta año y medio más tarde, en 2015, cuando Alejandro introdujo una demanda ante el tribunal acusándome de fraude, falsificación y robo, todo basado en esa cuenta bancaria, cuando finalmente pude entender el mensaje de Dios. Debido a que la cuenta se mostró al principio, nunca pudo acusarme de intentar encubrir algo. Pero aquella no fue la única señal. De pronto comencé a recibir mensajes en mi celular con salmos y otros textos de la Biblia. Cada uno me daba lo que necesitaba para el día. Esos mensajes me ayudaron a sanar y a adquirir fuerza.

      Nunca me había inscrito en ningún servicio bíblico, por eso no esperaba recibir esos textos. A medida que fue pasando el tiempo y fui recuperando mi fuerza física y mental, los mensajes dejaron de llegar…

      Un gran amigo, mi amigo de la infancia, me ayudó a reconectarme con Dios. Todas las noches, a través de Skype, nos conectábamos a leer la Biblia y a rezar el rosario. Gustavo siempre fue un hombre de fe y me explicó muchas cosas que había olvidado o que nunca había visto de esa manera. Aquello se convirtió en una rutina diaria que implicaría una nueva forma de vida que nunca debí haber abandonado.

      Mientras oraba y pedía que la verdad saliera a la luz, fui limpiándome internamente. Me pregunté qué podría haber hecho para merecer aquello, aunque nadie debía merecer nunca algo así. Dios no castiga a las personas. Sin embargo, asumí que aquella era una oportunidad para ser mejor. También le pedí a Dios que me utilizara como herramienta si mi experiencia pudiera ayudar a otros.

      Comencé a notar cómo, cuanto más fuerte era mi fe, mejor era todo. Por supuesto, todavía era difícil, pero ya no parecía imposible, como pensaba al principio. Mi casa, que se había llegado a convertir en un lugar que me infundía miedo, ahora era mi templo y me sentía segura dentro de ella. Estaba tranquila y mis hijos también.

      Aprendí a orar de muchas formas diferentes. Establecí una relación con Dios como nunca la había tenido antes. Comencé a hablar con sabiduría. Estaba impresionada de mí misma. Aquella persona que dudaba incluso de salir a la calle y que sentía temor hasta de su propia sombra ahora sentía que, mientras Dios estuviera de su lado, estaría protegida y segura. Ya no tenía miedo. La fe me dio fuerzas y las utilicé para tomar muchas decisiones. Con esa fe pedía a Dios en mis oraciones que me diera respuestas y confiaba en que lo que me venía a la mente era enviado por Dios. Y cada decisión tomada fue la correcta.

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