Скачать книгу

que lo hiciera.

      Estuve en la sala de emergencias durante horas: radiografías, exámenes y ocho puntos en la frente, justo en el nacimiento del cabello.

      Theresa nos llevó a ambos a casa. El dolor me estaba matando. Me fui a la cama y mi amiga remojó mi suéter en agua. Estaba lleno de sangre.

      Tomé sedantes y logré dormir, pero cuando desperté al día siguiente y vi mi cara en el espejo tuve miedo. Estaba completamente desfigurada.

      El accidente fue mencionado en las noticias esa noche. Mis amigos me lo informaron el lunes, cuando me presenté a clases con una boina para cubrir la herida en mi frente.

      Yo era la directora de la estación de noticias de la universidad y muchas veces filmaba en los alrededores del campus. Un día, mientras miraba el lente de una cámara de televisión, una chica, compañera de estudios, percibió el terrible moretón en el lado izquierdo de mi rostro. El hematoma de la frente había descendido y se hallaba ahora en la parte inferior de la mejilla y en el cuello.

      —¡Dios mío! ¿Quién te está golpeando? —me dijo.

      Le expliqué lo que había sucedido. Nunca imaginé que esa posibilidad se convertiría en realidad más adelante…

      El hematoma seguía bajando al mismo tiempo que iba desapareciendo, hasta tal punto que parecía un chupón en el cuello, de modo que ¡todo el mundo, en la escuela y en el gimnasio, comentaba que tenía un hickey! Aquellos eran los únicos dos lugares que frecuentaba en la ciudad universitaria. Estaba avergonzada, pero ¿qué podía hacer? Después de todo estaba casada, así que, si era un hickey, ¿qué importaba?

      Gracias a Dios, el concurso me había enseñado a enfrentar acusaciones falsas, algo que soportaría más adelante en mucho mayor escala mientras protegía a mis hijos.

      CAPÍTULO 6

      “Miss Simpatía”

      Era un día como otro cualquiera, igual de aburrido. Y ella ahí, encerrada, como siempre, entre aquellas cuatro paredes blancas que ya estaban amarillas y curtidas, en aquel cuartucho sin ventanas que parecía más un cubículo que una oficina.

      Todos los días se preguntaba qué había pasado con aquella muchacha guapa, rubia y popular del bachillerato. En el anuario habían escrito acerca de ella que era “la que más posibilidades tenía de ser exitosa”. Siempre bella, siempre la reina de la escuela. “¿Y ahora qué? ¡Si me vieran mis compañeros!”, se decía mientras miraba aquel traje suyo, que parecía más gris que negro.

      “Sí, soy agente del FBI, pero no tengo ningún cargo importante. Soy una rata en este hueco”, pensaba.

      Odiaba su trabajo, cada día un poco más. No había nada que hacer en aquella pequeña oficina ni nadie con quien hablar. Lo único que hacía era comer, lo que había contribuido a que aquella joven y popular figura hubiera desaparecido con el tiempo.

      Houston no era importante ni para los terroristas. No aparecía siquiera en el pronóstico del tiempo, donde se informaba acerca de las condiciones meteorológicas en las ciudades más importantes del país.

      Ella misma había pedido aquel puesto, porque le permitía trabajar en bienes raíces. Se debatía internamente ante su situación. No había logrado destacarse dentro de la agencia.

      Cada día transcurría igual que el otro. Ningún acontecimiento, nada que la hiciera sentir como una verdadera agente del FBI. Tanto estudio, esfuerzo y entrenamiento para nada. Estaba reducida a un lugar recóndito en el aeropuerto, donde nadie sabía de su existencia.

      Sin embargo, ese jueves, al llegar al trabajo, había encontrado el informe de un incidente en un vuelo durante la madrugada. El avión había llegado a Houston cerca de las cuatro de la mañana. “¡Al fin algo! —se dijo—. Por fin tengo algo que hacer. Espero que sea sustancial. No debe haber sido nada grave —pensó—, ya que no me llamaron a esa hora. Tan solo dejaron el sobre en la puerta”.

      Tener que estar disponible a cualquier hora era el único requerimiento de su trabajo que la hacía sentir como una agente del FBI.

      Revisó el informe. Hablaba de un altercado conyugal en un vuelo de Houston a Bogotá. Pero el vuelo había regresado a Houston. Aquello no tenía sentido. ¿Habían devuelto el avión por un altercado conyugal?

      La mujer, que viajaba con su esposo y una hija de catorce años, había sido detenida, pero el capitán de la aeronave no había presentado cargos. ¿Por qué?

      La mujer había sido entregada a la Policía de Houston. ¡Un caso civil se había sido convertido en un caso penal! ¡Eso era ilegal! La policía la acusó de embriaguez en lugar público. ¿Cómo, si se hallaba en un avión?

      El informe decía que ambos, ella y el esposo, habían estado bebiendo. Entonces, ¿cómo es que solo ella había terminado siendo detenida? Y si estaba borracha, ultimadamente, era responsabilidad del sobrecargo no servirle alcohol como para que alcanzara el estado de ebriedad.

      La mujer, de unos cincuenta y dos kilos, había sido detenida por el sobrecargo, pero ¿por hacer qué? Mientras más leía, más preguntas se formulaba.

      Pero su mente se escapaba del tema. Una mujer con una hija de catorce años que aún pesaba cincuenta y dos kilos. ¡Si ella tan solo hubiese podido mantener ese peso!, pensaba. “Si hubiese mantenido mi cintura y mi hermoso cabello rubio…”.

      De repente, bajó la vista para ver que su cintura se había ensanchado al punto de tener una protuberancia perceptible debajo de aquel traje negro barato de pantalón y chaqueta. Lo único que aún brillaba de su reluciente pasado era el cabello… ¡y tan solo un poco!

      Decidió investigar a aquella mujer y entró a internet. ¡Oh, sorpresa! Encontró páginas y páginas con información, fotos, historias, artículos de prensa y de revistas. Había sido Miss Venezuela, Miss Sudamérica y segunda finalista en el Miss Universo en 1984. “¿Y aún pesa tan poco? ¡Guao!”, se dijo a sí misma. También había sido una exitosa periodista, ancla de noticias, con sus propios programas de televisión y casi treinta años después aún era hermosa, se mantenía muy bien.

      Continuó leyendo y vio que era activa en el mundo de la filantropía, no solo en Houston, también en Venezuela, Perú y Ecuador. Había sido reconocida en esos países y en Houston por su labor. Diferentes organizaciones de caridad le habían otorgado premios por su dedicación.

      Era una figura pública y muy activa en las redes sociales. Tenía Twitter, Facebook, Instagram, así como muchos seguidores. Le escribían palabras de admiración como si hubiera sido ayer cuando ganó la corona. Había logrado sembrar respeto y admiración en muchas personas… ¿y ahora esto?

      La agente vio un sinfín de fotos de ella con sus hijos; se notaba que era una madre dedicada. Tenía tres hijos y aún se mantenía joven. Había fotos en la playa. Su cuerpo no mostraba señales de sus embarazos, tenía un cuerpo sano… “¿Cómo lo ha logrado?”, se preguntaba la agente internamente.

      No entendía. Parecía que se tratara de dos personas por completo diferentes. “¡Pero miren a Doña Perfecta!”, pensó. “¿A que consigo información negativa sobre ella?”, se dijo.

      Al investigar, leyó el informe del vuelo. El avión en el que volaban a Bogotá había regresado a Houston, pero por mal tiempo; aquello no había tenido nada que ver con la mujer. “Bueno, eso no lo tiene que saber nadie”, pensó.

      Como era agente del FBI, tenía acceso a información que nadie más poseía y… ¡bingo! Consiguió unos expedientes de ella en Colorado. La denuncia la había puesto su esposo, acusándola de tener problemas mentales y diciendo que había sido agredido por ella. El marido tenía las mejillas rojas. “Pero si estaban esquiando, era normal que las tuviera rojas”, pensó.

      Siguió su investigación y percibió que nada de esto se había sabido, que la mujer continuaba teniendo el respeto y la admiración de muchos. “¿Pero y si esto sale a la