Carmen María Montiel

Identidad robada


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nuestra cabellera era impecable. Mis hermanas y yo teníamos y aún tenemos hermosas y largas cabelleras. Las de mis hermanas eran doradas.

      Esta chica, por su parte, tenía el pelo negro y corto, apenas le llegaba a los hombros. Me halaba el cabello siempre y, cuando volteaba a verla, actuaba como si no hubiera hecho nada. Al principio, eso ocurría solo cuando estábamos sentadas en clase, pero aquello fue avanzando hasta que empezó a halarme el pelo cada vez que me pasaba al lado. En una ocasión le pedí que se detuviera, pero su respuesta fue: “¿Qué? ¿Yo qué hice?”.

      Mi papá siempre tenía la solución para los problemas de todos nosotros. Le conté lo que me estaba sucediendo y le dije que ya le había dicho que parara, pero que ella siempre actuaba como si no estuviera haciendo nada. Él me respondió:

      —Mi amor, háblale del problema primero a tu maestra y, si el problema persiste, dile a la directora, pero comienza con la maestra.

      Gracias a él aprendí a solucionar las cosas pacíficamente.

      Hice lo que me aconsejó: hablé con la maestra, pero el problema continuó. Fui a la directora y nada. Por el contrario, los tirones de cabello fueron cada vez peores. Le dije a mi papá:

      —Papi, hice lo que me dijiste, pero el problema está empeorando.

      —¡Bueno, mi amor! Ya hiciste lo correcto: le hiciste saber a la maestra y a la directora lo que está pasando; también hablaste con la niña y no se soluciona el problema. Así pues, ahora tienes que tomar las cosas en tus manos. La próxima vez que te tire del pelo, se lo vas a halar de vuelta, pero mucho más fuerte de lo que ella te lo haya hecho antes.

      ¡Y así fue! Unos días después, a la hora de salida, mientras hablaba con unas amigas, la niña pasó por mi lado corriendo y me tiró del pelo. Dejé caer mi mochila y me fui corriendo a perseguirla. Ella no se dio cuenta de que yo la seguía ni de que subía las escaleras en plena carrera. La seguí y, justo en medio de la escalera, le agarré el cabello y halé con tanta fuerza que su cabeza se dobló hacia atrás. Me di la vuelta y me fui a recoger mi mochila. Ese fue el último día en que me tiró del pelo.

      Dos años más tarde enfrentaría otro desafío. Fue el año en el que empecé a sufrir de asma. Falté un montón de días al colegio y la maestra incluso me advirtió que no faltara a más días de clase porque perdería el año escolar.

      Una mañana, justo antes de irnos a la escuela, estaba sentada en la sala arreglando mis libros cuando de repente sentí los tacones de mamá, que venía bajando las escaleras. Me asusté, porque a esa hora yo ya debía estar lista y aún no había desayunado, así que corrí hacia la cocina, pero mis pies se enredaron, me deslicé sobre el piso de granito pulido, volé y caí, pegando la cara contra la pared. Sentí el golpe y el ruido cuando mi cara tocó la pared de hormigón. Pude haberme golpeado directamente el rostro, pero alcancé a girarlo y me golpeé en el lado derecho.

      Mi padre estaba en su estudio y salió corriendo cuando sintió el golpe. Mamá bajó en segundos las escaleras. Ahí estaba yo llorando tirada en el suelo, medio doblada entre el piso y la pared. Mi cara estaba roja como un tomate y me moría del dolor.

      Mi papá bien pudo haber sido médico. Se acercó, me tocó la cara y la palpó para asegurarse de que no hubiera huesos rotos. Luego de examinarme, dijo:

      —No tienes fractura.

      Esa era la preocupación, que me hubiese fracturado la cara. Sin embargo, llamó a Filiberto. Filiberto Visconti era su amigo de la infancia y además era médico asimilado a las Fuerzas Armadas.

      Escuché a papá responder lo que debían ser las preguntas de Filiberto (Fili, como lo llamábamos nosotros). Luego de colgar, papi regresó y me informó:

      —Todo está bien, pero no puedes ir al colegio.

      —¡No! No puedo perder otro día de clases, perderé el año —dije—. Tengo que ir.

      —No puedes. Además, tengo que llevarte a que te tomen una radiografía, aunque sé que no hay nada roto.

      —¡No! —lloré más fuerte—. Voy a perder el año. ¡Tengo que ir!

      Mi mamá se fue con mi hermana y mi papá se quedó conmigo. Me puso hielo y se aseguró de que todo estuviera bien.

      —Papi, tienes que llevarme. ¡Por favor!

      Papá volvió a llamar a Filiberto. Debía ir a hacerme una radiografía en la tarde.

      —Papi, por favor, llévame al colegio; voy a perder el año.

      En cuanto vio que yo estaba relativamente bien, me llevó a la escuela con una bolsa de hielo e indicó que debía recibir hielo fresco cada vez que fuera necesario.

      Llegué al colegio un poco tarde, perdí la hora de la misa (teníamos misa todos los días antes de comenzar las clases) y el aula estaba cerrada. Me senté afuera con la bolsa de hielo en la cara y esperé a que volvieran al salón. Pude hacerme una idea de lo mal que me veía con solo ver las caras de impresión de todas cuando me vieron.

      —¿Qué pasó? —preguntó la maestra mientras mis compañeras manifestaban su asombro y su impresión. Siendo niñas, como dije antes, no tenían filtro y sus rostros horrorizados no eran capaces de disimular.

      —Me caí y me golpeé contra la pared.

      —¿Pero qué haces en el colegio? No deberías estar aquí —dijo la maestra.

      —Usted dijo que si faltaba un día más perdería el año, así que no puedo faltar a la escuela.

      —Sí, es cierto, pero esto no está bien; tienes que volver a casa. Si estás mejor mañana, vendrás, pero no vas a perder el año por hoy.

      Me llevaron a la oficina de la directora y mi mamá fue a buscarme. Por la tarde me llevó a la clínica a sacarme las radiografías. Pese a que no había huesos rotos, prácticamente todo mi rostro adquirió un tono morado muy desagradable de ver.

      Durante más de un año tuve un coágulo de sangre dentro de la mejilla que se sentía como una roca. Me preocupó mucho al principio. Me llevaron a consulta con la tía Gladys, mi pediatra, y ella emitió su diagnóstico. ¿Qué hacer? Nada. Se disolvería por sí mismo con el tiempo, como en efecto ocurrió.

      Años más tarde, mi rostro casi se desfiguraría cuando mi esposo se saltó una luz roja a fines de otoño en Tennessee.

      Manejar de manera irresponsable o peligrosa es una de las tantas formas de maltrato y control del agresor.

      Era casi invierno y llovía con un poco de hielo. Habíamos salido a cenar un sábado por la noche cuando Alejandro se saltó la luz roja.

      —¿Qué? ¿Qué estás haciendo?

      —¡Ah! Tranquila, Carmen.

      Así era él, rompía las reglas para ver hasta dónde podía llegar. Con el tiempo entendí que sentía placer. Pero no solo arriesgaba su vida, también la mía.

      Mi marido pensó que había eludido con éxito la luz cuando de repente apareció una camioneta pick up frente a nosotros. En su intento de ver hasta dónde podía llegar, esta vez había traspasado el límite.

      Con aquellas condiciones climáticas, los frenos no funcionaron y chocamos la camioneta, una pick up grande.

      Al momento del impacto, me golpeé contra el parabrisas. No dolió en ese instante, pero el olor a hierro comenzó de inmediato y comencé a sentir un líquido caliente rodando por mi cara.

      Miré hacia abajo y vi que estaba llena de sangre. Empecé a gritar.

      —¿Qué? ¿Qué me está pasando? —decía.

      Alejandro me empujó hacia el asiento y tocó mi frente.

      —Está bien, Carmen, no tienes fractura.

      —¿Qué? ¿No tengo fractura? ¿De qué hablas?

      En minutos estábamos rodeados de gente,