Carmen María Montiel

Identidad robada


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no contestaba su celular. Exigió hablar con ella. Le entregué el teléfono a mi hija.

      —Papi, el doctor dijo que tengo que quedarme con mi mamá —le escuché decir. También pude oír sus gritos del otro lado del teléfono.

      —De acuerdo, papá, así van a ser las cosas. ¡Te quiero!

      Pero él ya había colgado.

      La madre de una de las amigas de Alexandra llegó a la casa. Era con esa familia donde mi hija se quedaba con más frecuencia cuando estaba viviendo con su padre. De hecho, pasaba más tiempo en la casa de esa amiga que con él. Llegó con una bolsa de sus snacks favoritos, gesto que le agradecí. Aprovechó para contarme lo terrible de la situación de Alexandra mientras vivió con su papá.

      Su padre le enviaba mensajes de texto para que no se acercara por el hotel cuando tenía mujeres con él. Le decía que fuera después, de manera que mi hija esperaba y esperaba, a veces hasta las dos, las tres o las cuatro de la mañana. Muchas veces dormía en su auto, en las calles, en el estacionamiento de la escuela y otras tantas en la casa de la amiga cuya madre me estaba poniendo al tanto de la situación.

      Cuando Alexandra no dormía con su padre, debía levantarse a las cinco de la mañana para regresar al hotel, buscar sus libros, su uniforme y poder estar en la escuela a las siete y cuarenta y cinco. Muchas veces, cuando llegaba, la puerta de la habitación de su padre estaba entreabierta y ella podía verlo en la cama con la mujer de turno. No era de extrañar que quisiera escapar.

      Los agresores son crueles con sus hijos y se forman expectativas irreales acerca de ellos. Él esperaba que Alexandra, a los diecisiete años, se comportara como una mujer adulta y así decía, que ella ya era una adulta. Dejarla en la calle durmiendo era una forma más de agresión para con ella.

      Adriana, la madre de la amiga de mi hija, estaba profundamente consternada ante la falta de responsabilidad de Alejandro. Antes de irse, se ofreció para servir de testigo por el bien de Alexandra.

      Más tarde, su amigo Alon llegó a visitarla y quiso hablar conmigo.

      —Por favor, Sra. Latuff, no la deje ir de nuevo con su papá. Eso fue terrible. No permita que se vaya de regreso con él. Ella no quiere volver, pero tampoco quiere que usted sepa la verdad.

      —¿Qué verdad, Alon?

      —¿Promete que no le hará saber que fui yo quien se lo dijo?

      Yo detestaba hacer esas cosas. ¿Y si se trataba de algo que en realidad no pudiera ocultar? Pero había tanta oscuridad en relación con ese período en el que Alexandra estuvo con su papá que yo quería saber, necesitaba saber, especialmente si se trataba de algo tan importante y que Alon tenía miedo de revelarme.

      —Está bien. Te lo prometo.

      Después de todo, conocía a Alon desde sus ocho años. Esos niños eran como hermanos y hermanas para mi hija. Se preocupaban los unos por los otros.

      Alon comenzó a contarme y me dijo que Alexandra pasaba la mayor parte del tiempo en la calle cuando su padre tenía compañía. Pero que la peor parte había sido cuando Alejandro llevaba prostitutas.

      —¿Qué? ¿Llevaba prostitutas?

      —Sí y se quedaban allí durante días. Pero, por favor, no diga nada, por favor. ¡Dios sabe qué más pasó allí! —agregó.

      Hacia la medianoche todo el mundo se había ido ¡Qué día tan largo!

      Pude haberme tomado alguna bebida, pero ya no bebía, ni siquiera una gota. Le había cogido miedo desde que supe que Alejandro me drogaba para deshacerse de mí. Con el tiempo sabría incluso con cuánta frecuencia lo había hecho...

      Alexandra, del mismo modo que cuando era niña, se fue a mi cama y durmió allí conmigo. Necesitaba a su mamá. Mis hijos dormían conmigo cada vez que estaban enfermos o sentían miedo.

      La miraba y veía a mi bebé, no a la adolescente de diecisiete años que tenía frente a mí. Todavía no conocía bien la historia de lo que había pasado.

      A la mañana siguiente, cuando me levanté, mi hija todavía estaba durmiendo. Era sábado, por lo que no me importó y la dejé descansar. Alexandra durmió la mayor parte del día.

      Cuando por fin despertó, me comentó que no se sentía bien. Era octubre, el clima estaba cambiando, así que me imaginé que se trataría de un resfriado. Tenía escalofríos, estaba temblando y tenía fiebre. También sudaba mucho, a tal punto que la cama estaba mojada.

      Siempre he pensado que la sopa de pollo lo cura todo, así que le di mucha sopa de pollo y mucho amor. ¡Lo que nunca imaginé era que estaba ayudando a mi hija a desintoxicarse! No tenía conocimiento alguno de lo que estaba haciendo.

      Alexandra se quedó en mi cama todo el fin de semana. La alimenté y cuidé de ella. Cambié las sábanas, empapadas de sudor, varias veces durante ese par de días.

      Su padre siguió llamándola y peleando con ella. Yo ignoraba qué estaba pasando, cuál era su insistencia. Mi hija siguió colgando, hasta que bloqueó su número en su teléfono celular. Definitivamente: no quería hablar con Alejandro.

      Pasé mucho tiempo con mi hija en la cama, haciéndole compañía y hablando con ella. Vimos películas mientras sus hermanos entraban y salían de mi habitación. Percibía que Alexandra necesitaba sentir que tenía una madre que siempre estaría allí para ella. En un momento me preguntó, de forma inesperada:

      —¿Por qué no peleaste por mí?

      —¿Qué?

      —Sí, mami. ¿Por qué no peleaste por mí en el tribunal?

      Por fin entendí de qué estaba hablando: hablaba del día de las medidas provisionales, fecha a partir de la cual a su papá le habían otorgado su custodia.

      —¡Tu papá dijo que no querías verme!

      —¡Eso no es verdad! Yo quería que pelearas por mí. ¡Tú siempre luchas por nosotros!

      Empecé a llorar. Entendí en ese momento qué era lo que ella esperaba de mí.

      —¡Mi amor! Tenía demasiada presión encima y, por otra parte, fuiste tan decidida y grosera cuando te fuiste que le creí a tu papá. Estaba débil. Muy débil. ¡Perdóname!

      Ella me miró con lágrimas en los ojos; yo también lloraba. Solo la abracé y lloramos juntas.

      Finalmente, el domingo Alexandra me dijo:

      —¿Sabes? El temor de papi es que yo vaya a hablar.

      —¿A hablar? ¿Hablar acerca de qué? —le respondí.

      Ella guardó silencio. No quería presionarla. Si no quería hablar, estaba bien. Ya hablaría a su debido tiempo.

      Y así fue: el lunes comenzó a contarme.

      Yo había visto que el 17 de octubre de 2013, a las tres de la madrugada de una noche de escuela, mi hija había escrito en Twitter: “Eres demasiado viejo para esto. ¡No puedo creerlo!”.

      Estábamos en la cama. Yo acariciaba su cabello. De repente, empezó a hablar:

      —Mi papá llevó a tres prostitutas al apartamento.

      —¿Qué? ¿Cuándo? —no podía decirle que ya lo sabía; se lo había prometido a su amigo.

      —Hace casi dos semanas, mami.

      —¿Cómo sabías que eran prostitutas?

      —Lo dijeron. Se quedaron durante días. Hablamos mucho, mamá —agregó Alexandra. Y continuó—: Papi salió con tío José (uno de los hermanos de Alejandro) y volvieron con tres mujeres. Tío José le comentó algo a papá cuando me vio allí. Se fue después de un tiempo y me dijo: “Tu papá está loco”.

      José no se había ido porque aquello atentara contra su moral. De haber sido así, se habría llevado de inmediato a mi hija con él y la habría devuelto