De vez en cuando, viene bien cambiar de rutina para alejar las preocupaciones.
Tara estuvo a punto de atragantarse. Si él supiera hasta qué punto iba a cambiar su rutina…
—¿Y el señor Hyde también nos seguirá hasta allí?
—Sí. Saldremos mañana por la mañana —se levantó de la cama y, por alguna razón, a Tara se le secó la boca al verlo tan alto y fuerte cerniéndose sobre ella—. Todo saldrá bien, Tara, te lo prometo.
Tara no habría podido responder aunque le hubiera ido en ello la vida. Así que se limitó a asentir. Siguió a Axel con la mirada mientras él abandonaba la habitación y clavó después los ojos en la oscuridad, hasta que consiguió dominar la urgencia de llamarle.
Sólo entonces se abrazó a la almohada y consiguió dormir.
—¿Y esto para que se utiliza? —preguntó Axel sosteniendo una pieza metálica, larga y muy fina.
Tara desvió la mirada un instante y volvió a concentrarse en la bandeja de cuentas que tenía delante.
—Para hacer pendientes.
Llevaban cerca de dos horas en la tienda y era evidente que Axel comenzaba a aburrirse. Pero no iba a sentirse culpable, sobre todo cuando estaba disfrutando como nunca dejando que su creatividad la guiara en la selección de cuentas y piedras.
Había algunas cadenas en una esquina situada cerca de la puerta, pero Axel no le permitía acercarse hasta allí. A pesar de que había dicho que aquella salida le serviría de distracción, la vigilancia era constante.
Curiosamente, Tara había descubierto que no le importaba. No la agobiaba, ni se mostraba amenazador con quienquiera que se le acercara. Sencillamente, estaba allí.
—Stevie Stuart, ¡deja de correr inmediatamente!
La voz de aquella mujer no bastó para preparar a Tara para el diminuto torbellino que pasó por delante de ella a toda velocidad y le hizo tirar la bandeja en la que iba colocando las cuentas.
—Lo siento —la madre del pequeño la miró con expresión de disculpa—. Debería haberme imaginado que se pondría como un loco si le traía aquí.
—Ven aquí, muchachito —Axel agarró al pequeño por la camiseta—. ¿Dónde está el fuego?
El niño miró a Axel absolutamente fascinado.
—¿Hay un fuego?
—No, no hay ningún fuego, Stevie, sólo el que tienes bajo los pies —la mujer agarró a su hijo de la mano y se alejó de allí regañándole.
Axel sonreía mientras les veía marchar.
—Qué niño tan gracioso.
Tara abrió la boca, pero la cerró en cuanto se dio cuenta de lo que había estado a punto de decir. Respondió con un precipitado «sí» y se arrodilló para recoger las cuentas que el niño había tirado antes de cometer el error monumental de hablarle a Axel del bebé.
—Toma —Axel se agachó a su lado y le tendió un medallón que había rodado bajo la mesa.
Tara no podía mirarle. Tomó el medallón, lo dejó en la bandeja y se levantó.
—Ya está.
—Genial. Ahora podríamos ir a comer algo.
—Pero si hemos comido hace dos horas.
—¿Y?
Tara sacudió lentamente la cabeza y sacó la cartera mientras se acercaba a la caja. Axel le tendió el abrigo, tomó la bolsa cuando la dependienta terminó de envolverle las compras y volvieron juntos a la camioneta, en la que fueron hasta una heladería.
—Hay docenas de sabores —le advirtió Axel—. Si pides un helado de vainilla, tendré que castigarte.
—No iba a pedir un helado de vainilla —mintió.
Axel se echó a reír y le acarició la nariz con un dedo.
—Están apareciendo las pecas.
Tara se sonrojó todavía más.
—De todas formas, ahora no me apetece un helado.
—¿Preferirías una tarta de chocolate?
A Tara se le secó la boca. Comenzaba a acostumbrarse al Axel protector, pero el Axel seductor continuaba resultándole demasiado peligroso.
—Lo siento, señor, pero no tenemos tarta de chocolate —dijo el adolescente que atendía la heladería.
Axel miró a Tara de reojo.
—¿Qué te parece, Tara?
—Me parece que la tarta de chocolate no aparece en la carta —replicó con toda la dureza de la que fue capaz.
—Eso no significa que no me apetezca —Axel sonrió al chico y dejó a Tara boquiabierta al pedir—: Dos helados de vainilla.
Capítulo 11
Cuántos años se supone que tenía ese niño? —preguntó Axel mientras volvían hacia el pueblo—. Stevie Stuart, el niño bala.
—No lo sé, unos cinco o seis, ¿por qué lo preguntas?
—Por nada —giró la rejilla de la calefacción del coche—. ¿Tienes suficiente calor?
—Sí —de hecho, tenía más que suficiente.
Sus papilas gustativas estaban ya saciadas con el sabor de la vainilla, pero el resto de ella continuaba deseando… tarta de chocolate.
—¿Has pensado alguna vez en tener hijos?
Tara cerró los ojos. Se sentía a punto de agonizar.
—Tengo treinta años —fue lo único que pudo decir.
—¿Comienza a sonar el reloj biológico?
—Algo así —vaciló durante algunos segundos antes de preguntar—: ¿Y tú?
—Algún día —respondió Axel en tono despreocupado—. Supongo que ya has notado que los Clay somos una familia muy numerosa.
—Sí —Tara reconoció entonces la camioneta de Mason. En aquella ocasión a unos cinco vehículos de distancia—. ¿Cómo se te ocurrió lo de ser guardaespaldas?
—La agencia no sólo se dedica a prestar servicios de este tipo.
—¿A qué otras cosas se dedica?
—A hacer del mundo un lugar más seguro. De hecho, ésa es la razón de su existencia —curvó los labios en una sonrisa de pesar—. Aunque no sé cómo encajo yo en eso.
—¿Por qué lo dices?
Axel sacudió la cabeza y cuando Tara comenzaba a pensar que no iba a contestar, respondió:
—He fracasado en lo más importante que podría haber hecho.
—¿En qué? —Tara frunció el ceño—. Bueno, supongo que no lo puedes decir.
—Exacto, no lo puedo decir.
Tara observó su perfil. Era casi visible el peso de la carga que llevaba sobre los hombros.
—Pero estoy segura de que si pudieras, cambiarías la situación.
—¿De verdad?
—Sí —vaciló un instante—. Creo que te tomas muy en serio tus responsabilidades profesionales.
—¿Y las personales?
Tara abrió la boca, pero tardó un buen rato en poder articular palabra.
—Yo… no te conozco lo suficiente como para decirlo.
—Exacto —respondió Axel en tono burlón—. Aquel