su embarazo.
Sacó algunas bandejas de cuentas y piedras y sin ningún plan en mente, comenzó a colocarlas sobre la mesa. A la larga, el simple acto de ir colocando una junto a otra, de hacer y deshacer diferentes combinaciones, consiguió relajarla.
El tiempo continuó fluyendo sin que fuera consciente de ello, hasta que terminó de colocarle el cierre a un brazalete. Lo dejó al lado de una gargantilla y unos pendientes que llevaría a la tienda al día siguiente.
Dejó la mesa de trabajo y salió de la habitación con el mismo sigilo con el que había entrado. Pero se dirigía hacia su dormitorio cuando un sonido la hizo detenerse. Inclinó la cabeza y escuchó con atención. Entonces lo oyó otra vez, más claramente en aquella ocasión. Su mente consiguió identificar aquel sonido. Las tablillas de las contraventanas estaban abiertas.
¿Habría sido Axel? ¿O las habría abierto otra persona?
Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Caminó hasta el final del pasillo y se asomó al cuarto de estar. El ordenador portátil de Axel estaba encima de la mesita del café, emitiendo un suave resplandor, el suficiente como para indicarle que Axel no estaba en el sofá.
No tardó en distinguir su silueta de pie frente a la ventana.
—No te muevas —le dijo Axel con voz casi inaudible.
Tara estuvo a punto de tener un infarto. ¿Cómo la habría oído?
—¿Qué pasa?
—Hay un coche ahí fuera que no conozco.
Tara sintió que se le debilitaban las rodillas. Se apoyó contra la pared y fue deslizándose poco a poco hasta terminar sentada en el suelo. Quería decirle que se apartara de la ventana, quería meterse en la cama, esconder la cabeza bajo las sábanas y fingir que nada de aquello estaba ocurriendo. Pero en cambio, permaneció donde estaba, con la cabeza apoyada en las rodillas que había cubierto con el camisón. Y esperó. Como había hecho otras muchas veces cuando era niña. Intentaba cerrar la mente a los recuerdos, a los pensamientos, a todo. Pero era inútil.
Entonces, Axel pronunció su nombre con voz queda.
—No ha pasado nada, Tara. Deberías volver a la cama. Sólo era Cynthia. Al parecer, ha tenido una cita. No pasa nada.
Tara alzó la mirada y sólo entonces se dio cuenta de que Axel estaba agachado junto a ella.
—Fin de la alerta —dijo Tara con un hilo de voz—. Eso es lo que solía decir mi padre. Fin de la alerta.
La vacilación de Axel fue apenas imperceptible.
—¿Cuándo lo decía?
—Cada vez que conseguía ponernos a salvo de cualquier peligro en el que al parecer nos encontrábamos. Cuando teníamos que huir, mi madre agarraba las fotografías de la familia y la tetera de su madre. Sloan y yo sólo podíamos llevarnos lo que nos cabía en las mochilas. Sloan solía llevarse su ropa favorita.
—¿Y tú? —preguntó Axel, abrazándola.
—Los deberes. Los deberes de un colegio al que nunca volvería. Las notas de los amigos a los que no volvería a ver. Mi padre siempre se enfadaba con mi madre porque pretendía llevarse más ropa de la que cabía en la maleta. Y él siempre se llevaba el maletín.
—¿El maletín?
—Sí, un maletín negro. Mi madre me dijo en una ocasión que contenía todos los documentos importantes: los certificados de nacimiento, los informes de la escuela, cosas de ese tipo —se enderezó y miró a Axel—. Pero Sloan me contó que en una ocasión lo había abierto y había visto que estaba lleno de dinero.
—¿Cuántas veces tuvisteis que mudaros?
—Treinta y siete. Pero supongo que en tu informe también cuentan algo de mi infancia.
Axel suspiró.
—No, sólo tengo información relativa a tu estancia en Weaver —le tendió la mano y la ayudó a levantarse—. Vamos a la cama.
Tara se levantó sintiéndose ridículamente dócil.
—¿No sabes nada de mi padre? —mientras caminaba, oía el repiqueteo del bote de vitaminas para el embarazo que llevaba en el bolsillo de la bata.
—No —la condujo hasta la cama, le quitó la bata y la dejó en una silla.
—Era un hombre de la CIA. Para el resto del mundo, era un vendedor, pero no vendía nada. Compraba secretos. ¿Te sorprende?
—No —respondió Axel.
La hizo acostarse y la arropó como si fuera una niña. Después, se sentó en el borde de la cama, con las caderas contra las de Tara.
—No, no me sorprende. Pero entiendo que debió de ser muy duro para una niña.
—Ésa no es vida para ningún niño.
—Probablemente no.
La repentina seriedad de Axel la hizo sentirse mucho peor, pero lo más irónico de todo era que deseaba, más que ninguna otra cosa en el mundo, que se tumbara a su lado.
—Ya ha empezado el juicio —dijo de pronto con voz ronca.
—¿Quieres que hablemos de ello? —le preguntó Axel.
—No lo sé. ¿Cuánto tiempo crees que durará?
—Han dicho que unas once semanas.
¡Once semanas! Casi tres meses. No iba a poder ocultar el embarazo durante tanto tiempo. Y tampoco parecía capaz de mantener sus hormonas bajo control cuando andaba Axel de por medio. En aquel momento sentía el calor de su cadera a través de las sábanas.
—No voy a poder soportar durante tres meses esta situación.
—¿Por qué no cierras mañana la tienda?
—¿Y hacer qué? ¿Fingir que nada de esto esta pasando? La tienda es lo único que tengo. No puedo cerrarla por capricho.
—La tienda no es lo único que tienes. También me tienes a mí.
Tara sintió un dolor profundo al oírle.
—Tú estás aquí por tu trabajo.
Axel no lo negó.
—La tienda es tuya y puedes hacer con ella lo que quieras.
La última vez que había hecho lo que quería había sido durante aquel fin de semana en Braden. Y por culpa de aquel fin de semana, su cuerpo, su corazón, su vida entera había cambiado.
—Si tuvieras un día libre, ¿dónde te gustaría pasarlo?
—No lo sé —respondió Tara frustrada.
—Vamos, Tara, utiliza tu imaginación.
—Me gustaría ir a ver antigüedades —contestó de pronto—. Siempre encuentro algo para la tienda cuando voy a ver a anticuarios.
—Eso tiene que ver con el trabajo.
—Entonces, podemos ir a la tienda de cuentas de Cheyenne.
—Más trabajo. Vamos, piensa en algo que te apetezca hacer.
Tara lo pensó inmediatamente: le apetecía hacer el amor. Y tuvo que hacer un esfuerzo titánico para que no salieran aquellas palabras de su boca. Dejó caer la mano y, de forma accidental, rozó el brazo de Axel. O quizá no fuera tan accidental.
—¿Qué quieres que diga? Para mí, diseñar joyas es algo más que un trabajo.
—De acuerdo entonces. Mañana a primera hora iremos a Cheyenne.
Aquella capitulación la desconcertó.
—Pero… —se interrumpió de pronto. ¿Qué daño podía hacerle cerrar la tienda por un día?—. Te advierto que cuando voy allí puedo pasarme horas y horas seleccionando