Ángel Garrido Maturano

Los tiempos del tiempo


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cerrado, pero que no resulta nunca asible en su totalidad. Sin embargo, aunque este principio es sumamente útil para el progreso del conocimiento del universo, parece no brindarnos el elemento o sustrato que necesitábamos para justificar la permanencia del tiempo, la cual, por otra parte, es imprescindible suponer para ordenar con respecto a él la sucesión de fenómenos. Por lo tanto, la pregunta se impone: ¿de dónde viene este modo necesario del tiempo que es su permanencia? ¿Percibimos el tiempo como permanente por la supuesta permanencia de la sustancia o, por el contrario, porque el tiempo real se nos impone como un único tiempo continuo percibimos tanto los cambios como sucesivos cuanto la relativa invariabilidad de ciertas magnitudes? ¿La afirmación de que la permanencia del tiempo la conocemos a través de la permanencia de la sustancia (lo que, por su parte, como vimos, no es ningún conocimiento) no es sino un rodeo para afirmar que necesitamos suponer un tiempo único, que no pasa y en el que todo pasa, para dar cuenta de la efectiva sucesión de los cambios y la permanencia de la energía en una región arbitrariamente cerrada del universo? ¿Y no resulta esta necesidad del modo en que el tiempo mismo hace que se den los fenómenos? Tocamos aquí un punto de gran profundidad. Es cierto que no percibimos la permanencia por sí misma, sino una cantidad de tiempo en la cual dura un sustrato (por lo cual no tenemos acceso directo al tiempo, sino mediado por los objetos en el tiempo), pero no es menos cierto que no podemos no experimentar que un sustrato dura, porque ya siempre suponemos la permanencia del tiempo. Según mi modo de ver la cuestión, no se puede resolver el problema que plantea la primera analogía –la necesidad de un tiempo permanente como sustrato del cambio– en función de suponer otro sustrato cuya cantidad no cambia. En primer lugar, porque tal sustrato, como la muestra la física contemporánea, es imposible de determinar. Y, en segundo lugar, porque no se deduce del principio a priori de la permanencia de la sustancia la permanencia del tiempo. Si así fuera, sería una permanencia meramente ideal. Por el contrario, en la afirmación de la permanencia de la sustancia, se esconde la certeza a priori de que el tiempo considerado como sustrato constante de los cambios realmente permanece como tiempo de la naturaleza independientemente mío o de otro espíritu finito. Personalmente me parece que esta dimensión de realidad del tiempo, a la que nos conduce el estudio crítico de la primera analogía, está latente en los análisis del propio Kant. En efecto, Kant señala que la permanencia del sustrato “representa (vor-stellt) el tiempo en general”, es decir, la permanencia del tiempo único, que, por tanto, parece estar supuesta como real, y no que dicha permanencia constituya su condición de posibilidad. Además, al comienzo de su análisis de las analogías Kant, afirma: “Los tres modos del tiempo son: permanencia, sucesión y simultaneidad. De allí que haya tres reglas de todas las relaciones de tiempo de los fenómenos”[37]. Es decir, en el propio lenguaje de Kant se oculta el hecho de que no son las reglas las que determinan idealmente el tiempo, sino que es el tiempo en su realidad inasible el que determina y posibilita las reglas. Esta dimensión real presupuesta del tiempo en Kant debe ser considerada seriamente. Es porque el tiempo realmente permanece que podemos suponer que en un sistema cerrado a lo largo del tiempo se mantiene constante la sustancia, ya sea que se la interprete como quantum de masa o de energía. En cambio no es porque haya un espíritu finito que piensa la sustancia como invariable que el tiempo permanece. Si lo último fuera cierto habría que colegir que sólo en cuanto pensada por un individuo la sustancia permanece y que antes o después de la existencia de un espíritu finito ella podría perfectamente escaparse hacia la nada o surgir desde esa misma nada. Sin embargo, también es cierto que hay una dimensión ideal del tiempo en cuanto esta permanencia sólo es captada a través del principio ideal de la permanencia de la sustancia. Pero una cosa es que en la permanencia de la sustancia (o, al menos, en la duración de un sustrato) advirtamos la permanencia del tiempo, y muy otra suponer que es la idea de la permanencia de la sustancia la que produce la permanencia del tiempo. Hay, pues, en la primera analogía una peculiar convergencia entre realidad e idealidad del tiempo en cuanto hay una estricta correspondencia “entre la determinación del tiempo (la inmutabilidad) y la determinación de las apariencias según el esquema (la permanencia de lo real en el tiempo”[38]. Precisamente en el esquema es donde convergen la dimensión de realidad –la permanencia del tiempo– y la dimensión de idealidad la representación de lo empírico como sustrato de la determinación del tiempo en general.