cerrado, pero que no resulta nunca asible en su totalidad. Sin embargo, aunque este principio es sumamente útil para el progreso del conocimiento del universo, parece no brindarnos el elemento o sustrato que necesitábamos para justificar la permanencia del tiempo, la cual, por otra parte, es imprescindible suponer para ordenar con respecto a él la sucesión de fenómenos. Por lo tanto, la pregunta se impone: ¿de dónde viene este modo necesario del tiempo que es su permanencia? ¿Percibimos el tiempo como permanente por la supuesta permanencia de la sustancia o, por el contrario, porque el tiempo real se nos impone como un único tiempo continuo percibimos tanto los cambios como sucesivos cuanto la relativa invariabilidad de ciertas magnitudes? ¿La afirmación de que la permanencia del tiempo la conocemos a través de la permanencia de la sustancia (lo que, por su parte, como vimos, no es ningún conocimiento) no es sino un rodeo para afirmar que necesitamos suponer un tiempo único, que no pasa y en el que todo pasa, para dar cuenta de la efectiva sucesión de los cambios y la permanencia de la energía en una región arbitrariamente cerrada del universo? ¿Y no resulta esta necesidad del modo en que el tiempo mismo hace que se den los fenómenos? Tocamos aquí un punto de gran profundidad. Es cierto que no percibimos la permanencia por sí misma, sino una cantidad de tiempo en la cual dura un sustrato (por lo cual no tenemos acceso directo al tiempo, sino mediado por los objetos en el tiempo), pero no es menos cierto que no podemos no experimentar que un sustrato dura, porque ya siempre suponemos la permanencia del tiempo. Según mi modo de ver la cuestión, no se puede resolver el problema que plantea la primera analogía –la necesidad de un tiempo permanente como sustrato del cambio– en función de suponer otro sustrato cuya cantidad no cambia. En primer lugar, porque tal sustrato, como la muestra la física contemporánea, es imposible de determinar. Y, en segundo lugar, porque no se deduce del principio a priori de la permanencia de la sustancia la permanencia del tiempo. Si así fuera, sería una permanencia meramente ideal. Por el contrario, en la afirmación de la permanencia de la sustancia, se esconde la certeza a priori de que el tiempo considerado como sustrato constante de los cambios realmente permanece como tiempo de la naturaleza independientemente mío o de otro espíritu finito. Personalmente me parece que esta dimensión de realidad del tiempo, a la que nos conduce el estudio crítico de la primera analogía, está latente en los análisis del propio Kant. En efecto, Kant señala que la permanencia del sustrato “representa (vor-stellt) el tiempo en general”, es decir, la permanencia del tiempo único, que, por tanto, parece estar supuesta como real, y no que dicha permanencia constituya su condición de posibilidad. Además, al comienzo de su análisis de las analogías Kant, afirma: “Los tres modos del tiempo son: permanencia, sucesión y simultaneidad. De allí que haya tres reglas de todas las relaciones de tiempo de los fenómenos”[37]. Es decir, en el propio lenguaje de Kant se oculta el hecho de que no son las reglas las que determinan idealmente el tiempo, sino que es el tiempo en su realidad inasible el que determina y posibilita las reglas. Esta dimensión real presupuesta del tiempo en Kant debe ser considerada seriamente. Es porque el tiempo realmente permanece que podemos suponer que en un sistema cerrado a lo largo del tiempo se mantiene constante la sustancia, ya sea que se la interprete como quantum de masa o de energía. En cambio no es porque haya un espíritu finito que piensa la sustancia como invariable que el tiempo permanece. Si lo último fuera cierto habría que colegir que sólo en cuanto pensada por un individuo la sustancia permanece y que antes o después de la existencia de un espíritu finito ella podría perfectamente escaparse hacia la nada o surgir desde esa misma nada. Sin embargo, también es cierto que hay una dimensión ideal del tiempo en cuanto esta permanencia sólo es captada a través del principio ideal de la permanencia de la sustancia. Pero una cosa es que en la permanencia de la sustancia (o, al menos, en la duración de un sustrato) advirtamos la permanencia del tiempo, y muy otra suponer que es la idea de la permanencia de la sustancia la que produce la permanencia del tiempo. Hay, pues, en la primera analogía una peculiar convergencia entre realidad e idealidad del tiempo en cuanto hay una estricta correspondencia “entre la determinación del tiempo (la inmutabilidad) y la determinación de las apariencias según el esquema (la permanencia de lo real en el tiempo”[38]. Precisamente en el esquema es donde convergen la dimensión de realidad –la permanencia del tiempo– y la dimensión de idealidad la representación de lo empírico como sustrato de la determinación del tiempo en general.
La segunda analogía es denominada “principio de la sucesión según la ley de la causalidad”.[39] Ella representa ese otro modo necesario del tiempo que es, precisamente, la sucesión; o, para ser más exactos, ella confiere al orden del tiempo la determinación de sucesión regular. En la segunda edición de 1787 se la enuncia en estos términos: “Todas las transformaciones suceden según la ley del enlace entre causa y efecto”.[40] En el enunciado de la edición de 1770 Kant expone cómo comprende el principio de causalidad: “Todo lo que ocurre (comienza a ser) supone algo anterior a lo cual sigue según una regla”.[41] La prueba del principio podría resumirse de este modo: como el tiempo mismo no puede ser percibido, la sucesión no puede establecerse directamente por comparación con él, sino por un enlace causal tal entre los fenómenos, de modo tal que el surgimiento de uno supone necesariamente otro que le precede. Así como en la primera analogía la permanencia del tiempo sólo podía ser pensada sobre la base de la permanencia de la sustancia, en la segunda la sucesión sólo puede ser representada por la síntesis causal a priori operada por el yo pienso. Kant hace la salvedad de que “la mera sensación deja indeterminada la relación objetiva de los fenómenos sucesivos”,[42] puesto que la imaginación puede enlazar arbitrariamente dos fenómenos y hacer preceder tanto a uno como al otro en el tiempo. Ello es así precisamente porque el tiempo no puede ser percibido por sí mismo y, por tanto, en relación con el tiempo puro no puede determinarse cuál fenómeno es primero y cuál después. Para que la relación de sucesión sea objetiva no basta pues que, de modo aleatorio, mi imaginación ponga una sensación antes y otra después, sino que es necesario que un objeto preceda al otro. Y ello es sólo posible si los dos objetos son enlazados de un modo tal que, en virtud del enlace, quede determinado con absoluta necesidad cuál de ellos debe ponerse antes y cuál después. El principio que opera dicha unidad sintética es el de causalidad, en cuanto la causa determina en el tiempo el efecto como subsecuente y no como algo que meramente pudiera ser puesto después en el orden de la imagen. Se trata en el principio causal de una sucesión en la que conozco que B “realmente sucede”[43] a A, porque B es el efecto de la causa A. Excedería los límites de nuestro análisis discutir en detalle este principio. Baste con decir que la nueva mecánica y el llamado principio de indeterminabilidad, que advierte que no es posible asignar simultáneamente una posición y una trayectoria (momento cinético) determinados a una partícula de materia, han puesto en cuestión la pretensión, implícita en el principio de causalidad, de que, conocido un fenómeno, podría determinarse aquel que le sucede. De allí que la nueva mecánica hable de la probabilidad de que, en los sistemas que estudia, dado un hecho le suceda otro, pero no determina la sucesión de hechos singulares efectivamente observables. La idea de que todo estado de cosas es causa de un cierto efecto sería, pues, también un principio regulativo que sirve para ampliar nuestro conocimiento de las relaciones entre los fenómenos y aumentar constantemente el grado de probabilidad de nuestras predicciones. Pero se trata de un supuesto: suponemos que a un estado de cosas A le sigue el estado de cosas B como su efecto, pero no es posible determinar por anticipado con absoluta necesidad cómo será B y, por tanto, no es posible decir que B es el necesario efecto de A. Se genera, pues, en torno del principio de causalidad una situación análoga al de permanencia de la sustancia: no es posible afirmar que suponemos que el tiempo es un continuo porque dados dos fenómenos estos necesariamente se siguen de acuerdo con una relación causal, puesto que toda sucesión causal es sólo probable, mientras que el carácter continuo del tiempo es necesario: un estado de cosas se sucede continuamente a otro aunque no podamos determinar una relación causal efectiva entre ambos. Más bien pareciera que, porque