avance fragmento por fragmento, sin tener nunca su objeto integralmente ante la mirada determinativa, sino que él supone esa continuidad. Esta continuidad supuesta por nuestra intuición temporal de los objetos no puede consistir, pues, sino en la proyección de un horizonte temporal que, en tanto horizonte, sólo puede ser constituido a partir de un ahora extraído no de los momentos cualesquiera del tiempo como forma pura de la intuición, sino de la autorreferencia de la conciencia a su propio presente. Esta idea de horizonte, que implica la tridimensionalidad del tiempo, subyace oculta tanto al primer argumento de la estética, que quiere que la idea del tiempo esté supuesta por cualquier experiencia de las relaciones de los objetos en el tiempo, cuanto, como lo adelantamos más arriba, al segundo argumento, que cree posible la experiencia de un tiempo vaciado de todo contenido objetivo. Incluso en el caso del tercer argumento que afirma que el tiempo es un singular único y que sólo se pueden distinguir partes y no especies suyas pareciera estar guiada por la idea de horizonte[16]. Pero es el cuarto argumento, el que considera al tiempo como una magnitud infinita dada, el que más aboga a favor de la tesis de Ricoeur, que personalmente comparto, de una fenomenología oculta en la idea del tiempo como una forma pura unidimensional y trascendental de la intuición. En efecto, ¿cómo es posible limitar partes de un tiempo infinito e indefinido, si no es a partir del ahora en que somos conscientes de nuestra intuición y, de ese modo, introducimos una diferenciación y dimensiones en la sucesión de los instantes iguales? Así como el tercer argumento, que nos hablaba de un tiempo único y total que engloba todas sus partes (y que nunca está dado en la intuición de objetos), supone la idea fenomenológica de horizonte, así también el cuarto que nos habla de las partes del tiempo como limitaciones de una magnitud infinita dada supone el ahora fenomenológico a partir del cual se establecen los límites. En efecto, aun cuando renunciemos a equiparar el desde dónde de la representación limitativa al presente viviente husserliano, “no podemos sino interrogarnos sobre el estatuto de la representación por medio de la cual esta limitación es captada”.[17] Si tenemos en cuenta la dimensión fenomenológica oculta en los argumentos de la estética, tenemos que coincidir con Ricoeur cuando afirma que la demostración de la idealidad del tiempo supone una fenomenología implícita en la experiencia del fenómeno[18]. Pero tenemos que ser más radicales que el propio Ricoeur y coincidir con Heidegger cuando afirma que “el tiempo, como afección pura de sí mismo, no se presenta «junto» a la apercepción pura «en el espíritu»”,[19] sino que “el sí-mismo finito y puro tiene en sí un carácter temporal”[20].
Pero si en esto concuerdo con Heidegger, disiento en un todo con él cuando, negando una de las dos aristas de la primera aporía de la temporalidad y reduciendo el tiempo cósmico a la temporalización del tiempo por el sí mismo, afirma: “el yo no puede ser concebido como temporal, es decir, como intratemporacial, precisamente porque el sí mismo es originariamente, conforme a su esencia íntima, el tiempo mismo.”[21] Afirmar que la concepción del tiempo como forma a priori de la intuición implica una fenomenología del tiempo como autoexperiencia de la conciencia de su propio decurso no significa suprimir el estrato profundo del tiempo cósmico y sostener a secas que “el sí mismo es el tiempo mismo”. Es cierto que la intuición de los objetos en el tiempo supone, como punto de partida de la constitución de un horizonte temporal continuo, el “ahora que”, en el cual los fenómenos son intuidos por un existente que trata con ellos, y, en tanto tal, supone el tiempo de la conciencia o tiempo fenomenológico, es decir, un ahora diferente de los momentos cualesquiera, dado por el instante de la autoconciencia en la intuición del objeto. Pero no es por ello menos cierto que el hecho de que de modo necesario tengamos que intuir los objetos temporalmente y constituir un horizonte temporal ilimitado y lineal a partir del ahora de la autocociencia se debe a la constante transformación efectiva del universo y presupone un tiempo cósmico o real. Pero lo presupone como forma de la intuición y no como objeto. Dicho en términos inevitablemente técnicos: toda temporalización del tiempo, incluso la kantiana, para la cual el tiempo equivale a una sucesión homogénea de instantes cualesquiera como forma a priori de la intuición del objeto, implica la autoexperiencia temporal del sí mismo, y, por ende, las dimensiones diferenciadas de presente, pasado y futuro; pero la temporalización no es el “tiempo mismo”, sino el modo en que intuimos o recibimos un hecho que se nos impone, a saber, el proceso de transformación del universo, cuya manifestación por excelencia es el movimiento astral. Este proceso efectivo de transformación constituye la condición última de la intuición temporal de los objetos y da testimonio del tiempo como distinto de la temporalización, como residuo invisible del proceso de transformación y no eliminable a través de idealización alguna, pues ninguna idealización puede ni poner en movimiento ni detener el proceso, a lo sumo con-figura el modo en que lo recibimos. Este tiempo efectivo (correlato noemático de la temporalización) que la intuición no produce, sino que padece y que se ve limitada a experimentar, no es, repetimos, asible en sí mismo, pues, inevitablemente, en cuanto tomamos conciencia de él lo constituimos en un ahora de la conciencia, en tiempo temporalizado y, por tanto, lo remitimos a las dimensiones de presente, pasado y futuro, que son tales respecto de una conciencia. Pero este tiempo está ahí, le pasa a la propia intuición del espíritu finito, al punto que es finito, que muere y que deja de intuir; y pasa independientemente de toda intuición de un espíritu finito, a menos que, asumiendo un idealismo principista, neguemos el proceso de transformación universal del que nos hablan las ciencias y que precede a la emergencia del hombre en el cosmos; a menos que neguemos que vamos envejeciendo, que, con independencia de nuestra intuición, nuestras células se oxidan. Sobre esta irreductibilidad del tiempo a un producto subjetivo, a la temporalización, da testimonio, por sobre todo, la concepción del tiempo en la analítica trascendental, particularmente en las analogías de la experiencia. En ella conviven por antonomasia sintetizadas las dos aristas de la primera aporía.
Las analogías de la experiencia
La realidad ideal del tiempo
“La doctrina del esquematismo trascendental explica las condiciones generales bajo las cuales únicamente podemos emplear conceptos puros del entendimiento en juicios sintéticos.”[22] Ella da origen a los principios del entendimiento puro: aquellos principios por medio de los cuales es posible subsumir toda percepción bajo los conceptos puros del entendimiento, las famosas categorías kantianas. Se trata, pues, de principios que constituyen “reglas del uso objetivo de las categorías.”[23] La esquematización es precisamente lo que nos permite utilizar objetivamente una categoría. Pero, ¿qué habremos de entender por esquematización de un concepto puro? La respuesta es breve: su sensibilización. Ahora bien, si tenemos en cuenta que “se llama sensibilización a la manera mediante la cual un ser finito puede hacer algo intuible para sí mismo”[24], entonces cabría preguntarse de qué manera se vuelven intuibles los conceptos puros del entendimiento para poder subsumir en ellos toda percepción. Pues bien, los conceptos puros del entendimiento en tanto puros necesitan ser intuibles de un modo esencialmente puro y su aspecto sensible (su imagen) no puede extraerse nunca del ámbito de lo intuible empíricamente. Kant lo afirma expresamente: “El esquema de un concepto puro del entendimiento es algo que no puede ser puesto en imagen alguna”[25]. Las categorías, en tanto conceptos trascendentales, no pueden ponerse en imágenes empíricas, porque ellas justamente representan las condiciones dentro de las cuales es posible encontrarse con un objeto empírico en tanto que tal. Por lo tanto, si los conceptos puros han de ser intuibles para que en ellos se puedan subsumir las percepciones objetivas, y si esa intuición no puede ser empírica, el esquema de un concepto puro ha de resultar de la síntesis (operada por la imaginación trascendental) entre