Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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dado el sol estival porque tenía la piel morena y lucía marcas de crema solar en los pómulos. Salió a toda prisa del bungaló en cuanto Dominic aparcó fuera y me tendió enérgicamente la mano para que se la estrechara. Tenía la piel cálida y suave como la franela y los huesos que había debajo parecían delicados como los de un pajarillo.

      —Me alegro de conocerte por fin. —Le costaba respirar. Era como si la corta carrera que se había dado desde la puerta principal la hubiera dejado sin aire—. ¿Estás a gusto en la habitación?

      —Es perfecta —contesté.

      Asintió y retiró la mano. Le di un momento para que recuperara el aliento antes de preguntarle por los paquetes. Señaló la zona asfaltada que había junto a la puerta principal, donde se encontraban, uno al lado del otro, dos baúles antiguos forrados de cuero granate.

      Suspiré y le pedí a Dominic que me ayudara.

      —Joder —dijo cuando intentó levantar un extremo—. ¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte?

      —Es cosa de la criada —dije—. Se deja llevar.

      Dominic me miró con extrañeza.

      —¿La criada?

      —No es mi criada —expliqué mientras intentaba no derribar un gnomo de jardín—. Es la criada de nuestra comisaria —dije, lo que resultó incluso más chocante.

      —Ya —respondió Dominic—. Bueno, la comisaría de Leominster tiene sillones de masaje la sala de descanso.

      —¿Sillones de masaje?

      —Sí, ya sabes, de esos en los que te sientas en ellas y vibran —repuso—. Es muy relajante.

      Hacía tanto calor en mi habitación, también conocida como el establo, que, en cuanto dejamos los baúles, volvimos al exterior para beber de la jarra de limonada casera de la madre de Dominic. Cuando el ambiente del interior se hubo refrescado, Dominic y yo echamos un vistazo al primero de los baúles. La primera capa consistía, gracias a Dios, en más o menos la mitad de las prendas de mi armario, recién lavadas y con los pliegues tan planchados que parecían el filo de una navaja, lo que queda un poco extraño en las sudaderas. El baúl venía equipado con una serie de prácticos cajones y compartimentos que contenían un hornillo de latón en miniatura, con una cacerola y una tetera a juego y un estuche de cuero con una navaja de afeitar, una brocha y una pastilla de jabón que olía a almendras y ron. Me pregunté si todos aquellos artículos eran de Nightingale o si Molly los había pescado de algún rincón La Locura. Probablemente muchos hombres habían dejado allí sus pertenencias en 1944, creyendo que regresarían.

      Dejé el set de afeitado donde lo había encontrado.

      El segundo baúl contenía una chaqueta de caza de tweed, un chaleco amarillo a juego, una gabardina vintage de Burberry, botas de montar, una banqueta de lona verde y un bastón que, al desplegarse, se convertía en una silla. No fue una sorpresa, por lo tanto, encontrar en el fondo, desmontadas dentro de su propio estuche de roble y cuero, un par de escopetas de cañón basculante y recámaras de cinco centímetros. A juzgar por el grabado del mecanismo, eran las Purdey que Nightingale guardaba en un estuche cerrado con llave en la sala de billar.

      Miré a Dominic. Los ojos se le salían de las órbitas.

      —Tú no has visto nada, ¿de acuerdo?

      —Desde luego que no —dijo.

      —Genial.

      —La temporada de caza del urogallo empezó el lunes pasado —comentó Dominic.

      De repente, me pregunté si los contemporáneos de Nightingale se habrían tomado la molestia de usar las armas o si simplemente habrían trotado por el campo lanzando bolas de fuego. «¡Anda! ¡Buen lanzamiento, Thomas! ¡Qué buen tirador, por Dios!» Caí en la cuenta de que ahora mismo estaba a menos de media hora de distancia en coche del hombre que podría aclarármelo, si antes de eso no recibía las picaduras mortales de sus abejas en el umbral de su puerta.

      —¿Qué cojones…? —dijo Dominic, y se irguió para mirar hacia la parte delantera del bungaló.

      Me uní a él justo a tiempo de ver una columna de vehículos que rugieron al pasar por la carretera frente a la casa. Reconocí un Peugeot azul que había visto en el aparcamiento público de la comisaría de Leominster, así como un coche de cinco puertas verde y abollado. Un par de motos con fotógrafos en el asiento trasero pasaron a toda velocidad, seguidas de más coches y una furgoneta con una parabólica. Era el grupo de la prensa en acción y, sinceramente, eran todo un espectáculo, como una versión pija de Mad Max.

      —Mierda —espetó Dominic—. Han debido de enterarse de algo.

      Intercambiamos una mirada; a ninguno de los dos nos hacía gracia lo que aquello podía suponer. Dominic sacó el móvil y llamó a la oficina de investigación externa. Tras hablar con ellos un minuto, su rostro se relajó; no habían encontrado ningún cuerpo. Me miró y, a continuación, le dijo a quienquiera con quien estuviera hablando, que sí, que yo estaba allí y que estaba listo para entrar en acción en cuanto me indicaran la dirección.

      —Quieren que vayas a casa de los Marstowe ahora mismo —me indicó—. Antes de que el ruidoso rebaño vuelva a toda prisa.

      —¿Han encontrado algo? —pregunté.

      —Nada en absoluto —respondió Dominic—. Ese es el problema.

      ***

      Incluso con todas las ventanas abiertas, el ambiente en la cocina de los Marstowe era sofocante y olía a madera prensada caliente. La sargento Cole había pedido que Joanne y su marido se sentaran en un lado de la mesa y nosotros nos acomodamos en el otro. Ethan dormía arriba y habían enviado a Ryan y Mathew a pasar la tarde con una tía que vivía en Leominster.

      —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Andy Marstowe en cuanto tuvimos las piernas bajo la mesa.

      Era un hombre bajito, solo un poco más alto que su mujer y con esa clase de constitución sólida que se espera de una persona que lleva toda la vida realizando tareas manuales. Tenía el mentón picudo y unos ojos pardos hundidos. Empezaba a tener unas entradas pronunciadas en su cabellera de color castaño claro y saltaba a la vista que había decidido hacer de tripas corazón y se había cortado al mínimo lo que le quedaba. Parecía el clásico psicópata enano con los que temía encontrarme cuando me tocaba el turno de noche en el Soho, aunque suus ojos no reflejaban violencia ni enfado, solo miedo.

      —Primero —dijo Cole—, permitidme aseguraros que no hemos encontrado ningún indicio de que Hannah o Nicole estén heridas. —Ni Andy ni Joanne parecían sentirse particularmente más tranquilos—. Por los general, no nos habríamos tomado la molestia de avisaros sobre este asunto, pero, por desgracia, los medios se han enterado y queríamos que tuvierais todos los datos antes de que ellos den su versión distorsionada.

      El grupo de periodistas había vuelto al pueblo menos de diez minutos después de haberse marchado. Muertos de calor, subieron corriendo la calle sin salida como si una marea les pisara los talones y solo llegaron al borde del seto, donde hacía guardia una agente especial llamada Sally Donnahyde, que también era profesora de primaria y estaba decidida a ignorar a la panda de periodistas. La cocina estaba en la parte trasera de la vivienda, pero aun se oía el murmullo incesante, como si fueran las olas de una playa de guijarros.

      Los padres se removieron en sus asientos y se abrazaron a sí mismos.

      —Hemos descubierto una mochila infantil nada más salir de la carretera B4362, a unos trescientos cincuenta metros del punto de reunión. Pero enseguida ha resultado evidente que el objeto llevaba allí tirado al menos diez años, por lo que no creemos que esté relacionado con el caso.

      Andy relajó los puños y Joanne exhaló. La sargento Cole abrió la funda de su tableta y les mostró una fotografía de la mochila. Estaba colocada sobre un plástico y tenía una regla al lado para mostrar la escala. La mochila era de plástico transparente y, aunque estaba gastada por