Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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Los bosques, por ejemplo, producen potentia silvestris y los ríos, potentia fluvialis. Y es de estas fuentes de energía de las que los dioses, diosas y espíritus locales obtienen su fuerza.

      Yo he estado en presencia del Padre Támesis y he sentido cómo su influencia se abalanzaba sobre mí como una marea entrante. He visto a una diosa menor lanzar un muro de agua de un extremo del mercadillo de Covent Garden al otro. Eso son sesenta toneladas de agua sobre una distancia de treinta metros —lo que precisa mucho poder, unos setenta megavatios como mínimo—, más o menos lo que consigues con un motor de reacción a toda potencia. Y además, estuve a punto de besarla después de aquello… Da que pensar, ¿no os parece?

      Sabemos que el poder debe provenir de alguna parte y las teorías de Polidori eran tan válidas como las de cualquier otro. Pero poner un nombre en latín a una teoría no hace que sea cierta, o al menos no en el sentido que importa.

      Si hubiera habido alguna clase de actividad sobrenatural en aquel lugar, habría encontrado, al menos, algo en la puerta o en el hormigón de los cimientos, pero no había rastro alguno de magia. La ausencia de pruebas, como cualquier arqueólogo puede confirmar, no es prueba de ausencia. Hice una nota mental para acordarme de preguntar a Nightingale cómo funcionaba la magia en el campo.

      —¿Qué buscas? —me preguntó Stan.

      —Estaba mirando por si encontraba alguna huella —dije.

      —No hay ninguna —respondió la mujer—. Si las hubiera, las habría visto.

      —A Stan se le da bien rastrear —repuso Dominic.

      El sol se había alzado lo bastante como para darme directamente en la nuca.

      —Entonces, ¿no hay ningún rastro?

      —Ninguno —aseguró Stan.

      —¿Por qué piensas entonces que ha sido obra de un poni?

      —No lo sé. Fue lo primero que me vino a la cabeza cuando lo encontré abierto.

      Nos quedamos en silencio durante un instante; algo con un tono agudo cantó entre los árboles. El calor parecía aumentar a nuestro alrededor y recordé que mi botella de agua seguía en la furgoneta.

      —A ver, recapitulemos —dije—. Tu alijo ha desaparecido, pero las chicas no están ahí dentro. Y, aunque parece que ha sido obra de una persona y no de un animal, no hay ningún rastro.

      —También se me ocurrió que quizá había sido cosa de extraterrestres —añadió Stan—. Por lo de que no haya huellas—. Hizo un movimiento con el brazo, como si fuera una especie de garra colgando bocabajo.

      —Esperemos entonces que su platillo funcione con gasóleo —respondió Dominic—. De lo contrario, creo que se llevarán un chasco.

      Utilicé una aplicación GPS en el móvil para fijar nuestra localización y, después, sugerí que volviéramos a la furgoneta antes de dar la investigación por concluida.

      —¿Cómo vamos a explicar lo que hacíamos aquí? —preguntó Dominic mientras gateaba para salir de entre las azaleas.

      Le respondí que podía culparme a mí, que dijera que estaba haciendo mis comprobaciones rutinarias.

      —Creía que ese era el plan —dije.

      Dominic admitió que así era, pero quería saber cuál sería mi declaración.

      —Les diré que quería echar un vistazo a una instalación militar de la Segunda Guerra Mundial —indiqué.

      Era bastante creíble. Los cimientos no solo tenían las dimensiones perfectas para haber sido un refugio estándar, sino que además estaban construidos con el «hormigón barato» y de poca calidad que se empleó para construir fortines y refugios antiaéreos a toda prisa. En el tumulto que siguió a la caída de Francia en 1940, muchos sitios quedaron fuera del radar burocrático.

      —¿Incluirás eso en tu informe? —preguntó Dominic.

      —¿Por qué no? —dije—. Todavía quedan muchos secretos por desvelar de aquella época.

      Nos abrimos paso entre los helechos y volvimos al camino. Como cada vez hacía más calor, olía la cálida esencia de la resina de los árboles que me rodeaban. Potentia silvestris: así llamaba Polidori al poder que derivaba de los bosques y del que brotaban los dioses astados de la mitología celta: Lemus, Cernunnos y Herne el Cazado (bueno, quizá este último no).9

      —¿Quién suele venir por este camino? —pregunté.

      —Paseadores de perros —dijo Dominic.

      —Excursionistas —añadió Stan.

      —Turistas —prosiguió Dominic, y me explicó que formaba parte del sendero Mortimer, que discurría desde Ludlow, al noreste, a lo largo de la cordillera que bordeaba Rushpool, bajaba hasta Aymestrey, donde cruzaba el río Lugg, y, después, subía hasta Wigmore, conocida en las canciones y las fábulas como el asentamiento ancestral de la familia Mortimer. Aparte de que fueron señores de las Marcas10 durante la Edad Media y de que tuvieron un papel importante en la Guerra de las Rosas, Dominic no tenía muy claro quiénes eran los Mortimer.

      —Los estudié en el colegio —dijo—, pero lo he olvidado casi todo.

      El sendero era popular entre la gente a la que le gustaba ir de excursión por su terreno relativamente accesible y por la cantidad de excelentes pubs que había en su recorrido.

      —Y entre los ufólogos —dijo Stan.

      —Sí, es un sitio muy popular —reconoció Dominic.

      —Una zona de avistamiento —añadió la mujer.

      Diez años antes, se habían producido varios; se habían visto unas luces en el cielo, varios coches se habían averiado misteriosamente y alguien había abusado sexualmente de una vaca, aunque Dominic reconoció que podía haber otra explicación para esto último.

      —Celebrábamos fiestas alienígenas —comentó Dominic.

      En estas juergas temáticas, al parecer, se bebía la tradicional sidra barata, había vómitos y algún que otro besuqueo; con algo de suerte, no en ese orden.

      —¿Has tenido algún encuentro con alienígenas? —le pregunté a Stan antes de poder contenerme.

      —Sí —dijo—, pero no me gusta hablar del tema.

      Llegamos adonde habíamos aparcado la Nissan. Dominic se ofreció a llevar a Stan, pero esta respondió que no le importaba volver a casa caminando. Vivía con su familia al otro lado de las colinas, junto a una aldea llamada Yatton. La observé mientras se alejaba dando tumbos camino abajo y zigzagueaba y se detenía cada poco tiempo para orientarse.

      —Se golpeó la cabeza con un árbol y estuvo seis meses en el hospital —dijo Dominic—. Los médicos alucinaron cuando la vieron salir de allí por su propio pie. Ha tenido mucha suerte.

      «Sí —pensé—, es una colega por la que lo darías todo».

      A pesar de que Dominic había aparcado una parte del vehículo en la sombra, una ráfaga de aire caliente y fétido nos golpeó en la cara cuando abrimos las puertas. Bajo el aroma a mierda reseca, percibí también un olor a verduras podridas y plástico medio derretido.

      —Dios, Dominic, ¿a qué se dedica tu novio?

      —Es granjero —dijo, como si eso lo explicara todo.

      Dejamos las puertas del coche abiertas para que la Nissan se aireara mientras Dominic llamaba por radio. Para mi sorpresa, su Airwave tenía mucha mejor cobertura que cualquiera de nuestros móviles. Estaba tan sediento que me estaba mentalizando para armarme de valor y coger la botella de agua que tenía dentro de la furgoneta cuando Dominic bajó la radio e hizo una señal para que me acercara.

      —¿Esperas algún paquete? —preguntó.

      ***