puesto tras la cresta de las montañas que había detrás de la casa de los Marstowe, y había dejado en su estela un resplandor brumoso y anaranjado y ofrecía al pueblo en una refrescante sombra. Oía el murmullo de las voces de la aglomeración de periodistas en el pub —que seguían esperando en la entrada de la calle sin salida— y veía la punta de sus cigarrillos electrónicos y los ocasionales flashes de sus cámaras. Me extrañaba que Nightingale quisiera ver mi cara en las noticias, de manera que me escabullí por un lado para asegurarme de que un arbusto me tapara. Después, llamé a la sargento Cole para informarle de que me había marchado ya del domicilio.
Me dijo que no me alejara por si acaso volvían a necesitarme «o por si se desatara una buena pelea». No tuve ocasión de preguntarle si pensaba que eso podía ocurrir. Los equipos de búsqueda estarían fuera hasta que cayera la noche, pero el jefe de policía Windrow ofrecería una sesión informativa para el equipo de investigación durante la siguiente hora más o menos. Hasta entonces, yo era el único efectivo disponible en la zona.
—Me acercaré después de la reunión para hablar con la familia —comentó Cole—. Cabe la posibilidad de que mañana por la mañana demos una rueda de prensa. Si eso sucede, yo me encargaré de la familia. Windrow quiere que estés disponible por si surgiera algo; Dominic te avisará.
Tras colgar, eché un vistazo a través del arbusto para ver si la prensa se había relajado un poco. Mientras observaba, un temblor pareció extenderse por el grupo y los que se encontraban a la izquierda se separaron del resto y subieron por la angosta carretera. Enseguida los siguieron más y más de sus compañeros, hasta que el rebaño entero se marchó ruidosamente tras ellos. Algunos rezagados, armados con teleobjetivos, se quedaron haciendo guardia en la calle sin salida. Me encorvé para ofrecer mi mejor imitación de un cockney o, para ellos un mockney,7 me comporté con amabilidad y pregunté adónde había ido todo el mundo.
—A Leominster —dijo un fotógrafo con rastas pelirrojas y pecas—. Por si la policía local hace algún anuncio más tarde.
«En cuanto me miran, saben que soy policía», pensé. Aunque, a veces, tengo la sensación de que no se plantean esa posibilidad, lo cual puede resultar muy útil.
—¿Qué tal está el pub? —pregunté.
—¿El Cisne? —dijo, y meneó la cabeza de un lado a otro—. Un poco pijo, pero tiene una gran variedad de cervezas.
El Cisne entre los Juncos no era lo que yo esperaba de un pub rural, aunque debo admitir que mis expectativas provenían, en su mayor parte, de la prolongada adicción de mi madre a la serie Emmerdale8 durante los noventa. Situado al final del pueblo, junto al estanque que, al parecer, daba su nombre al lugar —aunque no advertí ningún junco en él—, había un edificio achaparrado de finales de la época victoriana construido para reemplazar el viejo molino de agua, que quedó obsoleto en cuanto llegó la electricidad. Al poco tiempo se convirtió en un pub que bautizaron con el engañoso nombre de El Viejo Molino y, después , lo compró y renombró el dueño actual. Se presentó como Marcus Bonneville y me contó que, aunque era de Shropshire, había ganado un dineral en Londres haciendo algo que no especificó y había decidido volver al campo.
La gente no debería ser tan discreta a la hora de contar de dónde saca su dinero, sobre todo con la policía. La única razón por la que no tomé nota de su nombre para buscar después su historial fue porque estaba bastante seguro de que la pandilla de Windrow lo había hecho el primer día, probablemente antes del desayuno. Cuando tratas con la pasma, tener un pasado misterioso es contraproducente.
El hombre tenía buen gusto y, en lugar de engalanar el pub con las típicas antiguallas, había optado por un estilo art déco más elegante y había colocado mesas de comedor de madera de nogal clara con sillas a juego y lámparas circulares de metacrilato que colgaban del techo. La barra de caoba tenía las esquinas redondeadas y detalles de latón, y había pósteres de estilo retro enmarcados que anunciaban destinos en los que resultaba imposible ponerse moreno: Llandudno, Bridlington y Bexhill-on-Sea. Solo hacía falta una rica heredera asesinada para que Hércules Poirot se hubiese sentido como en casa. La cocina era algo sofisticada, y aunque soy un defensor de la transparencia en la cadena de alimentación, no me interesa saber con precisión qué raza de ganado de un rebaño en particular ha dado su vida para que disfrute de un filete de 170 g servido con salsa de pimienta, setas a la parrilla, tomate, patatas fritas gruesas y media pinta de sidra por menos de veinte libras.
Estaba pensando en pedirme una ración de pudding de pan y mantequilla con helado de moca cuando el grupo de la prensa empezó a arremolinarse en la puerta principal, por lo que decidí escabullirme por detrás con el vaso de sidra Bulmers en la mano. Dicho acceso me condujo a una descuidada zona de aparcamiento de gravilla con la encantadora vista de unos cubos de basura y las puertas de la cocina, que habían dejado abiertas para que entrara algo de aire fresco. Mientras me terminaba la sidra, observé cómo el personal, ataviado con ropa blanca, se preparaba para la locura que vendría después de la sesión informativa. Marcus sacaría provecho a la crisis; después de todo, no hay mal que por bien no venga.
Para entonces, el sol ya se había ocultado tras las montañas y estaba prácticamente oscuro. Por encima del ruido de los cacharros de la cocina y las voces del bar distinguí el zumbido de un helicóptero que volaba bajo y velozmente en dirección sur. La búsqueda había terminado por hoy.
Llamé a Nightingale y le dije dónde me hospedaría, a lo que él me preguntó que cuánto tiempo pensaba quedarme allí.
—No lo sé —respondí—. Pero West Mercia se está equipando para una investigación larga. Creo que no piensan que esto vaya a terminar bien.
—Ya veo —dijo Nightingale—. Lo prepararé todo para que te envíen algunas cosas de primera necesidad.
—Hay un par de bolsas de viaje en mi cuarto —dije—. Una de ellas está debajo de la cama y la otra debería de estar en el armario.
—Le diré a Molly que se encargue de ello esta noche —contestó Nightingale, lo que tendría que haberme alarmado de inmediato.
Nos interrumpió una llamada de la sargento Cole, que me informó de que podía considerar que estaba fuera de servicio pero de guardia hasta el amanecer del día siguiente, cuando las operaciones de búsqueda se reanudaran. Cuando colgué a Cole, le pregunté a Nightingale si tenía algún consejo que darme.
—Mantén los ojos abiertos. Y hazlo lo mejor que puedas —me ordenó.
El pueblo no tenía farolas en las calles, pero de las casas salía bastante luz como para iluminar mi camino colina arriba. Me escurrí entre los fotógrafos que seguían de guardia en la calle sin salida y subí hacia el bungaló de la madre de Dominic. Las luces estaban encendidas tras los visillos y oí que tenía la televisión puesta. Me tropecé con algo dolorosamente compacto a la izquierda del camino que daba la vuelta a la casa y percibí, más que vi, que el establo era la sombra más clara que había en la oscuridad. Me encaminé con precaución hacia la parte delantera. Estaba buscando las llaves cuando levanté la vista y miré el cielo por primera vez.
Cuando era pequeño, mi madre volvió a Sierra Leona con maletas llenas de regalos y baúles repletos de tanta ropa «casi nueva» como para haber provisto a una filial de Oxfam durante un año y medio. En el último momento, quizá para asegurarse de que le permitían llevar más equipaje, decidió que viajara con ella. No recuerdo mucho de ese viaje, pero mi madre tiene varios álbumes colmados exclusivamente de fotografías mías en las que o aparezco solemne o aterrado, mientras una sucesión de parientes me pasa de unos brazos a otros. Una cosa que sí que recuerdo es mirar el cielo nocturno y verlo atravesado por un río de estrellas.
Esa misma noche, vi lo mismo: una corriente trenzada de luz formó un arco sobre mi cabeza mientras un cuarto de la luna cruzaba el horizonte. Durante un instante, creí haber olido algo dulce y ligeramente fermentado, y la luz de la luna me hizo pensar que el campo vacío que había tras el jardín de la madre de Dominic estaba repleto de árboles. Pero en cuanto encendí las luces del establo, estos desaparecieron.