Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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levantó la cabeza y, como si alguien le hubiera dado cuerda un par de veces, nos dijo que la siguiéramos por el bosque.

      Nos adentramos con ella a través de unos helechos que nos llegaban a la altura de la cintura y bajamos por algo que no parecía un camino, sino una zona donde el sotobosque no era tan denso. A pesar de la sombra que proporcionaban los árboles, el aire era cálido y húmedo, y estaba pensando en quitarme la chaqueta cuando Stan se detuvo de golpe frente a un gran muro de azaleas.

      —Está ahí dentro —dijo antes de agacharse y gatear por un agujero estrecho.

      La seguí a regañadientes por un túnel corto y frondoso que olía a ambientador barato y que dio paso a un pequeño claro rodeado, en tres de sus lados, por más azalea y, en el cuarto, por un árbol mocho caducifolo con pocas hojas y unas ramas tan curvadas y retorcidas que la copa rozaba el suelo. El claro en sí tenía una forma rectangular perfecta que resultaba poco habitual, pero caí en la cuenta de que era resultado de la presencia de los cimientos de un pequeño edificio. En un extremo había restos de una hoguera, ennegrecida y definida por un círculo de ladrillos rotos y piedras grandes, y en el otro, un bloque elevado de hormigón (una carbonera, una fosa séptica o algo con una función parecida). El suelo de cemento llevaba expuesto a las inclemencias del tiempo lo bastante como para que un par de centímetros de polvo y tierra gris se hubiera amontonado encima.

      —Nadie es capaz de encontrar este sitio —dijo Stan con orgullo.

      Pero, evidentemente, alguien lo había hecho, porque Stan nos enseñó la puerta de hierro forjado situada en el lateral del plinto; se parecía al conducto para la basura del piso de mis padres. Serpentinas de plástico verde, blanco y transparente asomaban por los bordes de la puerta: restos de unas bolsas. Stan tiró de la puerta, que se abrió con un crujido y reveló más tiras de plástico y un hedor terrible a carne pasada y papel podrido. Parecía haber un gran hueco detrás de la puerta, pero no tenía mucha curiosidad por saber de qué se trataba.

      —¿Qué guardabas ahí dentro? —pregunté.

      —Mis reservas —respondió Stan.

      —Ya, pero ¿qué exactamente?

      —Bennies, algunas balas azules, algo de speed, un poco de ciervo, un par de conejitos y algo de rojo.

      Las tres primeras las conocía —eran bencedrina, diazepam y anfetaminas—, pero le pregunté a Dominic qué era el resto.

      —Ya sabes. Ciervo como Bambi, conejos y gasóleo agrícola. Stan se lo manga a su padre del tractor, ¿no es cierto?

      Stan afirmó con la cabeza. No sabía qué era el gasóleo agrícola, pero, no quería parecer un idiota, así que no lo pregunté.

      —¿Cuándo crees que se lo llevaron todo? —inquirí.

      —Lo encontré así el jueves —contestó Stan—. Por la tarde. —Levantó un dedo y empezó a enrollar un rizo de pelo con él—. Alrededor de las cinco.

      La mañana en la que habían desaparecido las niñas; el primer día de la búsqueda.

      —Y antes de eso, ¿cuándo fue la última vez que viniste? —preguntó Dominic, que obviamente pensó lo mismo que yo.

      —El miércoles —dijo Stan, y se calló de golpe cuando me vio sacar un cuaderno y apuntar cosas en él. Para la policía, si las cosas no están escritas en alguna parte, no ocurrieron. Y si la investigación acababa mal, habría preguntas. No iba a arriesgarme a que hubiera alguna confusión con respecto a quién había dicho qué a quién, fuera un colega o no.

      —¿Por la mañana o por la tarde? —pregunté.

      Dominic emitió unos ruiditos alentadores y Stan admitió que había comprobado el escondite sobre las siete de esa tarde. Un pensamiento horrible me cruzó la mente en ese momento.

      —¿Has mirado a ver si… —Vacilé—… si hay alguien dentro?

      Stan negó con la cabeza.

      Miré a Dominic y señalé con la cabeza la amplia trampilla. Gruñó.

      —Es tu colega —comenté.

      Dominic suspiró, sacó una fina y diminuta linterna del bolsillo de la chaqueta e introdujo la cabeza con diligencia. Escuché un «¡Mierda!» amortiguado, un tosido y, entonces, Dominic emergió de nuevo.

      —No —dijo—. Gracias a Dios no hay nadie. Y Stan, no vuelvas a guardar comida ahí dentro en el futuro. Es asqueroso y, seguramente, poco saludable.

      —Vamos a tener que informar de esto —añadí, y Dominic asintió.

      Stan se quedó boquiabierta.

      —¿Por qué? —preguntó.

      —Para que los equipos de búsqueda no pierdan el tiempo con este sitio cuando lleguen—explicó Dominic.

      —Entonces, ¿crees que lo encontrarán? —preguntó Stan.

      —Llegarán aquí mañana —respondió Dominic.

      —Vaya —dijo Stan—. Aun así, me ayudaréis, ¿verdad?

      —¿Ayudarte a qué? —pregunté.

      Stan hizo un pequeño gesto de desesperación en dirección a la trampilla vacía.

      —Me han robado mi alijo —indicó.

      —¿Qué? ¿Todas las cosas ilegales que habías escondido para que la policía no te pillara?

      —Los conejos no son ilegales —murmuró Stan.

      —¿Quién crees que se lo llevó? —preguntó Dominic.

      —Supuse que había sido un poni —dijo Stan.

      —¿Por qué iba un poni a meterse en tu escondite? —repliqué.

      —Les vuelve locos la comida —dijo.

      Le pregunté a Dominic si había ponis por allí.

      —Hay algunos a un par de parcelas de distancia —respondió—. Y algunos más bajando la colina, hacia Aymestrey. Pero nunca había oído que bebieran gasóleo.

      —¿Y qué hay de las drogas? —quise saber—. ¿Qué efecto tendría el diazepam en un caballo?

      Los dos miramos a Stan y ella se encogió de hombros.

      —No lo sé —reconoció—. Nunca se lo he dado a un caballo.

      —Quizá deberíamos informar a los veterinarios locales —propuse.

      —No fue un caballo —dijo Stan—. La puerta estaba cerrada con un alambre.

      Nos mostró unos orificios negros de metal que había en la puerta y el marco. Los restos de una cerradura de seguridad, pensé. Stan dijo que siempre le daba un par de vueltas a un alambre grueso de acero a través de los agujeros y que, después, lo enrollaba para mantenerla cerrada. Le pregunté dónde estaba el alambre y me enseñó el sitio en el que había caído sobre el suelo, desenrollado. Recogí los pedazos y les eché una ojeada; ni los habían cortado ni los habían fundido ni, hasta donde podía asegurar, habían estado expuestos a la magia. De hecho no había absolutamente nada de nada en lo que se refiere a vestigia (el rastro que deja la magia) en ninguna parte del escondite.

      La flora retiene muy pocos vestigia, lo que hace que el campo, dejando a un lado la poesía, no sea un lugar especialmente mágico. Este hecho causó una gran consternación entre los practicantes de magia más románticos de finales del siglo xviii y principios del xix, entre los que destaca Polidori, que pasó mucho tiempo intentando demostrar que las cosas naturales, en su estado salvaje e indómito, eran intrínsecamente mágicas. Al final, terminó loco, pero eso podría haber sido el resultado de pasar mucho tiempo con Byron y los Shelley. Su gran salto a la fama, más allá de escribir la primera novela de vampiros de la historia, vino dado por su intento de clasificar los lugares de los que provenían los poderes mágicos, fueran