las probabilidades: ¿dónde podría haber ido el sujeto por propia voluntad en una determinada ventana de tiempo? Así, el área de búsqueda aumenta como la escarcha en una telaraña, se expande por carreteras y camino, y se extiende en oleadas por los campos y jardines.
La puerta de los servicios se abrió y salió una mujer voluminosa con una rebeca beige. Tenía el rostro redondeado, la tez blanquecina y el cabello moreno, que llevaba en una práctica coleta. Llevaba gafas, colgadas al cuello con un cordón rosa, una falda marrón que le llegaba a la altura de la rodilla y unos zapatos de salón cómodos. Parecía la típica entrometida digna de confianza del pueblo, pero sus perspicaces ojos azules, que no dejaban de ir de un lado a otro, asimilando todo, la delataban; eran los ojos de una policía nata.
Aun así se movió afanosamente de un modo muy profesional cuando me vio, me tendió la mano y se presentó como la sargento Allison Cole.
—Debes de ser Peter Grant —dijo—. Gracias por ofrecerte voluntario. Aunque Dios sabe lo qué opinara la familia de ti.
Nos sentamos a una de las mesas con caballetes. La sargento Cole extrajo una botella de agua de uno de los paquetes y me la ofreció; negué con la cabeza. Entonces, la abrió y se la bebió, agradecida.
—Estamos teniendo suerte con el tiempo —comentó—. Si están por ahí fuera, al menos no morirán congeladas.
—El verano más cálido que se recuerda —añadió Dominic—. Deberías estar en tu casa..
Ni siquiera me molesté en lanzarle una mirada; no habría entendido a santo de qué venía.
—¿Dónde te hospedas? —me preguntó Cole.
—Lo he colocado en el establo de mi madre —explicó Dominic.
—Pensaba que el ayuntamiento quería derribarlo —comentó Cole.
—Todavía no han decidido nada.
—Al menos, no estarás lejos —dijo Cole—. Y vendrá bien tener a alguien a mano durante la noche. Así podré irme a casa con mis hijos.
—¿Crees que esto se va a prolongar? —pregunté.
—¿Quién sabe? —respondió, lo que significaba que sí.
—¿Crees que las encontraremos?
—Eso espero —contestó, lo que significaba que no.
Dio otro sorbo de agua y se secó la frente con el dorso del brazo.
—Será mejor que te resumamos cómo va la investigación y que te presentemos a la familia —dijo.
***
Los Marstowe vivían en un chalet adosado de estilo neogeorgiano descafeinado, el diseño de rigor en los planes de construcción de casas rurales durante la posguerra. Situada al final de una calle sin salida, era, según me contó Dominic, la última propiedad de todo el pueblo que aún pertenecía al ayuntamiento. El resto las habían comprado sus inquilinos en las décadas de 1980 y 1990 y, después, estos se las habían vendido a forasteros con dinero.
—A excepción de tu madre —dije.
—No quería venderla —contestó—. Ahora, desde luego, parece un auténtico genio, tal y como están los precios.
A juzgar por el Volkswagen Rabbit gris destrozado y las bombonas de gas vacías entre el largo césped sin cortar del jardín delantero, parecía que los Marstowe esperaban salir en el siguiente documental del Canal 4 sobre empobrecimiento o en un reportaje a dos páginas del Daily Mail. Aunque para asegurar la historia en el Mail probablemente antes tendrían que adoptar a un refugiado rumano o algo similar. Al otro lado del seto cuadrado, el jardín delantero del otro adosado estaba cubierto de un césped cuidado pero desprovisto de flores. Como las ventanas y las puertas de ese lado estaban bien cerradas, la casa tenía aspecto de estar vacía. El propietario, un catedrático de la Universidad de Birmingham, había sido de los primeros lugareños a los que habían investigado después de que las chicas desaparecieran. Vamos, que lo habían rastreado, identificado y eliminado de la ecuación, por si acaso alguien se lo preguntaba.
—Está en su villa de la Toscana —me había dicho Dominic. Llevaba allí desde finales de julio.
—¿Una villa en la Toscana y una casa para los fines de semana en el campo? —pregunté—. ¿Cuánto cobran?
Al parecer, su plan había consistido en trasladarse junto a toda su familia a Rushpool, pero su mujer había solicitado el divorcio cuando lo descubrió con una alumna hablando sobre el papel crucial de Borges en el desarrollo de la literatura poscolonial, con la ayuda de un plumero, un chaleco de látex y una tarrina de helado de Ben&Jerry’s con sabor a brownie.
Pregunté si alguna de las dos mujeres lo había acompañado a la Toscana.
—La mujer y los hijos —respondió Dominic—. Y la alumna.
El adosado estaba al final de una calle sin salida que se desviaba de la carretera del pueblo. Por lo que vi, los medios mantenían una especie de cordón de seguridad extraoficial; en ningún momento sobrepasan la intersección. Dominic dijo que se estaban portando bien y —de momento— estaban respetando la intimidad de la familia. Me pregunté cuánto duraría.
La puerta principal de la casa de los Marstowe se mantenía abierta con un ladrillo y se oían los gritos de unos niños. Dominic llamó un par de veces a la puerta, lo intentó con el timbre (que no funcionaba) y volvió a llamar con los nudillos. Entonces, me miró y se encogió de hombros. Los gritos se oyeron con más intensidad. «Tiene al menos un bebé y un par de niños mayores», pensé. Uno de ellos estaba verdaderamente irritado porque no le dejaban salir de casa.
Dominic se rindió y estaba a punto de entrar cuando un chico blanco, de unos nueve años, vino corriendo por el pasillo y se detuvo de golpe al vernos. Iba vestido con una camiseta verde con la imagen del dibujo animado de Psy y se aferraba a un bate de cricket rosa de plástico. Fijó la vista en Dominic, después en mí, se mordió el labio por la consternación y volvió a echar a correr por donde había venido.
—Ryan —dijo Dominic—. El hijo mayor.
Seguimos a Ryan al interior.
A pesar del aspecto rústico del jardín delantero, el interior del domicilio estaba sorprendentemente ordenado o, al menos, todo lo que puede estarlo una casa con cuatro niños menores de doce años sin un servicio de limpieza contratado a tiempo completo. Seguí a Dominic por el corto pasillo y accedimos a la cocina, al fondo, donde me presentó a Joanne Marstowe.
Era una mujer pequeña con una nariz estrecha y respingona, ojos azules y un color de pelo como el de los niños de Los cuclillos de Midwich.6 Estaba delgada a pesar de haber dado a luz a cuatro niños. Al más pequeño, Ethan, de un año, lo balanceaba en un brazo. Tenía el mismo pelo rubio platino que su madre y daba la impresión de que, no hacía mucho, había tenido la cara sumergida en un potito de cerdo con manzana. Vi el tarro en la mesa de la cocina y la trona con el cuenco de flores azules y rosas volcado sobre la bandeja. Ryan se había situado detrás de su madre y se asomaba con precaución para comprobar que no íbamos a por él. Un tercer niño, que por proceso de eliminación debía de ser Mathew, de siete años y con el pelo rubio pegado a la frente por el sudor, estaba sentado tranquilamente a la mesa. Parecía un niño al que habían sometido a más de un castigo razonable según lo establecido en la sección 58 de la Ley del Menor de 2004.
—Hola, Joanne —saludó Dominic.
Joanne lo fulminó con la mirada, se fijó en mí y volvió a centrarse en Dominic.
—¿Quién coño es este? —preguntó.
—Peter —dijo Dominic—. Va a trabajar con Allison Cole y contigo.
—¿De dónde viene? —preguntó.
—De Londres —respondí, lo que pareció complacerla.
—Bien.