Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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que tenía que sonsacar a Nightingale la lista de esos vejestorios para convertirla en una base de datos como Dios manda. La «radio macuto» de Hugh podría ser una útil fuente de información. De haber estado cuatro puestos por encima en la jerarquía, lo habría considerado una oportunidad para obtener recursos adicionales de inteligencia, mediante una mayor participación de los interesados. Pero soy un simple agente, así que no lo hice.

      Mellissa regresó con el té y con lo que yo sin duda habría llamado crumpets. Nos sirvió la infusión de una tetera achaparrada y redonda escondida bajo una funda de ganchillo roja y verde con forma de gallo. Su abuelo y yo bebimos de las delicadas tazas de porcelana con sauces dibujados; ella se lo sirvió de una taza con el eslogan «Orgulloso de la BBC».

      —Échese el azúcar que quieras —dijo Mellissa; después se encaramó a una de las sillas y empezó a cubrir de miel los crumpets. La miel salió de un tarrito redondo con la palabra «Hunny»3 escrita en un lado.

      »Pruébela —dijo mientras colocaba un crumpet delante de su abuelo—. La producen nuestras propias abejas.

      Tenía la taza a medio camino de los labios, pero titubeé. La bajé hasta colocarla de nuevo sobre el plato y miré a Hugh, que pareció desconcertado durante un segundo y después sonrió.

      —Pues claro —dijo—. ¿Qué ha sido de mis modales? Por favor, come y bebe libremente, sin ninguna clase de obligación, etcétera, etcétera, etcétera.

      —Gracias —respondí, y volví a levantar la taza.

      —¿En serio hacéis esas cosas? —preguntó Mellissa a su abuelo—. Pensaba que te lo habías inventado todo. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué le preocupa que pase exactamente?

      —No lo sé —respondí—. Pero tampoco tengo prisa por averiguarlo.

      Di un sorbo al té. Estaba bien cargado, gracias a Dios. Me encanta el té suave, pero después de un rato en la carretera te apetece algo un poco más fuerte que un Earl Grey.

      —Bueno, Peter, cuéntame —dijo Hugh—. ¿Qué trae al estornino tan lejos de las nieblas de Londres?

      Me pregunté cuándo me había convertido en «el estornino» y por qué todo el mundo que era alguien dentro de la comunidad sobrenatural tenía tantos problemas para utilizar los nombres propios.

      —¿Escucha usted las noticias? —pregunté.

      —Ah, ya —contestó Hugh, y asintió—. Las niñas desaparecidas.

      —¿Qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó Mellissa.

      Suspiré; las tareas policiales serían mucho más sencillas si la gente no tuviera familiares preocupados. Para empezar, la tasa de asesinatos sería mucho más baja.

      —Solo es una comprobación rutinaria —dijo.

      —¿Sobre mi abuelo? —indagó Mellissa. Vi que empezaba a enfadarse—. ¿A qué se refiere?

      Hugh le sonrió.

      —En realidad, es bastante halagador; es evidente que me consideran lo bastante poderoso como para ser una amenaza pública.

      —¿Una amenaza para los niños? —añadió Mellissa, y me miró.

      Me encogí de hombros.

      —De verdad que es un procedimiento completamente rutinario —afirmé. De la misma manera en que colocamos a los seres más queridos y cercanos de las víctimas en la lista de sospechosos o recelamos de los parientes que se ponen a la defensiva cuando hacemos preguntas que están justificadas. ¿Era justo? No. ¿Estaba justificado? Quién sabe. ¿Son tareas policiales? Haz alguna pregunta estúpida.

      Lesley siempre decía que yo no era lo bastante desconfiado como para hacer bien mi trabajo y me disparó con una taser en la espalda para anotarse el tanto. Así que sí, recelaba de todo el mundo, incluso del carca simpático con el que tomaba el té en aquel momento.

      No obstante, acepté un crumpet, porque uno puede llevar la paranoia profesional al extremo.

      —¿No ha notado nada raro durante la última semana más o menos? —pregunté.

      —No puedo afirmar que sí, ya no soy tan perspicaz como antes —respondió Hugh—. O mejor, debería decir que mi perspicacia no es tan digna de confianza como lo era en mis días de gloria. —Dirigió una mirada a su nieta—. ¿Y tú, querida?

      —Ha hecho más calor de lo habitual, pero quizá solo sea por el calentamiento global —repuso.

      Hugh sonrió con timidez.

      —Eso es todo, me temo —dijo, y preguntó a Mellissa si le daba permiso para comerse otro crumpet.

      —Vale —respondió esta, y le puso otro delante. Hugh extendió una mano temblorosa y, tras unos cuantos intentos fallidos, atrapó el crumpet con un jadeo triunfante. Mellissa lo observaba con preocupación mientras se lo llevaba a la boca, le daba un buen mordisco y lo masticaba con una satisfacción evidente.

      Reparé en que los miraba fijamente, así que me bebí el té y me concentré en la taza.

      —¡Ja! —dijo Hugh cuando terminó de masticar—. No ha sido tan difícil.

      Y entonces, se quedó dormido; cerró los ojos y la barbilla le cayó sobre el pecho. Ocurrió tan deprisa que me dispuse a levantarme de la silla, pero Mellissa me indicó con la mano que volviera a sentarme.

      —Lo ha agotado —dijo, y a pesar del calor, sacó una manta de tela escocesa de la parte trasera de la silla de su abuelo y lo cubrió hasta la barbilla—. Creo que es evidente, incluso para usted, que no tiene nada que ver con la desaparición de las niñas.

      Me levanté.

      —¿Y usted tiene algo que ver? —pregunté.

      Me dirigió una mirada envenenada y, entonces, me llegó un destello, nítido e indiscutible, el chasquido de las patas y las mandíbulas, el aleteo de las alas y el aliento cálido y comunitario del enjambre de abejas.

      —¿Qué querría yo de unas niñas? —pregunté.

      —¿Cómo voy a saberlo? —dije—. A lo mejor quiere sacrificarlas en la próxima luna llena.

      Mellissa inclinó la cabeza hacia un lado.

      —¿Se está haciendo el gracioso? —preguntó.

      «Cualquiera puede hacer magia —pensé—, pero no todo el mundo es un ser mágico». La magia, llamémosla así en aras de este argumento, ha acariciado a algunas personas hasta el punto de que ya no lo son por completo, incluso con arreglo a la legislación de los derechos humanos. Nightingale los llama seres feéricos, pero eso es un término general, como cuando los griegos utilizaban la palabra «bárbaro» o el Daily Mail emplea el vocablo «Europa». Yo, por mi parte, había encontrado al menos tres sistemas distintos de clasificación en la biblioteca de La Locura, todos con elaboradas etiquetas en latín y, supuse, con todo el rigor científico de la frenología. Hay que ser cuidadoso a la hora de aplicar conceptos como la especiación a los seres humanos, de lo contrario terminas con esterilizaciones obligatorias,4 campos de concentración a lo Bergen-Belsen y el Pasaje del Medio5 antes de darte cuenta.

      —Para nada —respondí—. He dejado de hacerme el gracioso.

      —Entonces, ¿por qué no registra nuestra casa y sale de dudas? —dijo.

      —Ah, pues muchas gracias, eso haré —respondí para demostrar una vez más que un poco de sarcasmo nunca viene mal.

      —¿Qué? —Mellissa dio un paso atrás y me miró fijamente—. Estaba de broma.

      Pero yo no. La primera regla de un policía es que nunca tomas la palabra a nadie sobre ningún tema; siempre te aseguras de comprobar las cosas por ti mismo. Muchos niños desaparecidos estaban ocultos bajo las camas o en los cobertizos de