azul, los turistas bloqueaban el paso en las aceras a lo largo de Euston Road y los trabajadores resoplaban desde las ventanas abiertas y observaban con anhelo a los jóvenes atléticos que pasaban por delante de ellos con pantalones cortos y vestidos veraniegos. Al detenerme para repostar en una gasolinera que conozco cerca de Warwick Avenue, me hice un lío con el sistema de calles unidireccionales que habían instaurado de forma temporal en Paddington, subí por la A40, me despedí de la magnificencia art déco del edificio Hoover y me dirigí rumbo a lo que a los londinenses les gusta pensar que es «cualquier otro sitio».
Una vez dejé a Punch y la M25 a mis espaldas, sintonicé Five Live en la radio del coche, que se esforzaba por ofrecer un ciclo informativo de veinticuatro horas a partir de solo media hora de noticias. Las niñas seguían desaparecidas, los padres habían hecho un «emotivo» llamamiento y la policía y los voluntarios peinaban la zona.
Apenas acabábamos de entrar en el segundo día y los presentadores de radio ya empezaban a adoptar el tono de desesperación propio de alguien que se queda sin preguntas que hacer a los reporteros desplegados sobre el terreno. Todavía no habían llegado a la fase de «¿En qué crees que estarán pensando en estos momentos?», pero solo era cuestión de tiempo.
Lo comparaban con los asesinatos de Soham, aunque nadie tuvo el tacto suficiente como para señalar que las dos chicas de ese caso habían fallecido antes de que sus padres llamaran a emergencias. Decían que el tiempo se acababa y que la policía y los voluntarios llevaban a cabo operaciones de búsqueda exhaustivas por los campos de los alrededores. Había especulaciones sobre si las familias harían un llamamiento a los medios aquella tarde o si esperarían al día siguiente. Dado que no tenían ni idea sobre esto, estuvieron unos buenos diez minutos hablando sobre la estrategia de comunicación de la familia antes de que los interrumpiera la noticia de que su reportero en la zona había entrevistado a una lugareña. Resultó ser una mujer con una versión pasada de moda del acento que emplea la BBC que dijo que todo el mundo estaba conmocionado, como era natural, y que uno no espera que esa clase de cosas pasen en un sitio como Rushpool.
El ciclo de noticias volvía a empezar a las horas en punto, y me enteré de que el pueblecito de Rushpool, ubicado en la tranquila zona rural de Herefordshire, era el centro de la masiva operación de búsqueda policial de dos niñas de once años: Nicole Lacey y Hannah Marstowe, amigas inseparables que llevaban desaparecidas más de cuarenta y ocho horas. Se decía que los vecinos estaban en estado de shock y que el tiempo se agotaba.
Apagué la radio.
Nightingale me había sugerido que saliera por el área de servicio de Oxford y que fuera por Chipping Norton y Worcester, pero yo había activado el GPS para que me llevara por la ruta más rápida, y eso significaba dar un rodeo por Bromsgrove en la M42 y la M5, y no salir hasta Droitwich. De repente, me vi conduciendo por una serie de carreteras nacionales estrechas, que serpenteaban través de los valles y pasaban por encima de puentes encorvados de piedra gris, antes de desaparecer al oeste del río Teme. De ahí en adelante, tomé unas carreteras comarcales incluso más retorcidas y atravesé un campo tan fotogénico y rural que casi esperaba encontrarme con Bilbo Bolsón al dar la vuelta a la siguiente esquina, siempre y cuando el hobbit se hubiera aficionado a conducir un Nissan Micra.
Muchas de las carreteras tenían arbustos más altos que yo y lo bastante anchos como para arañar de vez en cuando el lateral del coche. Probablemente, cualquier podría pasar a medio metro de una niña desaparecida y no saber nunca que se encontraba allí, sobre todo si estaba tumbada en el suelo, inerte.
Mi navegador me guio tranquilamente como un cordero a través de una montaña rusa en espiral hasta una cresta arbolada y, después, me llevó por una pendiente empinada llamada Kill Horse Lane. En lo alto de la colina, me sacó del asfalto y me condujo a un camino sin pavimentar, que me llevó más arriba mientras el terreno daba unos bocados diminutos a los bajos de coche. Tomé una curva y descubrí que el camino pasaba rápidamente por delante de una casa de campo y de una torre circular de tres pisos y con una bóveda ovalada que le confería un extraño toque barroco. El GPS me informó de que había llegado a mi destino, así que aparqué y salí a echar un vistazo.
El aire, cálido, estaba en calma y olía a caliza. El sol de última hora de la mañana calentaba lo bastante como para crear ondas a lo largo del sendero blanco y polvoriento. Oía el graznido de los pájaros entre los árboles cercanos y un sonido continuo, rítmico y machacón que venía del otro lado de la cerca. Me remangué y me dirigí a ver qué era.
Tras la valla, el terreno descendía hasta una hondonada en la que se erigía una casa de campo de dos pisos construida con ladrillo en medio de un jardín que habían trazado con un entramado descuidado de parcelas para un huerto, túneles de cultivo en miniatura y lo que di por hecho que eran unos gallineros techados con una malla metálica que impedía el acceso a los depredadores. A pesar de ser más o menos nueva, había algo en la cumbrera del tejado y en la forma en que las ventanas estaban alineadas que le dotaban de un aspecto imperfecto. Una puerta lateral abierta mostraba un recibidor abarrotado de botas de lluvia negras cubiertas de barro, abrigos y demás bártulos para el exterior. Estaba desordenado pero no abandonado.
Delante de la casa de campo había un espacio abierto donde dos tipos blancos observaban cómo un tercero partía troncos de leña para hacer fuego. Los tres vestían pantalones cortos color caqui pero no llevaban camiseta. Al verme, uno de ellos, mayor que los otros dos y ataviado con un gorro de pesca verde militar, comentó algo. Los otros dos se volvieron para mirar, protegiéndose los ojos con una mano. El mayor agitó el brazo y subió la cuesta del jardín en mi dirección.
—Buenos días —dijo. Tenía acento australiano y era mucho más viejo de lo que me había parecido en un primer momento: rondaba los sesenta años, quizá más, y tenía un cuerpo delgado que parecía cubierto de cuero arrugado. Me pregunté si aquel sería el tipo que andaba buscando.
—¿Hugh Oswald? —pregunté.
—Te has confundido de casa —respondió el hombre y señaló la torre extraña con la cabeza—. Vive en esa maldita cosa de allí.
Uno de los hombres jóvenes subió y se unió a nosotros. Varios tatuajes quedaban a la vista por debajo de los pantalones cortos; le recorrían los hombros y le bajaban por los brazos. Nunca había visto un diseño como ese antes: vides, plantas y flores entrelazadas dibujadas con una precisión absoluta, como en los textos de botánica del siglo xix que había visto en la biblioteca de La Locura. Era bastante reciente porque los rojos, azules y verdes aún tenían tonos vivos y nítidos. Saludó con la cabeza cuando llegó hasta nosotros.
—¿Todo bien? —preguntó. no era australiano. Tenía un acento británico, de alguna región que no identifiqué.
Abajo, junto a la casa, el tercer hombre levantó el hacha y empezó a cortar leña de nuevo.
—Viene a ver a Oswald —dijo el hombre mayor.
—Oh —exclamó el más joven—. Ya veo.
Tenían los mismos ojos: de un azul pálido y difuminado, como el de unos vaqueros desgastados; y había similitudes en el perfil de la mandíbula y los pómulos. Sin duda, eran parientes cercanos; padre e hijo supuse.
—Pareces acalorado —comentó el hombre mayor—. ¿Quieres un vaso de agua u otra cosa?
Les di las gracias educadamente pero lo rechacé.
—¿Sabéis si está en casa? —pregunté.
Los dos hombres se miraron. Colina abajo, el tercer hombre dejó caer el hacha y, con crujido, partió otro tronco.
—Imagino que sí, suele estar en esta época del año —respondió el hombre mayor.
—Entonces será mejor que continúe mi camino —dije.
—No dudes en pasar a vernos cuando termines —añadió—. No suele venir mucha gente de visita hasta aquí arriba.
Sonreí, asentí y me marché. Había incluso un mirador cercado con barandillas en lo alto de la cúpula. Era la típica casa de un profesor excéntrico salido de un