Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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de un cuerpo, como sucedió en un caso famoso. Antes de ponerme a ello, sin embargo, levanté la vista hacia los canales de West Mercia y encendí mi Airwave para escuchar las comunicaciones sobre la operación mientras terminaba.

      Dado que muchos periodistas tienen acceso a una Airwave o conocen a alguien que lo tenga, en los casos verdaderamente importantes la jerga policial puede volverse algo densa. Nadie quiere ver sus bromas «poco apropiadas» en la primera página de un periódico los días que no hay noticias relevantes; ese tipo de cosas suelen acabar con tu carrera. La operación se volvía cada vez más crítica a medida que terminaba de tomar notas. La Asociación de Jefes de Policía no suele utilizar la Airwave, pero estaba claro que las solicitudes de asistencia ahora se realizaban a través del Centro de Coordinación de la Información de la Policía Nacional (PNICC), conocido comúnmente como «Pánico» (sobre todo si has llegado al punto de tener que acudir a él).

      No era mi caso y, si seguía alejándome de mi jurisdicción, la gente empezaría a hablar en otra lengua, probablemente galés. Además, si la policía de West Mercia quería mi asistencia, habría que coordinarlo a través del PNICC, y ni siquiera tenía claro qué clase de ayuda les prestaría.

      Pero no puedes desentenderte de algo así. Sobre todo si hay niños involucrados.

      Llamé a Nightingale y le expliqué lo que quería hacer. Le pareció una «idea magistral» y se ofreció a hacer los arreglos necesarios.

      A continuación, me monté en el coche, que estaba a punto de ebullición, y busqué en el navegador la comisaría de Leominster.

      Durante un instante me pareció escuchar un grito de enfado que sobrevolaba las colinas hasta donde me encontraba, pero debía de ser algún animal del campo, alguna clase de pájaro.

      «Sí, probablemente será un pájaro», me dije a mí mismo.

      2. Asistencia mutua

      Las grandes ciudades se expanden desde sus límites hacia dentro. Los chalés independientes dan paso a los adosados, que después forman hileras y, más tarde, aumentan un par de pisos antes de que llegues al casco histórico o, lo que es más habitual, a lo que ha quedado de él tras los bombardeos aéreos y la planificación de la posguerra. En el campo, las poblaciones empiezan tan de repente que un segundo estás en plena naturaleza y, al siguiente, contemplas un conjunto de casas adosadas renovadas con un estilo modernista. Y entonces, antes de que tengas la oportunidad de descubrir si aquel edificio que has visto era realmente de la época Tudor con entramado de madera o una extravagancia tardovictoriana, estás saliendo por el otro extremo con un horrible supermercado de ladrillo rojo en tu espejo retrovisor.

      Leominster, pronunciado «Lemster» en caso de que os lo hayáis preguntado, era un poco más interesante que eso. Y habría dedicado un rato a visitar su plaza principal si el navegador no me hubiera conducido directamente a la circunvalación cuyo trazado era igual al que aparecía en el cacharro. El pueblo quedó a mi espalda en cuanto crucé el puente sobre el ferrocarril y me desvié en una glorieta hacia el parque industrial de aspecto aletargado en el que se situaba la comisaría local.

      Las comisarías a las afueras de los pueblos se construyen en los terrenos no urbanizados por la misma razón que los supermercados: por el espacio y el aparcamiento. La primera a la que me asignaron estaba en Charing Cross, en pleno centro de una de las unidades de mando operativo más ocupadas de Scotland Yard. En el garaje, como apenas cabían todos los vehículos policiales, furgonetas, camionetas y demás coches variados para compartir, cualquiera que estuviera por debajo del superintendente no tenía plaza de aparcamiento.

      Pero la comisaría de Leominster contaba con dos aparcamientos, uno público y otro para la policía. Y, tal como me enteré después, también disponía de su propio helipuerto. El edificio en sí era una construcción de tres plantas y ladrillo rojo, con una curva exuberante en un extremo parecida a una proa, de manera que, desde un lado, la comisaría tenía el aspecto de un esquife de un cuento que había encallado a kilómetros de distancia del mar. El aparcamiento de las visitas estaba repleto de coches de gama media, furgonetas con antenas parabólicas y una multitud de personas caucásicas que paseaban sin rumbo fijo. Caí en la cuenta de que aquel era el famoso grupo de la prensa. Les eché una mirada y, después, me dirigí a la entrada del aparcamiento para agentes, al otro lado del edificio. En mi opinión, tenía una valla demasiado baja y cualquier maleante con la intención de cometer alguna travesura con unidades que eran propiedad de la policía podría haberla escalado con facilidad. Tanto si tenían helipuerto como si no, el lugar no me impresionaba.

      Giré hacia la puerta automática, me incliné a través de la ventanilla y pulsé el botón del intercomunicador que había sobre un poste. Le dije a la voz aguda que contestó al otro extremo quién era y le mostré la placa al pequeño y brillante ojo de la cámara. Se oyó un graznido de confirmación y la puerta se abrió con un traqueteo. Para ser un aparcamiento policial, había muy pocos vehículos oficiales; solo se veían un par de Vauxhall sin distintivo y un Rover 800 que parecía algo maltratado. Todo el mundo debía de estar trabajando en la búsqueda.

      Aparqué en una plaza alejada de la entrada, donde me pareció que ningún coche o furgoneta de apresados podría arrollarme cuando regresaran. Nunca subestiméis la habilidad de un policía al volante para calcular erróneamente la posición de una columna cuando vuelve a la comisaría tras un turno de doce horas.

      Un joven blanco me esperaba junto a la puerta trasera. Era rubio y tenía un rostro amplio y ojos azules. Me fijé en que su traje parecía hecho a mano, pero no lo sabía con seguridad, porque, evidentemente, lo había llevado durante las últimas veinticuatro horas. Bebía de una botella de agua que apartó de los labios cuando me vio, extendió la mano de forma amigable y se presentó como el agente Dominic Croft.

      —Te están esperando —dijo, pero no especificó para qué.

      Era la comisaría más limpia en la que había estado nunca. Ni siquiera desprendía ese olor inconfundible que uno esperaría de decenas de individuos que hacen turnos largos enfundados en ropa protectora. «Eau de chaleco antipuñaladas», lo llamaba Lesley. Las paredes estaban pintadas exactamente de la misma tonalidad que las de Belgravia y otra media docena de comisarías de Londres en las que había estado. Quienquiera que vendiera ese particular tono de azul claro, debía de estar forrándose.

      —Normalmente, la comisaría está bastante vacía —comentó—. Solemos estar solo el grupo de agentes del vecindario.

      Dominic me condujo escaleras arriba, hacia las oficinas principales, donde el aire acondicionado no llegaba al enorme grupo de policías que había en el lugar. Un par de policías que levantaron la vista cuando entrábamos en el centro de coordinación saludaron con la cabeza a Dominic y me miraron de arriba abajo con recelo antes de retomar su trabajo. Eran todos blancos y, entre ellos y el grupo de la prensa que había en la entrada principal, sospechaba que mi formación en materia de diversidad sería inútil para este caso.

      No se suelen oír muchas risas en los centros de coordinación durante una investigación importante, pero la atmósfera que se respiraba ese día era desalentadora, y los rostros de los detectives estaban cubiertos de sudor y reflejaban determinación. Los casos de niños desaparecidos son duros. A ver, los asesinatos también lo son, pero al menos ya ha ocurrido lo peor: las víctimas no van a morir más de lo que ya están. Los niños desaparecidos vienen literalmente con una fecha de caducidad y lo peor es que no sabemos cuál es hasta que es demasiado tarde.

      Dominic llamó a una puerta con una placa metálica rectangular en la que se leía aula de instrucción, la abrió sin esperar respuesta y entró. Lo seguí y accedimos a la clase de sala larga y estrecha que existe, principalmente, porque el arquitecto tenía un par de metros libres después de dividir los espacios y no sabía qué más hacer con ellos. Había una ventana pequeña, abierta lo máximo en términos de seguridad y escasamente en términos de salubridad, y un ventilador de mesa desplazaba el aire cálido de un lado para otro. Un escritorio recorría una de las paredes y un hombre blanco y atlético con uniforme de inspector se apoyaba sobre él con los brazos cruzados sobre el pecho.