Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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quiso saber dónde me hospedaba y yo le pregunté qué había disponible.

      —¿Hoy? Nada de nada. Está todo lleno de periodistas.

      —Mierda. ¿Conoces algún sitio?

      —Puedes quedarte en el establo de mi madre —dijo.

      —¿En el establo de tu madre?

      —Tranquilo, no hay ningún animal dentro.

      Me habría gustado pedirle más aclaraciones, pero giré al llegar a una esquina y me vi obligado a frenar bruscamente para evitar una furgoneta, con antena parabólica en lo alto, que intentaba aparcar en el hueco que había entre un Range Rover y un Polo granate y sucio. Pasé con dificultad junto a él y me dirigí a la bifurcación situada en el centro del pueblo, pero había tantos vehículos de los medios que apenas se veían las casas.

      —Asegúrate de encerrar bien a las ovejas —murmuró Dominic—. El circo ha llegado a la ciudad.

      Me indicó que girara a la izquierda de nuevo y subimos por una carretera angosta en cuesta.

      —La iglesia está a ese lado —indicó Dominic—. La casa del párroco está a la izquierda y el pub está bajando por donde hemos venido.

      Por lo que vi del pueblo, estaba bastante limpio, pero había hierbas largas, amarillentas y descuidadas que cubrían las vallas, arbustos que invadían los caminos y flores blancas que plagaban las laderas verdes. Los árboles colgaban por encima de la carretera junto a la iglesia y el viento que soplaba bajo ellos era cálido e inmóvil y olía a coche recalentado. Nos abrimos paso entre otra furgoneta con antena parabólica y una Ford Transit azul descolorida con un logo de una empresa de alquiler de vehículos en el lateral. Pregunté a Dominic dónde estaría la prensa de verdad.

      —Siguiendo la tradición, los reporteros experimentados están en el pub, los fotógrafos están esperando en el exterior de las casas y los reporteros jóvenes van de un lado para otro intentando que los lugareños hablen con ellos.

      —¿Podemos aparcar en algún sitio?

      —Comeremos algo en casa de mi madre y después iremos andando desde allí —dijo.

      La madre de Dominic vivía en la última casa de una fila de viviendas de protección oficial de ladrillo rojo que ya no pertenecían al ayuntamiento y se localizaban en el extremo norte del pueblo. La suya era el único bungaló y estaba separada de la carretera por una entrada de gravilla y un césped delantero que necesitaba que alguien lo cortara. Seguí las indicaciones de Dominic y aparqué en un espacio que había junto a la puerta de la cocina. Me dijo que cogiera mis cosas.

      —Las dejaremos en el establo y, después, pasaremos al salón —comentó.

      El establo era un rectángulo de un solo piso y tejado plano que habían construido con ladrillos del color de la arena. Estaba al final de un jardín grande y descuidado que terminaba en una valla con alambre de espino tras la que se extendía un pastizal extrañamente abultado, delimitado por un viejo muro de piedra. Parecía más una extensión del garaje que un establo, pero, cuando dimos la vuelta por detrás, vi que tenía un amplio ventanal con vistas al campo. Dominic deslizó la puerta y apareció una habitación amueblada con una cama, un escritorio, una televisión plana y una esquina amurallada que probablemente contendría una ducha y un retrete.

      —Debéis de adorar a vuestras vacas —dije.

      —Somos famosos por ello —contestó Dominic.

      Dentro hacía tanto calor como en un coche cerrado, así que dejé mis cosas rápidamente junto a la cama y cerré la puerta. Dominic echó la llave y me la dio, pero, en lugar de volver por donde habíamos venido, nos dirigimos a la valla, donde un par de cajas de plástico gris y un neumático de tractor formaban una escalera improvisada.

      —A mi madre se le metió en la cabeza que no hacía falta tener un permiso de obra para las construcciones agrícolas —explicó Dominic mientras subía por los escalones con la facilidad que da la práctica—. Quería alquilarlo como bed and breakfast.

      Subí los peldaños con precaución. No quería aparecer en mi primera sesión informativa con un agujero en los vaqueros.

      —¿Lo del permiso de obras es verdad? —pregunté.

      —Creo que se supone que además tienes que ser granjero —respondió Dominic—. Eres nuestro primer huésped.

      Seguí a Dominic por el perímetro del campo que, hasta donde me parecía, recorría el otro lado del grueso seto que delineaba la carretera de salida del pueblo. Se oían los vehículos que pasaban por detrás, pero no se veían, así que había estado en lo cierto. Buscar niños desaparecidos en la campiña debe de ser una pesadilla. A juzgar por lo compacto que estaba el suelo, era una ruta popular entre los lugareños. En las raras ocasiones en las que me había aventurado a salir por la campiña inglesa cuando era pequeño, estoy bastante seguro de que me dijeron que no cruzara los terrenos de la gente.

      —No estamos en una vía de uso público, ¿verdad? —pregunté.

      —Qué va —dijo Dominic—, pero, antes, esto era un huerto.

      Eso explicaba el muro de piedra que rodeaba el perímetro, pensé.

      —El ayuntamiento lo compró para construir casas —añadió, y añadió que la de su madre había sido la última. También habían adjudicado una parte a un nuevo centro cívico municipal y lo habían financiado con la venta del resto del terreno a un promotor.

      —El constructor lo convirtió en terreno urbanizable con la esperanza de cambiar los términos del permiso de obras —me explicó Dominic.

      Por lo visto, el nuevo plan era construir casas de lujo para atraer a los foráneos (todo me sonaba deprimentemente familiar), pero los lugareños se las habían ingeniado para bloquear la solicitud.

      —Dieron con un vacío legal —dijo.

      Le pregunté con cuál, pero Dominic contestó que había preferido no hacer preguntas.

      —Bastante me ansiedad me provoca mi novio con respecto al medio ambiente como para querer que mi madre lo haga también —concluyó.

      El centro cívico se encontraba a unos cien metros más arriba del establo. Era un edificio extraño, construido con tablillas de madera y un tejado con mansardas que daba la impresión de haber salido del Medio Oeste americano para que después lo montara un grupo de constructores de establos amish sincronizados. Tenía un aparcamiento de asfalto delante que estaba vacío salvo por un Vauxhall Vivaro nuevo con los distintivos Battenberg del territorio de West Mercia. Una oficial de apoyo hacía guardia junto a la carretera para asegurarse de que nadie aparcaba allí y vigilaba a los periodistas desperdigados que se agrupaban frente a la entrada principal; Dominic me había guiado hasta la entrada de atrás por esta razón.

      El centro cívico no era más que una gran sala diáfana hasta el techo con un escenario en un extremo, unas puertas que daban a la zona de la cocina y unos baños. Según Dominic, allí se celebraban fiestas de cumpleaños y se representaban obras de teatro amateur, y además, el local albergaba la temible discoteca de los jóvenes granjeros. «Temida en varios kilómetros a la redonda», me explicó. En ese momento se empleaba como campo base de la búsqueda de Nicole y Hannah, motivo por el cual la prensa estaba fuera. Y puesto que todos los efectivos disponibles estaban inmersos en la tarea, estaba desierta. Había petates y mochilas apiladas en las esquinas y palés de botellas de agua envueltos en plástico bajo mesas hechas con caballetes, sobre las que además se amontonaban vasos de poliestinero y botes de café instantáneo. Se habían colgado en un corcho dos mapas del Servicio Estatal de Cartografía forrados de plástico y se habían colocado uno encima del otro para que las áreas coincidieran. Había dibujadas sobre ellos flechas, curvas y espirales con rotulador que indicaban las zonas de búsqueda hasta entonces. El ambiente era cálido, no corría aire y olía a creosota.

      —¿Hola? —dijo en voz alta Dominic—. ¿Hay alguien ahí?

      —¡Un