Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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bajito y de espalda ancha, con un rostro incongruentemente alargado y una barbilla puntiaguda; parecía haber robado los rasgos a una persona más alta y delgada y haberse negado a devolvérselos. Era David Windrow, inspector jefe de la Operación Mantícora (nombre en clave de la búsqueda de Hannah Marstowe y Nicole Lacey). Me indicó con la mano que me tomara asiento en la otra silla y, cuando lo hice, adopté la expresión debidamente seria pero algo perdida que se espera de los agentes de bajo rango en tales circunstancias.

      —Parece que estás aquí por asuntos oficiales —comentó Windrow.

      —Sigo el curso de una investigación, señor.

      —Sí —coincidió—. He hablado con tu inspector. Dice que solo era una comprobación rutinaria.

      —Así es, señor.

      —Y que te ofreces voluntario para ayudar en el caso.

      —Sí, señor.

      —Pero estás seguro de esto no tiene nada que ver con… —Windrow dudó—. De que no es un caso de los Halcones.

      La policía tiene la costumbre de adueñarse de un nombre distintivo y utilizarlo indiscriminadamente como nombre, verbo e incluso en ocasiones especiales, como una retahíla de blasfemias. «Troyano» se refiere a las armas de fuego, «Guardabosques» a la protección diplomática y «Halcones» es el término que varios inspectores jefe del cuerpo de detectives que conozco utilizan para referirse a«putas rarezas». Este distintivo lleva en uso desde los setenta, pero, desde hace uno o dos años, cada vez lo emplean más y más, lo que es un presagio, dependiendo de la cafetería en la que te sientes, del amanecer de la Era de Acuario, del Fin de los Tiempos o, posiblemente, de que La Locura ahora tiene, al menos, un efectivo que sabe utilizar una Airwave como es debido.

      El inspector Edmondson descruzó los brazos y suspiró.

      —Entonces, ¿no tienes intención de seguir con tu investigación de los Halcones? —preguntó.

      —No, señor —respondí—. Solo quiero ayudar en lo que pueda.

      —Además de lo evidente —añadió Windrow—, ¿tienes experiencia en algo más?

      —Vigilancia policial en general, unidad de apoyo al orden público, algo de interrogatorios y estoy capacitado para utilizar un taser.

      —¿Y qué hay de la mediación familiar?

      —He visto cómo se hace —contesté.

      —¿Crees que podrías dar apoyo a un agente experto en mediación?

      Le dije que creía que sí y Windrow y Edmondson intercambiaron una mirada. Edmondson no parecía conforme, pero asintió y los dos volvieron a fijar la vista en mí.

      —Muy bien, Peter —dijo Windrow—. Si quieres ayudar, nos gustaría que te convirtieras en el segundo agente de apoyo a una de las familias, la de los Marstowe. De esa forma, podemos reasignar a Richard, el agente que se está encargando de ello ahora, a la búsqueda.

      —Es un asesor policial —añadió Edmondson a modo de explicación. Un experto en búsquedas.

      —Si sirve de ayuda… —comenté.

      —Por aquí solemos ser expertos en varias cosas —respondió Windrow—. Intentamos abarcar demasiado.

      Menos mal que las ovejas respetan las leyes, pensé, pero no lo dije en alto, así mi formación en materia de diversidad no se echaría a perder del todo.

      —Probablemente no hace falta que te lo digamos, pero mantente alejado de los periodistas —me advirtió Edmondson—. Toda la información debe llegarles a través del portavoz de prensa.

      —Si cualquiera de esos cabrones te pregunta algo —dijo Windrow—, los rediriges a él, ¿entendido?

      Asentí con entusiasmo para demostrar que no solo no había perdido mi habilidad de ser pelota, sino que estaba al día. Atamos un par de cabos burocráticos y, después, me dejaron al cuidado del agente Dominic Croft, al que habían encargado la tarea de llevarme a Rushpool.

      ***

      Dominic, que era un ser humano y no un GPS, me guio a través del pueblo propiamente dicho. El centro tenía uno de esos sistemas de calles unidireccionales, completamente innecesarios, que cierta generación de urbanistas tenía en tan alta estima y la mayoría de las construcciones eran casas adosadas victorianas o del estilo de la Regencia, que se amontonaban en las aceras estrechas y entre las que se encontraba alguna mole del siglo xvii con entramado de madera que parecía haber caído del cielo.

      Dominic se las ingenió para no hacerme la pregunta típica hasta que hubimos llegado a la seguridad del campo.

      —Entonces, ¿la magia y los fantasmas existen?

      Me habían hecho esa pregunta tantas veces que ya tenía una respuesta preparada.

      —Hay ciertas cosas que se salen de los parámetros normales y corrientes de la vigilancia policial —respondí.

      He descubierto que hay dos clases de agentes: los que no quieren saber cuáles son esas cosas y los que sí. Por desgracia, tratar con cosas de las que no quieres oír hablar es prácticamente la definición de ser policía.

      —Vamos, que sí —resumió Dominic.

      —Existen mierdas muy raras y nosotros nos encargamos de ellas —repuse—. Aunque por lo general, suele haber una explicación perfectamente racional. —Que a menudo suele ser que ha sido obra de un mago.

      —¿Y qué hay de los extraterrestres? —preguntó Dominic.

      Menos mal que los alienígenas llevan desviando la atención desde 1947, pensé. En una ocasión, yo mismo pregunté a Nightingale si existían y me respondió que todavía no. Por lo tanto, imagino que, si les diera por aparecer de repente, formarían parte de nuestra jurisdicción. Pero esperaba que ese suceso no tuviera lugar en un futuro cercano porque no nos faltaba precisamente el trabajo.

      —Que yo sepa, no existen —respondí.

      —¿No lo descartas, entonces?

      Los dos llevábamos las ventanillas bajadas lo máximo que se podía para intentar que nos llegara cualquier brisa que soplara.

      —¿Tú crees en los alienígenas? —pregunté.

      —¿Por qué no? ¿Acaso tú no?

      —Es un universo muy grande —repuse—. No creo que esté completamente vacío, ¿no?

      —Vamos que sí que crees en ellos.

      —Sí, pero no creo que vayan a visitarnos.

      —¿Por qué no?

      —¿Por qué querrían hacer un viaje tan largo?

      Pasamos por delante de un pueblo alargado que Dominic identificó como Luston. Más adelante, la carretera se estrechaba y los densos setos verdes bloqueaban la visión a ambos lados.

      —¿Crees que alguien se las llevó? —inquirí antes de que Dominic me hiciera otra de sus extrañas preguntas.

      —¿De dos casas distintas? —preguntó—. Me parece poco probable, pero quizá alguien las incitara a salir.

      —¿Crees que eran víctimas de ciberacoso sexual?

      —No había nada en sus ordenadores. O al menos, no estoy al tanto.

      —Quizá se tratara de alguien a quien conocían, o de algún vecino de la localidad.

      —Esperemos que sea así —dijo Dominic.

      Si había sido cosa de algún lugareño, habría alguna conexión. Y si había una conexión, tarde o temprano aparecería en la investigación. En el caso de los asesinatos de Soham, la policía vigiló a Ian Huntley, el principal sospechoso, desde el momento en que abrió la bocaza para admitir que había sido la última persona en ver a las víctimas