Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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ahí dentro. Solo un congelador. No tiene sentido entrar a buscar nada. ¿Por qué iban a estar en el congelador? Oiga, no tiene derecho a… ¡Madre mía! ¡Cuánto lo siento! No pretendía hacerle daño, se resbaló y ¡entré en pánico!».

      —Hay que ser meticuloso —expliqué.

      —Estoy bastante segura de que ahora mismo está violando nuestros derechos —dijo.

      —No —repuse con la absoluta certeza del hombre que se ha tomado la molestia de comprobar las leyes correspondientes antes de salir de casa—. Su abuelo hizo un juramento y firmó un contrato que permite el acceso a individuos acreditados, como yo, cuando sea necesario.

      —Pensaba que ya estaba jubilado.

      —Sí, pero eso no te exime de las obligaciones del contrato —dije. En realidad la cláusula decía: «hasta que la muerte te libere de este juramento». La Locura, retornando las buenas y antiguas prácticas policiales.

      —¿Por qué no me enseña la propiedad? —pregunté. Así sabré que no estás machacando partes de un cuerpo en la astilladora.

      Puede que Moomin House se pareciera a La Locura si hubiera estado ubicada en un edificio victoriano, pero, de hecho, era el monstruo arquitectónico más raro que había visto nunca: un edificio moderno con estilo clásico. Su arquitecto, el célebre Raymond Erith, no había invocado el espíritu de la Ilustración, sino que, más bien, le había robado los planos. Al parecer, lo había construido en 1968 como favor para Hugh Oswald —un amigo de la familia—, y era hermoso y triste al mismo tiempo.

      Empezamos por las dos pequeñas alas de la casa, una de las cuales se había ampliado para albergar un dormitorio adicional y una cocina de buen tamaño. Puede que, como arquitecto, Erith fuera un clasicista progresista, pero compartía con sus contemporáneos el error de no comprender que necesitas abrir la puerta del horno sin tener que salir de la cocina para ello. En el dormitorio extra había una cama con una práctica estructura de latón acabada con un pasamanos, los suelos estaban cubiertos con una moqueta suave y gruesa, y todas las esquinas picudas de la vieja cómoda de roble y del armario estaban recubiertas con protectores redondeados de plástico. Olía a sábanas limpias, a popurrí y a gel desinfectante.

      —Mi abuelo se trasladó a esta habitación hace un par de años —dijo Mellissa, y me mostró el baño nuevo que habían instalado al lado, con una bañera con un asiento, grifos adaptados y pasamanos. Resopló cuando volví a entrar en el dormitorio para echar un vistazo bajo la cama, pero su sentido del humor se esfumó cuando comprendió que iba a comprobar también los armarios de la escoba y de la leña.

      Una escalera de caracol con escalones de madera sin revestir ascendía al primer piso y me condujo a lo que sin duda había sido el despacho de Hugh antes de que se trasladara a la planta inferior. Me esperaba varias estanterías de roble, pero, en su lugar, la mitad de la circunferencia de la habitación estaba cubierta de baldas de madera de pino montadas sobre soportes metálicos. Reconocí muchos de los libros porque los teníamos en la biblioteca no mágica de La Locura, entre ellos un ejemplar increíblemente sobado de Histoire Insolite et Secrète des Ponts de Paris, de Barbey d’Aurevilly. Había demasiados libros como para que cupieran en las estanterías, así que estaban esparcidos en pilas sobre la mesa plegable con alas que claramente había hecho las veces de escritorio, sobre el mullido sofá de cuero desgastado y sobre cualquier espacio que quedara libre en el suelo. Muchos de ellos parecían volúmenes de historia local, ficción moderna o guías sobre apicultura. No había ninguno que fuera sobre magia. De hecho, ninguno estaba en latín salvo las ediciones de tapa dura antiguas de Virgilio, Tácito y Plinio el Viejo. El de Tácito me sonaba; era la misma edición que Nightingale me había regalado.

      No había nada que me llevara a pensar en las niñas desaparecidos, así que le pedí a Mellissa que me llevara arriba y me enseñara su dormitorio, que ocupaba toda la planta superior. Había un tocador victoriano, una cama de la tienda Hábitat y varios armarios y cómodas hechos con madera prensada y laminada. Estaba extraordinariamente desordenado: todos los cajones estaban abiertos y de cada uno de ellos colgaban, al menos, dos prendas. Solamente las braguitas tiradas en el suelo habrían hecho que mi madre se volviera loca, aunque se habría mostrado algo comprensiva con los zapatos amontonados a los pies de la cama.

      —De haber sabido que vendría la policía, la habría recogido un poco —dijo Mellissa.

      Aunque todas las ventanas estaban abiertas, hacía mucho calor y gotas de sudor me recorrían la espalda y la frente. Percibí también un olor empalagoso; no era horrible ni olía a podredumbre, pero era persistente. Vi que había una escalera incorporada a una pared y una trampilla justo encima. Mellissa vio que la miraba fijamente y sonrió.

      —¿Quiere echar un vistazo al desván? —preguntó.

      Estaba a punto de contestar que por supuesto cuando me percaté de que el grave sonido de tamborileo que inundaba el resto de la casa —apenas audible—, se oía más alto aquí y que, parecía que provenía de arriba.

      Le dije que sí, que me gustaría inspeccionarlo si no tenía inconveniente y, entonces, me tendió un sombrero de ala ancha con un velo: una careta de apicultor.

      —Estará de broma… —dije, pero Mellissa negó con la cabeza, así que me lo puse y dejé que me abrochara las cintas por debajo de la barbilla. Tras rebuscar brevemente en los cajones del tocador, encontró una pesada linterna con una funda de goma vulcanizada y la probó, aunque, a plena luz del día, era difícil saber si la vieja bombilla incandescente se encendía o no.

      Cuando subí por la escalera, me llegó un ola de calor pegajoso. Esperé un momento y escuché el tamborileo, que sonaba cada vez más alto. No era ningún rugido amenazador ni tampoco pitaba de forma siniestra; sonaba tan uniforme como antes. Entonces, le pregunté a Mellissa a qué se debía.

      —Son los zánganos. Tienen dos tareas, básicamente: tirarse a la reina y mantener la temperatura de la colmena. Si no hace movimiento muy bruscos, todo irá bien.

      Me adentré en la cálida oscuridad. De vez en cuando, alguna abeja pasaba por delante del halo de luz de mi linterna, pero eso era todo. Alumbré el extremo más alejado del desván y distinguí la colmena por primera vez. Era inmensa; una masa de columnas acanaladas y crestas esculpidas que ocupaban la mitad del espacio. Era una maravilla de la naturaleza… y daba un miedo que te cagas, de manera que me quedé el tiempo suficiente para asegurarme de que no había ningún colono —o niño— emparedado y salí pitando de allí.

      Mellissa se arrastró detrás de mí por la escalera de caracol con una mirada de petulancia y me siguió al exterior, más por asegurarse de que me marchaba que por educación. Cuando llegué al coche, advertí que la nube de abejas se había contraído y se había convertido en una masa sólida bajo una de las ramas principales. Para mi sorpresa, era una forma ovoide que parecía colgar del árbol a través de un hilo fino, como las colmenas de los dibujos animados que a menudo caen sobre la cabeza a sus personajes.

      Le pregunté a Mellissa si se mantendría en el árbol

      —Es la reina —dijo con un resoplido—. Se está pavoneando. Pero si sabe lo que le conviene, volverá.

      —¿Sabe algo sobre las niñas desaparecidas? —pregunté.

      Me pareció escuchar un ruido rítmico detrás de Mellissa, proveniente de la casa; un sonido grave, como el de unos golpes, que se intensificó y, después, se desvaneció en la distancia.

      —No, a no ser que vinieran a comprar miel —comentó.

      —¿No la cultivan para consumo propio? —pregunté.

      La luz del sol vespertino se posó sobre el aterciopelado vello rubio de sus brazos y hombros.

      —No diga tonterías —dijo—. ¿Qué haríamos con tanta miel?

      ***

      No me marché de inmediato. Me recosté sobre el maletero del Asbo, donde daba algo de sombra, y tomé notas en mi cuaderno. Siempre es buena idea hacerlo nada más acabar un interrogatorio porque