Ben Aaronovitch

Verano venenoso


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y peligroso como una multitud foránea un sábado por la noche.

      En esta ocasión transmitía rabia, irritabilidad y resentimiento. Aunque yo no entendía por qué…, no era él quien se alejaba de Londres en coche.

      ***

      Como institución, la BBC solo tiene noventa años de antigüedad, lo que significa que Nightingale se siente lo bastante cómodo con las ondas inalámbricas como para tener una radio digital en su baño, en la que escucha Radio 4 mientras se afeita. En teoría, da por sentado que los presentadores siguen yendo vestidos como Dios manda mientras despellejan al político de turno que se haya ofrecido como sacrificio humano esa mañana en el programa Today. Y por esa razón escuchó lo de las chicas que habían desaparecido antes que yo…, cosa que lo sorprendió.

      —Tenía entendido que te gustaba mucho escuchar la radio nada más levantarte —dijo durante el desayuno tras confirmarle que no estaba al tanto de lo sucedido.

      —Estaba entrenando —respondí. En las semanas que siguieron al derrumbe de la Torre Skygarden, conmigo en lo más alto, me había convertido en un testigo clave de las tres investigaciones individuales, además de la que llevaba a cabo Asuntos Internos. Había pasado gran parte de los días laborables metido en las salas de interrogatorios de distintas comisarías londinenses, incluida la infame planta veintitrés del Empress State Building, donde la rama seria de Asuntos Internos tiene guardados los potros y los retuercepulgares.

      Como consecuencia, me había acostumbrado a madrugar para practicar mis ejercicios y entrenar un rato en el gimnasio antes de ir a contestar la misma puñetera pregunta de cinco formas distintas. No me importaba, porque no dormía bien desde que Lesley me había disparado con una táser en la espalda. Hacia principios de agosto los interrogatorios habían acabado, pero la costumbre —y el insomnio— continuaba.

      —¿Se ha recibido alguna petición de apoyo? —pregunté.

      —En lo que respecta a la investigación en sí, no —respondió Nightingale—. Pero en lo que concierne a las niñas, tenemos ciertas responsabilidades.

      Eran dos niñas, ambas de once años; las dos habían desaparecido de sus hogares familiares en el mismo pueblo de North Herefordshire. La primera llamada a emergencias se produjo pasados unos minutos de las nueve de la mañana anterior y la noticia llegó a los medios por la noche, cuando los teléfonos móviles de las niñas se encontraron en el monumento a los caídos en la guerra del pueblo, a más de un kilómetro de distancia de sus casas. Durante la noche, había pasado de ser un asunto local a nacional y, según Today, se esperaba que la búsqueda a gran escala comenzaran esa misma mañana.

      Sabía que La Locura tenía, de facto y de forma clandestina, obligaciones nacionales de las que a nadie le gustaba hablar, pero no entendía cómo se aplicaba eso a la desaparición de unas menores.

      —Por desgracia, en el pasado —empezó Nightingale—, a veces se utilizaba a los niños en la práctica de… —Se detuvo en busca del término adecuado—… de ciertos tipos de magia inmorales. Nuestra política siempre ha sido echar un cable en los casos de niños desaparecidos y, en el caso de que sea necesario, comprobar que ciertos individuos cercanos no están involucrados.

      —¿Ciertos individuos?

      —Magos de segunda y similares —contestó.

      En el lenguaje de La Locura, un «mago de segunda» era cualquier clase de practicante que había adquirido sus habilidades ad hoc fuera de La Locura o que se había retirado a la privacidad del campo, lo que Nightingale llamaba «rusticarse». Los dos miramos a Varvara Sidorovna Tamonina, antiguo miembro del 365.° Regimiento Especial del Ejército Rojo, que estaba sentada a una mesa al otro lado del salón de desayunos, bebiendo un café solo mientras leía el Cosmopolitan. Varvara Sidorovna, formada por el Ejército Rojo, entraba sin duda en la categoría de «y similares». Pero, dado que llevaba viviendo con nosotros los últimos dos meses, a la espera de juicio, era poco probable que estuviera involucrada.

      Había aparecido en el desayuno antes que yo con mucha energía, algo sorprendente teniendo en cuenta que la noche anterior la había visto terminarse dos botellas de Stolíchnaya casi enteras. Nightingale y yo habíamos intentado emborracharla con la esperanza de sonsacarle más información sobre el Hombre Sin-rostro, pero no conseguimos nada salvo algunos chistes de muy mal gusto, la mayoría bastante mal traducidos. Aun así, el vodka me dejó fuera de combate fácilmente y dormí como un lirón.

      —Entonces es como ViSOR —dije.

      —¿Eso es el registro de delincuentes sexuales? —preguntó Nightingale, que, sabiamente, jamás se molestaba en aprenderse los acrónimos hasta que llevaran diez años en funcionamiento. Le contesté que sí y se puso a pensarlo mientras se servía otra taza de té.

      —Será mejor que consideremos el nuestro como un registro de personas vulnerables —dijo—. En esta ocasión, nuestro trabajo consiste en asegurarnos de que no se han visto envueltos en algo que puedan lamentar después.

      —¿Crees que es probable, en este caso? —pregunté.

      —Muy probable, no —respondió—. Pero siempre es mejor pecar por exceso de prudencia en estos asuntos. Además, te vendrá bien salir de la ciudad durante un par de días —añadió entre risas.

      —Porque no hay nada que me anime más que un buen secuestro de menores —contestó.

      —Exacto —dijo Nightingale.

      Así, tras el desayuno, pasé una hora en la tecnocueva sacando información de la red y asegurándome de que había cargado bien el portátil. Acababa de obtener de nuevo el Certificado de Orden Público (Nivel 1) y lancé la bolsa de apoyo policial en el asiento trasero del Asbo Mark 2, junto con una bolsa de viaje. No creía que mi mono ignífugo fuera necesario, pero las resistentes botas del equipo de apoyo policial eran mejor opción que mis zapatos de calle. Ya había estado antes en el campo y aprendo de mis errores.

      Volví a entrar en La Locura y me reuní con Nightingale en la biblioteca principal, donde me dio un fichero marrón atado con unas cintas rojas gastadas. Dentro, había treinta páginas de papel biblia llenas de texto mecanografiado y de lo que, evidentemente, era la fotocopia de alguna clase de documento de identidad.

      —Hugh Oswald —dijo Nightingale—. Luchó en Amberes y en Ettersberg.

      —¿Sobrevivió a Ettersberg?

      Nightingale desvió la mirada.

      —Regresó a Inglaterra —dijo—. Pero sufrió lo que ahora creo que se conoce como estrés postraumático. Sobrevive gracias a una pensión por discapacidad y se dedica a la apicultura.

      —¿Es muy poderoso?

      —Bueno, es mejor que no lo pongas a prueba —respondió Nightingale—. Pero imagino que estará desentrenado.

      —¿Y si algo me parece sospechoso?

      —No digas nada, retírate con discreción y llámame cuanto antes.

      Antes de que saliera por la puerta trasera, Molly abandonó, deslizándose, los dominios de su cocina y me interceptó. Me dedicó una pequeña sonrisa e inclinó la cabeza hacia un lado con curiosidad.

      —Pensaba parar de camino al pueblo —dije.

      La piel pálida que había entre sus delgadas cejas negras se frunció.

      —No quería molestarte —expliqué.

      Molly sostuvo en alto con su mano de dedos largos una bolsa naranja del supermercado. La agarré. Me sorprendió que pesara tanto.

      —¿Qué hay dentro? —pregunté. Molly se limitó a sonreír, mostrando demasiado los dientes, se dio la vuelta y se alejó.

      Alcé la bolsa con cuidado; últimamente comíamos menos vísceras, pero sus combinaciones culinarias podían ser muy excéntricas. Me aseguré de colocar la bolsa atrás, en la parte del suelo en la que no daba el sol. Fueran de lo que fueran