Sarah Mey

Nosotros sobre las estrellas


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vuelve a posar sus ojos en mí, y siento que el corazón se me acelera de nuevo. Mierda. Para no ser la misma chica tiene sus jodidos ojos. Maldita sea. ¿Qué demonios hace aquí?

      Me detengo a mirarla con determinación y veo que está nerviosa. Nerviosa y preciosa, aunque lleve un vestido pomposo en color rosa a juego con unos zapatos en color claro. Mi boca se abre inconscientemente al verla y es como si el tiempo se detuviese de golpe y todo lo que estuviese a mi alrededor se congelase.

      Con un gesto altivo, ella eleva la cabeza y vuelve a desviar su mirada de la mía, hacia el suelo. Sin lugar a dudas es ella, y aun teniendo a cientos de ojos en los que posar los suyos, ha detenido su mirada en la mía dos veces.

      No puedo creerme lo guapa que está, y no, no hablo del vestido. Hablo de ella. Su cabello está recogido hacia atrás y lleva dos tirabuzones sueltos, y su cara… creo que no he visto una cara igual en toda mi vida. Quiero decir, también me llamó la atención esta misma tarde cuando se chocó conmigo en la calle, pero ahora, simplemente está increíble. No como esta tarde, que tan solo me pareció atractiva, pero me encantó y enfadó la forma en la que pasó de mí. Joder, no sé ni si lo que estoy pensando tiene sentido. Nunca me he liado mientras pienso, como me está pasando ahora. Ni yo me entiendo. Esta maldita mujer parece haberse llevado a todas mis neuronas de paseo y de golpe.

      Trago saliva cuando veo que Maisie y la otra dama de honor comienzan a avanzar hacia el altar, y ni tan siquiera soy capaz de ver a Jessica vestida de novia. Mis ojos solo la enfocan a ella, como si todo lo demás hubiese desaparecido.

      Capítulo 8

      MAISIE

      Tranquila. Tranquila. Tranquila. Todo va bien. Tranquila. El ramo de flores que tengo en las manos comienza a temblarme tanto que creo que todo el mundo sabe que estoy más nerviosa incluso que la novia. Mantengo mi mirada al centro y lucho con todas mis fuerzas para no volver a mirar a ese chico guapísimo. De hecho, he tenido que mirar dos veces para asegurarme de que era él. Aunque antes, cuando me acerqué a saludar a uno de mis tíos, me pareció verlo durante unos segundos y pensé que me había vuelto loca. Tras eso un camarero cortó mi campo de visión y cuando se fue ya no estaba ahí. Al menos, el hecho de que no me lo haya imaginado hace que me relaje un poco.

      No estoy loca. No tengo alucinaciones. No entendía por qué diablos estaba ese chico en mi cabeza, ni tampoco entiendo por qué es como si tuviese un imán en su cuerpo que me hace desear mirarlo. Estoy enfadada nada más pensarlo.

      Sé que su mirada está fija en mí, y eso me hace respirar entrecortadamente. No entiendo por qué su presencia me ha puesto tan nerviosa ni tampoco entiendo qué demonios hace aquí. Aunque de nuevo no puedo negar que su presencia es fuerte, de estas que se hacen ver y son capaces de intimidar.

      Vaya… Otra vez lo he vuelto a mirar, y de nuevo tiene sus ojos puestos en mí. Quizás está esperando a que lo salude. Puede que no me haya reconocido. Quizás…

      —¡Ay! —me quejo lo más bajo que puedo tratando de no soltar una maldición cuando se me dobla el pie por una pequeña piedra que piso con el tacón.

      Cierro los ojos y quiero que el mundo se detenga o que me trague la tierra y me escupa directamente en el altar. Abro los ojos, sabiendo que no puedo dejarme invadir por nada más que la alegría en este momento, pero joder, acabo de hacerme daño de nuevo en el tobillo derecho.

      Mierda.

      Pongo el pie en el suelo rezando por no quitarle protagonismo a Jessica caminando hasta el altar porque si hago eso no me lo va a perdonar nunca. Siento un calambre demasiado fuerte nada más apoyar el pie, pero aguanto como una campeona y sigo avanzando a ese ritmo nupcial al tiempo que contengo las lágrimas y finjo una sonrisa. Al menos, puedo fingir que las lágrimas son por la boda y no por el intenso dolor que recorre ahora toda mi pierna, como si el calambre se extendiese por toda la extremidad. Quiero llorar a mares cuando por fin llegamos al altar y nos colocamos al lado de Jessica. Al menos, podré sentarme una gran parte de la celebración. Creo que he mantenido la compostura. Miro a mi hermana, con su cabello castaño oscuro recogido hacia atrás en un peinado precioso y con ese vestido blanco de palabra de honor que marca sus bonitas curvas. Sus ojos marrones están perfilados de una manera que hacen su forma almendrada aún más bonita. Respiro con alivio al ver que no se ha dado cuenta de nada. A su lado, mi padre solo tiene ojos para la novia. Siempre he pensado que mi hermana es el ojito derecho de mi padre y, mira por donde, en este momento me alegro de que lo sea.

      —¿Estás bien? —me susurra mi prima Dakota, la otra dama de honor.

      Le dirijo una mirada rápida y asiento con la cabeza.

      —Solo es el tobillo —le explico y ella parece comprender.

      La forma tan fácil en la que lo comprende hace que me sienta mal. Hace tanto que tengo problemas con el tobillo derecho que toda mi familia lo sabe. Lo peor son los comentarios de esas tías mayores, ya de unos ochenta años de edad o así, que vienen y me sueltan que es una pena que tuviese que dejar la gimnasia rítmica por el tobillo, con lo bien que se me daba. Ninguna de ellas sabe el daño que me hace ese comentario. Es como si despertasen a una fiera dentro de mí que quiere mandarlas a todas al infierno. Ni gimnasia rítmica, ni ballet. Al lesionarme había perdido todo lo que realmente me importaba. Quizás la única cosa que me había importado en algún momento de verdad, aparte de mi familia.

      Sacudo la cabeza en un gesto liviano, tratando de no ponerme triste en un día en el que se supone que he de estar feliz y no tener ese tipo de pensamientos en mi cabeza, a pesar de que siempre están ahí. Hay veces que vienen cuando estoy a punto de dormirme, como una mano que me zarandea para que no pegue ojo en toda la noche. Otras vienen nada más despertarme. Quizás el recuerdo de la cinta que usaba para competir, y el sonido que hacía al contacto con el aire. Esa elegancia que ese instrumento transmitía a todos mis conjuntos. La cinta era mi elemento, por llamarlo de algún modo. Mi profesora lo llamaba instrumento, pero yo siempre he preferido llamarlo elemento. Como el agua, el fuego, el aire o la tierra. Hay personas que se encuentran a sí mismas en el agua, en un océano. Otras lo hacen en la naturaleza, como el mayor regalo de la madre Tierra. Yo me encontraba a mí misma en un tapiz, realizando un conjunto y moviendo mi cinta dibujando preciosas formas en el aire. Incluso cuando la lanzaba en el aire y la veía ondearse antes de cogerla era feliz.

      También me gustaba hacer conjuntos con la pelota y la cuerda, aunque nunca me llevé bien con las mazas. Me refiero a que sabía usarlas, pero no me gustaban. No cuando una cinta puede transmitir tanto. Incluso prefería salir a hacer un conjunto sin ningún instrumento a tener que salir con dos mazas. Quizás tenga algo que ver el hecho de que me pegué un buen golpe en el ojo con una de ellas cuando era más pequeña. Simplemente la tiré esperando que bajase cuando yo levantaba la mano, pero no, bajó mucho antes de lo que yo estaba acostumbrada con la cinta, debido a su peso, y estuve como dos semanas con el ojo morado e hinchado.

      Aún recuerdo cómo mi madre montó en cólera con la entrenadora, y cómo yo me había avergonzado de ella porque no era culpa de mi entrenadora, era mía, por no saber coger bien las mazas. Quizás por eso no volví a cogerlas nunca más, ni mi entrenadora tampoco me insistió.

      —Mais…, siéntate —me susurra Dakota haciéndome volver a la realidad.

      Todos se han sentado y yo estoy aquí de pie, frente al cura. ¡Qué típico en mí eso de hacer siempre lo contrario sin darme cuenta! Me apresuro a sentarme sintiendo cómo mis mejillas se colorean de rojo y agradezco el kilo de maquillaje que llevo porque sé que apenas se notará.

      Cuando me siento, dirijo una mirada de disculpa a Jessica, pero ella está sumida en una intensa mirada con Mike, quien por cierto está muy guapo. La corbata resalta el color de sus ojos, verdes con motas marrones, y su piel está tan bronceada que es imposible que tenga mal aspecto. Siento una mirada que sigue puesta en mí y no puedo evitar buscar a su dueño con la vista. Aún me mira, y no trata de ocultarlo. Estoy a punto de soltarle una bordería cuando recuerdo que tenemos a tres cámaras grabando toda la ceremonia. Por ahí va a librarse…

      —Hermanos,