el típico niño mimado y consentido al que sus padres se lo han dado todo. Tal y como a mi hermana. Quizás por eso se enamorasen. Yo, en cambio, no quiero más de lo necesario de mis padres. Por eso estoy corriendo al trabajo el día de la boda de mi hermana. He pedido permiso para faltar, pero ni que decir tiene que al dueño le ha sido imposible dármelo debido a la gran cantidad de clientes que tenemos en estas fechas. Operación biquini lo llaman. Pongo los ojos en blanco. Lo único que hace falta para tener un cuerpo biquini es ponerte uno. Fin. Todos los cuerpos son bonitos si se ignoran los absurdos roles de perfección que la sociedad quiere imponer. Volviendo a mi jefe, como dos de mis compañeros están de baja, y su hijo, que es otro trabajador, tiene una fisura en un músculo de la pierna que le impide dar sus clases hasta dentro de unas semanas, lo máximo que ha podido hacer es decirme que me vaya unas dos horas antes de que comience la boda para que me dé tiempo a arreglarme.
La boda será a las siete de la tarde, así que he de trabajar hasta las cinco. Mis padres lo han desaprobado en rotundo, animándome a dejar el trabajo. ¡Ni que decir tiene que mi hermana me ha pedido lo mismo! Pero no, no pienso dejarlo. Me gusta sentirme útil y ser capaz de pensar que puedo ganar algo de dinero por mi cuenta.
Me llevo una mano a la parte media del abdomen. Aún noto el almuerzo en el estómago y no debería llevar este paso tan apurado, pero el ir tan rápido me ayuda un poco a calmar los nervios. Aunque en realidad mi cuerpo me pida correr, estoy segura de que no es buena idea hacerlo justo después de comer, y mucho menos con mi problema.
Vuelvo a centrar mis pensamientos en la boda. He estado en muchas bodas, pero jamás he sido dama de honor. Tal vez por eso me hace tanta ilusión esta. Además, voy a llevar un vestido pomposo y de color rosa, y aunque delante de mi hermana y de mi madre me quejase por el diseño, me hace ilusión llevarlo. Creo que no hay otra ocasión más ideal para llevar un vestido de ese tipo. Suspiro y entro por la puerta del trabajo. Go Gym me recibe con un olor mezclado y disperso. Soy la tonta de los olores. Y me encanta el olor a limpio, por eso no me gusta lo más mínimo el aroma a sudor que percibo nada más entrar en el pequeño gimnasio familiar.
Saludo a la recepcionista, Micaela, una chica nueva que lleva poco tiempo en plantilla y a la que le hice un tour el primer día para que supiese dónde estaba cada cosa. Nadie tuvo ese detalle conmigo cuando llegué, y me sentí tan fuera de lugar que quise ayudarla a sentirse más cómoda.
—¿Qué tal estás? —le pregunto.
—Genial —me responde ella—. Pásalo bien cuando salgas y disfruta mucho por mí.
Intercambiamos una sonrisa y cronometro el tiempo que voy a tener luego para llegar, ducharme, peinarme, maquillarme y vestirme. Mi hermana ha contratado a una estilista, a varias peluqueras y a varias maquilladoras, así que no creo que tenga problemas con nada de eso. No me gusta que me maquillen otras personas, ya que me gusta llevar un maquillaje natural o directamente no llevar nada, pero la ocasión merece que le de ese gusto a mi hermana.
Ella trabaja en la empresa de mi padre, aunque va solo en horario de mañana, y si todo va bien con mi carrera universitaria, yo también acabaré trabajando en alguna gran empresa. Espero no tener que recurrir a trabajar en la de mi padre ni soportar que me vean como el ojito derecho del jefe. No, no me va eso. Por mucho que mi padre insista en que trabaje para él, si entro a trabajar en algún lugar quiero que sea por mérito propio a no ser que no me quede más remedio. Hasta entonces estoy trabajando de entrenadora personal en este lugar que, bueno, aunque no paguen mucho, me sirve para tener un poco de independencia sin tocar nada del dinero heredado de mi cuenta corriente.
Saludo a todos los clientes y veo gracias a un espejo cómo uno de ellos me mira el trasero cuando le doy la espalda. Lo ignoro mientras saludo a otro con una sonrisa. En cierto modo no sé mucho sobre musculación, simplemente me hice un curso de entrenadora personal, eché varios currículums y me llamaron. Creo que a mi jefe le sirvo de más ayuda cuando se trata de arreglarle papeles que de poner un buen entrenamiento a los usuarios del gimnasio.
—Buenos días, Maisie, ¿crees que puedes echarle una ojeada a los papeles que tengo en mi despacho?
La voz de mi jefe llega a mis oídos y me hace sonreír.
—Claro que sí, sin problemas —le respondo sabiendo que es un hombre que apenas entiende de algo más que de facturas.
Entro en su despacho y me entretengo leyendo y arreglando los papeles que hay en su mesa. Estoy en el segundo curso de la carrera en Administración y Gestión de Empresas y he cumplido los diecinueve años hace poco, pero como mi padre también trabaja rodeado de papeles tengo bastante experiencia, así que no me cuesta ningún trabajo ayudar a mi jefe. En su mayoría son cosas sencillas.
Al cabo de aproximadamente una hora salgo del despacho y no puedo evitar quedarme anonadada mientras veo al mismo chico con el que me choqué en el parque. Está en el gimnasio y entrena despreocupado de una manera tan elegante y correcta que no puedo evitar quedarme mirándolo. Soy consciente de que no soy la única mujer que lo observa descaradamente. Incluso Micaela lo mira de reojo. El chico parece notar mis ojos fijos en él, porque se gira hacia mí y me atraviesa con una mirada clara de ojos verdes que me deja sin aliento, casi ahogándome como si me hubiese metido de cabeza en un lago del que no pudiese salir por mucho que lo intentase. El tiempo parece detenerse y esa mirada es capaz de absorberme. Ahora que no voy con prisa, observo su rostro fijamente. Jamás he visto tanta perfección junta. Su cabello es castaño oscuro, sus cejas y pestañas también son oscuras, sus ojos increíblemente verdes y muy intensos, su nariz fina y sus labios gruesos, pero no gordos, en un término medio que me encanta. Me resultan atractivos y poso la mirada en ellos como si fuesen una especie de imán. Lo miro con seriedad, furiosa por cómo me hace sentir con su mera presencia, como si él fuese superior a mí. Y no, nadie es superior a nadie. No tiene derecho a hacerme sentir así. ¿Qué estoy diciendo? Soy yo la que le dejo causar este efecto en mí. Abrumador. Así definiría lo que siento en este preciso instante. Trago saliva y tomo una bocanada de aire justo en el momento exacto en el que uno de los hombres más sudorosos del gimnasio pasa por mi lado.
—Puaj… —se me escapa en un breve sonido que estoy segura de que nadie ha escuchado.
Nadie, salvo ese atractivo chico que creo que me ha leído los labios y que trata de ocultar una sonrisa con dos dedos sobre sus perfectos y carnosos labios. Ese gesto vuelve a mosquearme y me giro buscando algún chico o chica a los que orientar haciendo ejercicios o con los que hablar, tratando de ignorarlo a pesar de que todo mi cuerpo quiere acercarse a él con una necesidad que hasta me asusta. De nuevo, pienso que nunca antes me había pasado nada similar.
—¿Cómo vas, Greg? —le pregunto a uno de los chicos que están haciendo piernas en la prensa.
El chico me sonríe y lanza un grito de dolor al hipertrofiar los músculos con la máquina buscando su límite.
—¡Vamos, una más! ¡Tú puedes! ¡¿Es que acaso eres un novato?! ¡Una más he dicho! —le animo sacando mi lado más bestia de entrenadora personal y el chico hace no una, sino dos repeticiones más.
—¡Bien, así se hace, Greg!
—¡Eres la mejor, Mais!
Mais. Esa es su forma cariñosa de llamarme y la que ha acuñado casi todo el gimnasio para dirigirse a mí. Antes de eso tan solo mi familia me llamaba así, y tengo que reconocer que al principio me molestaba que Greg se tomase la confianza de no llamarme por mi nombre completo. Ahora, la verdad es que hasta me gusta.
Siento una presencia tras de mí y lo veo a través de otro de los espejos que cuelgan en las paredes del gimnasio. No puedo evitar ponerme nerviosa al sentir esa mirada verdosa como el más fresco roble en mí. Me giro con un pellizco de nerviosismo en la boca del estómago y me traspasa con la mirada. Su actitud es altiva y divertida al mismo tiempo, casi burlona. No puedo negar que su presencia es imponente, y fuerte. Su presencia es de esas que cuando llega a un lugar capta la atención y sabes que está ahí.
—¿Quieres algo? —le pregunto sintiéndolo tan cerca de mí que tengo el impulso de retroceder un paso.
De nuevo ese adictivo aroma me atraviesa. Greg y los