Sarah Mey

Nosotros sobre las estrellas


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el caramelo en la boca.

      Ella me da otro con una sonrisa y me pide que tenga cuidado. Salgo del gimnasio y tiro con fuerza de la puerta de entrada que ya de por sí pesa bastante, con rabia porque no quiero que nadie vea que me cuesta abrirla. Una mano me ayuda empujándola y me giro hacia su dueño.

      No, por favor. Él otra vez no.

      James me sostiene la puerta y me indica que pase con un movimiento de cabeza. Yo lo hago sin rechistar porque creedme que me siento fatal.

      —¿A dónde vas?

      Vuelve a preguntarme lo mismo que hace unos minutos, esta vez en la puerta de la calle. El aire fresco me sienta tan bien que no puedo evitar respirar profundamente. Y de paso, ese gesto me sirve para calmarme.

      —Voy a mi casa, a ducharme.

      Normalmente me ducharía antes de salir del gimnasio, pero hoy no es un día normal. Miro de arriba abajo a James. Su figura varonil y sudada me ponen nerviosa.

       —¿Qué quieres? —prosigo con rabia.

      Vuelvo a sonar brusca, y él parece que se está mordiendo la lengua para no replicarme. Espero que diga alguna tontería, pero en su lugar se mantiene tan serio que creo que está enfadado.

      —Está bien —dice—. En ese caso, déjame llevarte.

      Bufo nada más oírlo.

      —No, gracias —respondo automáticamente.

      No necesito que nadie me lleve. Aunque estoy a punto de desplomarme en el suelo sin fuerzas, estoy segura de que me repondré tan pronto me aleje de él. Lo observo sin saber cómo reaccionar. Es alto y fuerte y no sé por qué no me he dado cuenta antes de lo alto que es. Tiene algo más de una cabeza y media de altura por encima de la mía. Quizá un poco más. James parece disgustado, como si no estuviese acostumbrado a que le contradijesen.

      —Entonces, voy a escoltarte.

      ¿Qué acaba de decir? ¿Qué va a hacer qué? Me quedo plantada en el sitio y lo miro como si fuese idiota.

      —Ajá, claro que sí —le respondo con algo de sorna sin poder evitar quedarme mirando otra vez la curva de sus labios.

      Los tiene apretados, como si volviese a callarse algo que no le gusta.

      —Créeme, Maisie, no suelo acompañar a ninguna mujer a casa, pero estás así porque has entrenado conmigo y porque te has pasado. Probablemente tengas el azúcar o la tensión baja y eso no va a pasársete de un momento a otro. Puedes desmayarte de camino al coche o de camino a casa, así que te lo pondré fácil: o me dejas escoltarte con mi propio coche hasta tu casa o te llevo yo.

      Su voz suena tan segura de sí misma que estoy a punto de soltar una burrada por la boca.

      —Sé volver solita a casa —le digo con el ceño fruncido y poniendo mis dos manos en mis caderas.

      Él parece estar perdiendo los nervios y eso solo hace que me parezca más atractivo. Se le forman unas pequeñas líneas en los ojos cuando los achica para mirarme con detenimiento.

      —Estoy seguro de que sabes llegar solita a casa, pero no de que puedas llegar en tu circunstancia actual.

      Nada más decir eso, siento que me estoy mareando. El maldito de James tiene razón. He de dejar de ser tan cabezota. ¿A quién se le ocurre sobreentrenar el día de la boda de su hermana? En serio, siento sonar repetitiva, pero no sé cómo voy a aguantar los tacones tan inmensos que voy a llevar hoy. Se nota que no soy una de esas chicas que adoran los tacones. En mi caso, tengo más deportivas y zapatillas que tacones.

      Me fallan las piernas y él me agarra antes de que me caiga al suelo. De nuevo su tacto despierta algo en mí que me hace sentir escalofríos en mi interior. Me arde la piel donde sus manos me tocan. Ambos estamos muy cerca el uno del otro, y nuestros rostros apenas están a unos meros centímetros. Sus labios. Joder. Sus labios son tan atrayentes que…

      —¿Estás bien? —me pregunta incorporándome.

      Yo me tambaleó un poco aún en sus brazos. Me tiene agarrada por la parte baja de la espalda, muy cerca de mis glúteos. Demasiado cerca para mi gusto. Con una de mis manos agarro las suyas y las subo un poco más en mi espalda, alejándolas de mi trasero.

      Niego con la cabeza, dejando el orgullo al lado y lo miro directamente a los ojos. Sus cejas castañas están alzadas.

      —Creo que será una buena idea que me acompañes al coche.

      Él asiente con la cabeza al tiempo que le indico por dónde lo tengo aparcado. Aún estoy a tiempo de llamar al chófer de mi padre para que me recoja, pero no quiero preocupar a nadie y me encuentro bien para conducir. El coche es automático así que tampoco tengo que mover mucho las piernas.

      Avanzamos en silencio por el parque donde nos chocamos hace unas horas y no se me ocurre absolutamente nada que decirle. Es como si mis neuronas se hubiesen puesto todas en huelga y no funcionasen correctamente. Lo miro de reojo y veo que él mantiene la vista al frente, aparentemente indiferente, aunque una de sus manos sigue en mi cadera y la aprieta con fuerza, como si le diese miedo que me cayese al suelo.

      De hecho, estoy convencida de que tengo un aspecto horrible. Hace un rato varios transeúntes se han quedado mirándome mientras avanzábamos y un hombre me ha preguntado si estoy bien.

      He asentido y he dado las gracias. A mi lado, James se mantiene serio, tanto que parece que está enfadado.

      —Creo que puedo seguir sola —le digo tratando de separarme de él.

      Odio estar tan sudada. Me suda hasta el pelo y me parece algo asqueroso. Cada vez me arrepiento más de haber entrenado con él en este día. Voy a necesitar como unos cuatro días para recuperarme de lo que hemos hecho. ¡Qué exagerada! Pensaréis. Pues no, probad a ir al gimnasio y coger cuatro veces más de peso del que estáis acostumbradas. Al final sí que voy a ser masoquista. Cojo aire y siento cómo sus dedos aprietan más mi cadera, autoritario.

      —No tengo ganas de volver a recogerte del suelo —me responde él, con lo que creo que es algo de desprecio, que me hace detenerme en seco.

      —Que yo sepa, no me he caído al suelo —le corrijo.

      Creo que he tenido que imaginarme eso del desprecio. Él me dedica una media sonrisa encantadora y vuelve a elevar la cabeza.

      —De nada.

      Me dice aquello quedándose tan ancho y tira de mi cuerpo otra vez. Muevo la cabeza para aclarar mis ideas y le doy la razón internamente.

      —Aquel de allí es mi coche —le respondo ignorando su comentario y señalando un Mustang en negro.

      Él se le queda mirando y luego me mira a mí.

      —¿Tú sabes conducir ese coche?

      Pero bueno, ¿y este chico quién se cree que soy? Me yergo a su lado y en esta ocasión soy yo quien lo miro de forma altiva. O al menos lo intento.

      —Claro que sí. ¿Quieres probarlo?

      Él sonríe y niega con la cabeza. Mejor, porque no pensaba dejárselo.

      —Tal vez otro día —responde sensual dando por hecho que vamos a volver a vernos—. Por ahora, me conformo con conducir el mío.

      Añade la última frase señalando el coche que hay aparcado justo detrás del mío. Un Ferrari en color rojo. ¿En serio tiene un Ferrari? Me encanta esa marca de coche. De hecho, me encantan todos los coches, y entiendo de motores.

      —¿Sabes conducirlo? —imito su pregunta y los dos nos reímos por lo ridícula que es en ambas direcciones.

      Asiento con la cabeza y ambos apretamos casi al unísono el botón que abre las puertas de nuestros respectivos coches. Él se acerca aún agarrándome y abre la puerta de mi Mustang de forma caballerosa. Siento sus suaves dedos en la piel como pequeñas descargas eléctricas.

      —Conduce con cuidado, pequeña.