Sarah Mey

Nosotros sobre las estrellas


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Elevo la barbilla y alzo una ceja, esperando su respuesta que no tarda en llegar.

      —¿Ahora sí tienes tiempo para mí?

      Su voz me atraviesa sensual y ronca. Es innegablemente apuesto, y me lo parece mucho más ahora que va vestido con ropa deportiva y puedo apreciar su fibroso cuerpo.

      —No puedo creerme que estés tan necesitado de atención que has tenido que venir a buscarme a mi trabajo —le respondo sin darme tiempo a pensar lo que quiero decir y soltando lo primero que se me viene a la cabeza.

      Veo cómo mis palabras le molestan por la forma en la que se pasa la lengua por la boca y luego se muerde el labio. Es un gesto que no dura más de un segundo y que me ha parecido toda una eternidad. No puedo apartar la mirada de su boca. Ese gesto me ha desarmado, pero sé que mi frase ha causado el mismo efecto en él.

      —Tan solo pasaba por aquí y he pensado que podía entrenar un rato. ¿Hay algún problema con eso?

      La forma en la que su voz suena algo molesta me hace sonreír levemente.

      —Sí, ¿qué haces que no estás entrenando?

      Él suelta una carcajada engreída. Me sorprende el hecho de que no me molesta, es más, me acaba de gustar escucharlo reír. Es aún más cautivador cuando sonríe y se le forma un pequeño hoyuelo en la mejilla derecha.

      —Tienes razón —dice él, jactancioso—. ¿Quieres entrenar conmigo o te da miedo?

      Me acaba de retar y parece que tiene la sonrisa del diablo en sus labios. Ojalá aprenda a decir que no. Ojalá pueda dejar de perderme en esos ojazos verdes y en esa dentadura perfecta.

      —Me da miedo —le digo, y él parece sorprendido por mi supuesta bajada de pantalones—. Claro que me da miedo. No quiero que te lastimes por sobreentrenar si entrenamos juntos. Ya sabes… no sé si podrás seguirme.

      Él vuelve a reír como si no se creyese lo que está escuchando, pero de pronto se pone serio y hay algo rematadamente sexy en su expresión.

      —Me encantaría sobreentrenar contigo —dice con tanta sensualidad que todas mis hormonas responden ante él.

      Su frase me ha llevado por pensamientos oscuros. Si aún tenía algo de compostura, acabo de perderla.

      Capítulo 3

      JAMES

      Noto que la he puesto nerviosa y eso hace que mi cuerpo reaccione. Me gusta causar esas emociones en las personas, pero lo que me resulta extraño es que ella logre tener el mismo efecto en mí. Nunca antes hasta ahora una chica me había dejado sin saber qué decir. Y la forma en la que me mira… joder. No puedo evitar que me guste la forma en la que me reta con la mirada.

      —¿Asustada? —le pregunto, ya que no ha respondido a lo último que le he dicho—. ¿Te ha mordido la lengua el gato?

      Veo cómo su expresión cambia a una soberbia y entrecierra los ojos en un gesto que me parece encantador, aunque en realidad está tratando de fulminarme con la mirada.

      —Por supuesto que no. ¡Vamos, sígueme! ¡Haremos piernas!

      Lo dice con tanto ímpetu que algo me dice que va a tratar de ponerme a prueba. La situación me gusta tanto que no puedo evitar volver a mojarme los labios con la lengua con lentitud. Ayer hice piernas en el gimnasio y hoy ya las tengo cansadas, aunque antes muerto que decirle nada que me haga parecer que pierdo ante esta chica. Camino despreocupado detrás de ella y no puedo evitar fijarme en su trasero. Me gusta todo lo que veo en ella, pero veo que no soy el único que la observa y eso hace que me arda la sangre de las venas. No me gusta la mirada de los otros tíos en ella. ¿Quién demonios se creen que son para devorarla con la mirada? Ni tan siquiera yo la he mirado así. Mi pensamiento es absurdo y más aún teniendo en cuenta que acabamos de saber que existimos, pero me enfurece el ver cómo la miran. Y también noto una sensación desconocida en mi interior. En las entrañas. Es como un pinchazo que me hace tener ganas de estrangularlos. Jamás he sentido nada así. Le aguanto la mirada a uno de los tíos que la miran, y entorno un poco los ojos. El chaval desvía la mirada y se centra en la máquina en la que está sentado sin ganas de pelea. Bien por ti, chaval, porque como siguieses mirándola así ibas a tener un problema.

      Observo a mi ahora entrenadora personal. Se ha recogido el cabello en un moño en lo alto de la cabeza que afina sus facciones. ¿Cómo ese peinado tan simple puede quedarle tan bien? Parece salida de la peluquería. Cuando ella se para delante de una máquina, que reconozco como la multipower, no puedo evitar preguntarme si esta chica tendrá algo con alguno de los chicos de este gimnasio, o con algún otro hombre de fuera. La mera idea vuelve a enfadarme.

      —Cuatro series de veinte —me dice, queriendo hacer como que sabe más que yo, cuando llevo años y años entrenando.

      Quizá ella también lleve tanto tiempo como yo.

      —¿Solo eso? Esperaba algo más fuerte para calentar.

      Veo cómo coge aire entre los dientes y no puedo evitar quedarme mirando ese gesto. Le estoy pudiendo y lo sé. Lo noto en su actitud y me encanta la forma en la que se resiste a mostrármelo. La veo sonreír a uno de los chicos que pasan por mi lado y me lo quedo mirando. Otro estúpido que le acaba de mirar el trasero. ¿Es que ella acaso no se da cuenta? Aprieto los puños tratando de calmarme. Ella no es nada mío para que yo deje que me afecte de esta manera el modo en el que la miran otros hombres. Trago saliva y escucho su voz. Es una voz que suena segura de sí misma, como si me tratase de retar con cada palabra, pero también hay un timbre de amabilidad que no puede camuflar. El saber que es una persona amable me hace empezar con el ejercicio antes de tiempo.

      —Muy bien, así. Te creía en más baja forma, moreno.

      La forma en la que arrastra las palabras me parece sensual y atrayente. Es como si en ellas hubiese una provocación clara que despertase mis instintos primarios. Me contengo al tiempo que la recorro con la mirada con avidez. Espero que no se haya dado cuenta de eso.

      —Tu turno, inquieta.

      Ella se queda mirando mi cara como si yo fuese un monstruo verde.

      —¿Inquieta?

      He visto cómo ha luchado por no repetir esas palabras, pero la curiosidad ha podido con ella. Le cedo mi puesto y me sorprende que no le quita peso a la barra, sino que se queda esperando una explicación dispuesta a empezar el ejercicio tras eso.

      —Creo que eres la persona más inquieta de este lugar —respondo encogiéndome de hombros como si la tontería que acabo de decir me pareciese normal.

      Yo no soy así. Yo no pongo motes estúpidos a la gente. Habría sido mucho más fácil llamarla castaña, pero los destellos rubios de su pelo me gustan tanto que no haría honor a lo bonito que es si lo reduzco a castaña. Y no, tampoco soy de fijarme en los colores de pelo de las chicas. Esto es un maldito caso puntual en el que me acabo de dar cuenta de todo lo que me gusta su pelo.

      Ella niega con la cabeza, pensando tal vez que soy un caso perdido y comienza el ejercicio. Por su cara veo que le cuesta mucho hacerlo, ya que le he puesto más peso de la cuenta, y algo en mí se dispone a animarla, buscando su reproche quizás.

      —¡Vamos, entrenadora! ¡Tú puedes! —dice una voz.

      Maldición. Me he quedado tan absorto en esta chica que no he sido capaz de ver el coro de hombres que se ha formado a nuestro alrededor. Es como si mirasen un plato de comida después de días sin probar bocado. ¡Qué bocado tan exquisito!

      —Ah… —gime ella, tratando de continuar hasta el mismo número de repeticiones que yo.

      —Si quieres puedo quitarle peso —me ofrezco.

      No hay maldad en mis palabras. Lo juro. No lo he dicho para enfadarla, lo he dicho preocupado por ella. No digo que las mujeres no sean capaces de levantar kilos, claro que lo son, y muy capaces de todo lo que se propongan, pero al ver el esfuerzo que está haciendo dibujado en su rostro no puedo hacer