La base del Cristianismo está en la predicación de Jesús de Nazaret, que se presentó ante los hombres como el Mesías, el «Cristo», que había sido anunciado por los profetas. Su predicación no está contenida en ningún libro escrito por él, sino en unos textos compuestos años después de su muerte, conocidos por el término griego de Evangelios, la «buena nueva». En ellos no hay nada que sea filosófico. Sin embargo, uno de ellos, el Evangelio de San Juan, comienza con un término estrictamente filosófico, el Logos, que es presentado así: «En el principio era el Logos, y el Logos estaba en Dios y el Logos era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él y sin Él nada de lo que fue hecho se hizo. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres; y la luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la han comprendido»[1]. Este Logos es identificado con Jesús poco más adelante, cuando se nos dice que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», lo que ha sido interpretado por algunos autores como un primer intento realizado para exponer la doctrina cristiana en términos filosóficos. Esto pudo ser cierto, desde el momento en que sabemos que el autor de este Evangelio lo escribió en la ciudad de Éfeso, donde siglos antes Heráclito había hablado por vez primera del Logos.
Se sabe que el término Λόγος era usado en varios sistemas filosóficos anteriores al Cristianismo, por lo que no es extraño que algunos autores hayan pensado en la influencia de sus usos filosóficos en el Evangelio de Juan. Se ha afirmado que Juan adoptó la platonización de la tradición hebraica realizada por el escritor judeo-alejandrino Filón y que las fuentes del Logos de Juan se hallarían en el platonismo de la Alejandría helenística, donde el Logos estoico, como principio racional que gobernaba el mundo era ampliamente usado. El Cristo Jesús de este Evangelio no sería, entonces, el Dios resucitado de Pablo, sino el abstracto Logos de la filosofía helenística. También se ha señalado que la fuente de Juan estuvo en la literatura vetero-testamentaria sobre la Sabiduría. En el libro de los Proverbios se encuentra una imagen personificada de la Sabiduría: «Yo, Sabiduría, estoy junto a la perspicacia y poseo ciencia y reflexión… Yahvé me creó desde el principio de su poder, antes que a sus obras, antes de entonces. Desde la eternidad fui establecida; desde los orígenes, desde los principios de la tierra»[2]. Es una Sabiduría que, al igual que el Logos de Juan, existe desde antes de la creación, aunque ella misma haya sido engendrada y sería el resultado del primer acto creador de Dios, cooperando con él en la creación del mundo. También el Eclesiástico y el propio libro de la Sabiduría insisten en esta personificación de la Sabiduría. No es preciso recurrir, pues, a las influencias filosóficas para explicar el Logos de Juan, porque los rasgos con que éste se caracteriza ya se hallan en la fuente común a Juan y a Filón de Alejandría: el Antiguo Testamento. Sin embargo, hay diferencias notables entre esa personificación de la Sabiduría y las características del Logos de Juan, porque éste fue el primero en identificar la Palabra misma de Dios con un hombre, Cristo, y en concebir claramente la preexistencia personal del Logos-Hijo y presentarla como la parte fundamental de su mensaje cristiano. El Cristo-Jesús de Juan sería, entonces, la realización de los propósitos de Dios, el Logos que vivió una vida histórica en la tierra y del que Dios había hablado, el Logos que se hizo carne.
Incluso en su aparente presentación filosófica, el Cristianismo de los Evangelios solamente se muestra como una doctrina de salvación, como una religión que intenta aliviar al hombre de su miseria en esta vida, mostrándole cuál es la causa de esta miseria y dónde está el remedio. Por ello, el Cristianismo se manifiesta como revelación de una palabra nueva, como un don de vida, como un fármaco salutífero que, por la realización de la buena nueva, ha de salvar a los hombres. En el Evangelio de Marcos se anuncia en qué consiste la buena nueva: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reinado de Dios. Enmendaos y tened fe en esta buena noticia»[3]. Jesús vino a predicar el reino de Dios, un reino que no es terreno y material, sino espiritual, y cuya realización tendrá lugar al final de los tiempos, debiendo prepararse el hombre para ese momento ya desde esta vida. A ese reino se accede sólo por la fe y por la conversión interior, con lo que el Cristianismo se configuró como una nueva versión del «conócete a ti mismo». El hombre es instado a descubrir dentro de sí al hombre religioso, un hombre que ya no es ciudadano, ni individuo, ni siquiera hombre, sino un ser cuya razón de ser está en la dependencia que tiene de Dios. Pero se trata de una dependencia que es, a la vez, liberación, porque depender de Dios es algo que libera al hombre de su propio yugo, de sus propias dependencias, haciéndole reconocer que su verdadero destino es el de elevarse hasta Dios.
Siendo una religión destinada a todos los hombres, en tanto que exige la liberación de todo hombre por su dependencia de Dios, implica un carácter universal, que rompe el restringido límite del «pueblo elegido» que se daban a sí mismos los judíos. Pero lo que confiere este universalismo, esta catolicidad, al Cristianismo es un principio en virtud del cual todos los hombres forman parte de una misma generación no carnal sino espiritual. Es el principio del amor y de la caridad: el auténtico cristiano es el que se siente hermano de su prójimo, no es el hombre que es, sino el que quiere ser. Consecuencia de esto fue la afirmación de la voluntad frente al concepto clásico de la paideia griega, que consistía en la formación de aquellas facultades que constituyen al hombre como tal, la inteligencia y la razón. El precepto veterotestamentario de «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente»[4] fue transformado por Jesús en el principio en que se había de fundar toda su predicación, dando sentido al humanismo cristiano: «Los fariseos, habiendo sabido que había cerrado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?’. Y Él respondió: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Sobre estos dos mandamientos se funda toda la Ley y los Profetas’»[5].
El Cristianismo se presentó, entonces, como una nueva paideia, como un nueva forma de humanismo, que consistía en preparar hombres capaces de amar a Dios, capaces de amar a los demás hombres en Dios y de amarse a sí mismos. La fe cristiana, al tener como fin esencial aumentar en el hombre el amor, trató de hacer inteligible esa misma fe partiendo del amor. Lo que significó, de alguna manera, el rechazo del intelectualismo y del racionalismo del mundo greco-romano y la afirmación del voluntarismo, que hizo posible que gran parte de la filosofía desarrollada a lo largo de la Edad Media cristiana se concibiera como camino de perfección del amor de Dios, porque amar a Dios con la mente es algo que no se consigue sólo con la fe.
I.2. EL CRISTIANISMO Y LA FILOSOFÍA GRIEGA
Desde sus primeros momentos, el Cristianismo se vio comprometido en una continua obra de difusión del mensaje evangélico. Se encontró con otras concepciones culturales que le obligaron a una elaboración doctrinal de su fe, en la que integró elementos de aquéllas. Hecho decisivo fue la propagación de su mensaje en un mundo dominado por la civilización y la lengua griegas, de manera que hubo de adoptar las mismas formas de expresión usuales en ese mundo. La consecuencia fue la introducción en la doctrina cristiana de conceptos y categorías intelectuales que nada tenían que ver con las primitivas de la nueva religión. Así, la cristianización del mundo griego significó, a su vez, la helenización del cristianismo, tesis sostenida por W. Jaeger y discutida por algunos, pero que pudo ser cierta si pensamos en que la helenización ya había comenzado a ser preparada por los judíos de la diáspora, muchos de los cuales fueron los primeros en aceptar la nueva predicación. Cuando los primeros cristianos se enfrentaron con el mundo que les rodeaba, se vieron forzados a una doble exigencia: adecuar el contenido y la forma de la religión a las circunstancias históricas con las que se encontraron, y evitar que el contacto con esas otras formaciones culturales pudiera desvirtuar y desnaturalizar el verdadero espíritu y el genuino contenido de la revelación cristiana. Uno de