estudio especulativo sin más, sino una investigación que busca la vida feliz, la felicidad: «¿Acaso piensas que la sabiduría es otra cosa que la verdad, en la que se contempla y posee el sumo bien?»[21]. Sabiduría y verdad se identifican. Alcanzarlas implica obtener el sumo bien, poseer la felicidad. Por esta razón la búsqueda de la sabiduría, de la verdad, es también búsqueda de la felicidad, que es el fin último al que tiende todo hombre, algo que han reconocido y en lo que han coincidido todos los filósofos: «Comúnmente, todos los filósofos con sus estudios, su investigación, disputas y acciones, buscan la vida feliz. He aquí la única causa de la filosofía: pienso que los filósofos tienen esto en común con nosotros»[22]. Fue el objetivo de la búsqueda agustiniana: la felicidad, que es aquello por lo que el hombre es filósofo y es religioso, porque la búsqueda de la felicidad es la única causa de la filosofía y de la religión cristiana.
La cuestión es averiguar y encontrar el camino que conduce a ella. A ésta tarea se consagró Agustín apenas cumplidos los diecinueve años. Tardó en encontrarlo, pero, tras angustias y desesperanzas, alcanzó lo que buscaba. El principio del camino estuvo en el Hortensius; la continuación, en las dos vivencias que experimentó inmediatamente después: la lectura de las Escrituras de la religión cristiana y su adhesión a la secta de los maniqueos. Vio que los Libros Sagrados eran indignos de compararse a la magnificencia de las obras y del lenguaje de Cicerón, por lo que creyó que allí no podía estar la sabiduría. Dio entonces con la gnosis maniquea, que aparentemente ofrecía un pensamiento, religioso y racional a la vez, que pretendía dar una explicación del universo «por la pura y simple razón»[23]. Tampoco le satisfizo este camino, porque proponía, vestido con los ropajes de la razón, un conjunto de absurdos basados sólo en la autoridad de sus doctores.
Viajó a Italia, donde pasó por otra experiencia vital, breve pero importantísima para entender el sentido que luego habría de tener su cristianismo: comenzó a prestar atención a las doctrinas escépticas: «Entonces también se me presentó la idea de que los filósofos que llaman académicos habían sido los más prudentes, pues habían juzgado que se debe dudar de todo y habían resuelto que nada verdadero puede ser comprendido por el hombre»[24]. Muy breve fue el período que prestó atención a estas doctrinas, pero fue un trance de su vida necesario e intenso a la vez. Necesario, porque así lo requería su evolución intelectual para abandonar definitivamente el maniqueismo. Intenso, porque le condujo a una situación extrema, la de reconocer los límites de la razón humana y la existencia de una instancia superior a la razón como fundamento de la certeza y seguridad que anhelaba. El punto de partida de este nuevo camino fue la propia duda académica: «Así pues, según costumbre de los académicos, como se cree, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta»[25].
La clave para entender el sentido del escepticismo agustiniano está en sus palabras: «durante el tiempo mismo de mi duda». Porque la duda agustiniana no fue una duda perdurable, definitiva, como la de los académicos, sino pasajera y temporal. Su obra Contra Academicos se propone dos cuestiones: mostrar que la verdad existe y ver si es posible encontrarla. Para justificar la existencia de la verdad había que refutar las razones escépticas. Por eso, la duda agustiniana fue una concesión momentánea a los nuevos académicos, un procedimiento de polémica que tenía como fin mostrarles con fuerza la debilidad de su argumentación escéptica: «Puesto que para este asunto me alejaban no superficialmente las razones de los académicos, sino bastante como creo, contra ellas me he fortalecido con esta discusión»[26]. La duda agustiniana fue un paso necesario para mostrar cómo de la duda misma puede surgir la certeza, cómo la razón humana está capacitada para alcanzar verdades de las que es imposible dudar. Inicialmente, las verdades de tipo científico; pero también otras verdades que son indudablemente verdaderas, entre ellas la verdad suprema para todo hombre, la que se refiere a su propia existencia: «Por lo cual, lo primero que de ti deseo saber, para que comencemos por lo más manifiesto, es si tú mismo existes. ¿O, acaso temes engañarte ante esta pregunta, cuando realmente no podrías engañarte si no existieras?»[27].
La refutación académica fue un momento necesario en la evolución de su vida intelectual y en el desarrollo de su pensamiento. Porque no se trataba solamente de refutar toda duda escéptica mediante un argumento irrefutable, sino porque trataba de mostrar que la razón humana es capaz de dar respuesta a las necesidades de certidumbre que todo hombre siente, proponiendo, al menos, una verdad de certeza inmediata: la del propio pensar, esto es, la de la experiencia interior de cada sujeto humano, que ni en el sueño ni en el estado de demencia puede ser negada. Reivindicó así para la filosofía el sentimiento del existir, del darse cuenta, el de la actividad autónoma del sujeto humano. Pero, a la par, la refutación escéptica y la superación de la duda académica con el hallazgo de unas verdades de las que no se puede dudar, señalan también la propia limitación de la razón humana, porque ésta se ve impotente para sobrepasar determinados umbrales. Por eso dice Agustín que «debemos creer, porque no podemos ver»[28].
La verdad que la razón alcanza sólo es una representación de la verdad que existe por sí misma, por lo que para alcanzar las verdades inteligibles, que superan el orden sensible, es menester que el hombre sea iluminado. De aquí que la razón se muestre insuficiente y limitada, porque la verdad inteligible y su fundamento, la Verdad misma, no son producto de las potencias humanas, sino sólo un descubrimiento de la razón, que requiere la afirmación de otro camino. Un camino que está en el interior del hombre, puesto que la verdad está en dentro de él: «En el hombre interior habita la verdad» dice en uno de sus más afamados textos[29]. Es el camino de la interioridad de la conciencia, otra de las aportaciones de Agustín. Frente a la manera de pensar de la antigüedad griega, para la que la más inmediata y primitiva de las certidumbres residía en el exterior, como confirman la mayéutica y la dialéctica, que exigen ir fuera de sí mismo, Agustín establece como nueva e inmediata seguridad el saber que el alma adquiere de sí misma. La experiencia interna consigue la absoluta primacía en lo que se refiere a la evidencia.
Fue el platonismo –el neoplatonismo– el que le permitió descubrir el mundo de la interioridad humana y el que le hizo ver en el mal sólo un defecto o privación de bien. También le puso en contacto con el mundo de la verdad eterna, de la verdad permanente. Y el que le acercó definitivamente a la conversión al cristianismo. Su contacto con los cristianos de Milán, cercanos al neoplatonismo, le permitió comprender que convertirse al cristianismo significaba convertirse a la filosofía, a la sabiduría. Para Agustín, el alma descubre dentro de sí la verdad, y al descubrir la verdad descubre a Dios, porque Dios es el fundamento último de toda verdad. Y el conocimiento del mundo inteligible, el acceso a la verdad, a la que le han llevado la refutación escéptica y la lectura de los libros neoplatónicos, se muestra entonces como una iluminación, esto es, como una revelación; es fruto de una desvelación divina, porque la apropiación de la Verdad no se consigue tanto por el conocimiento cuanto por la fe. Y ello porque la fe es iluminadora, ya que la recompensa que el pensamiento recibe de la fe es, precisamente, la inteligencia.
Agustín ya sabe que el camino de la razón es insuficiente. La fe se convierte en el camino necesario que conduce a la sabiduría, a la vida feliz. Lo que descubrió tras su experiencia académica fue que la razón sola no puede encaminar al hombre a la posesión de la sabiduría, aunque sí pueda alcanzar algunas verdades. Para llegar a la vida verdaderamente feliz es necesaria la fe. El escepticismo, al señalarle las limitadas posibilidades de la razón, le puso en la vía de comprender la exigencia de la fe en orden a la certeza y seguridad que su corazón ansiaba. De ahí que