casos, mostrar que el Cristianismo no era otra cosa que la culminación de la filosofía griega: ésta, apoyándose sólo en la razón humana, había alcanzado la verdad de forma fragmentaria; en cambio, el Cristianismo daba a conocer de manera absoluta la verdad en tanto que la Razón misma, el Logos, se había encarnado en Cristo. Al tratar de expresar los principios de la religión por medio de categorías filosóficas, tomadas de los hombres doctos de la época, cuyas acusaciones servían de punto de partida para la composición de las Apologías, los apologetas, muchos de ellos hombres cultos y filósofos convertidos al cristianismo, sentaron las bases para una comprensión racional de la fe, para el establecimiento de una gnosis cristiana. En los Padres Apologetas se encuentran los primeros intentos serios para la aparición de una filosofía cristiana.
En la Epístola a Diogneto, que podría ser la Apología de Cuadrato, compuesta hacia los años 123 ó 124, se comprueba cómo el Cristianismo, que hasta ese momento había pasado desapercibido, comienza a despertar interés en la esfera de la vida pública romana. Y sería entonces esta Epístola la primera reflexión sobre el hecho cristiano, que se inicia con una visión crítica de la idolatría y con una refutación de los rituales de que se sirven las religiones conocidas hasta el Cristianismo. El apologista insiste en el carácter normal de los cristianos: son gentes que habitan las mismas ciudades que los demás, que hablan la misma lengua, que no llevan vida aparte; sin embargo, se sienten en tierra extraña, porque, viviendo en la tierra, tienen su ciudadanía en los cielos; son como el alma del mundo, aborrecidos por éste pero dándoles vida; son perseguidos, sin que sus perseguidores sepan la causa de su enemistad hacia ellos, pues obedecen las leyes que han sido establecidas para todos. El apologeta muestra conocer la filosofía griega: alude a los filósofos y a algunas de sus doctrinas, y su concepción del alma está tomada del platonismo, al concebirla como aprisionada en el cuerpo. Señala que el origen del Cristianismo no es humano, sino divino: Dios envió su Logos al hombre y el Logos es el que fundamenta la doctrina de la nueva religión. Un Logos que es «Artífice y Creador del universo»; un Logos que, al manifestarse Él mismo, revela al hombre la Verdad. Pero al hombre cristiano no le basta con que Dios se descubra, sino que necesita de la fe, única por la que se le permite ver a Dios. Una fe que no consiste en una mera creencia, sino que reclama también un conocimiento, porque hay una gradación de perfección en las etapas por las que ha de pasar el cristiano: primero la fe y después el conocimiento que perfecciona la fe. Esta exigencia de conocimiento revela ya los primeros conatos hacia la elaboración de una gnosis cristiana. Se plantea ya la cuestión que atraviesa todo el discurso de los Padres: la relación entre fe y conocimiento; pero no como contraposición, sino como complemento de perfección, como correlación perfectiva entre las dos, como dos aspectos o facetas de un mismo camino, el de mirar hacia arriba para contemplar a Dios. Hay todavía otro aspecto en que el platonismo está presente en esta Epístola a Diogneto, la imitación de Dios. Es lo que caracteriza propiamente al Cristianismo, el amor: Dios ama al hombre y el hombre ha de amar a Dios para imitarlo. En esto consiste la felicidad humana: en imitar a Dios amando a los hombres y amando al mismo Dios. Sólo entonces se alcanzará la plena contemplación de Dios. De manera que los grados por los que ha de pasar el hombre son tres: fe, conocimiento de esa fe y amor a lo hallado en la fe.
Fue, sin embargo, Justino Mártir (+ ca. 165) el primero que diseñó una gnosis cristiana y el primero que planteó explícitamente la relación entre Cristianismo y filosofía griega. Para él, el objeto de la filosofía es «investigar con atención acerca de Dios»[8], un objeto al que se han dedicado todos los filósofos en sus discursos y en sus disputas; es, además, el bien más preciado que el hombre puede obtener, única que le puede llevar a Dios, aunque nadie sepa a ciencia cierta en qué ha de consistir: «La filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los bienes y el más precioso ante Dios, al cual ella sola es la que nos conduce y recomienda. Y santos, a la verdad, son aquellos que a la filosofía consagran su inteligencia. Ahora, qué sea en definitiva la filosofía y por qué les fue enviada a los hombres, cosa es que se le escapa al vulgo de las gentes; pues en otro caso, siendo como es ella ciencia una, no habría platónicos, ni estoicos, ni peripatéticos, ni teóricos, ni pitagóricos»[9]. Define la filosofía como la ciencia del ser y el conocimiento de la verdad, y la felicidad es la recompensa de esta ciencia y de este conocimiento. Pero la verdadera filosofía que el hombre debe seguir no es la de Platón ni la de Pitágoras, sino la de los profetas, únicos que vieron y anunciaron la verdad a los hombres, la doctrina del Cristianismo, que no la expone como algo radicalmente diferente de las antiguas filosofías, sino como una nueva doctrina que versa sobre los principios y el fin de las cosas, esto es, sobre todo aquello que un filósofo debe saber. No hay, entonces, para Justino, ruptura entre la antigua filosofía y esta nueva doctrina. El Cristianismo era la filosofía absoluta, un «vivir conforme a la razón»[10]. Por ello, los filósofos anteriores al Cristianismo, que «vivieron de acuerdo con la razón», pueden ser considerados cristianos también.
Que el Cristianismo sea la filosofía más plena, en tanto que es la única que da respuesta a cuantos problemas han acuciado al hombre, no significa que haya de renunciarse a la filosofía humana. Hay en Justino confianza y apertura hacia la filosofía, pero también persuasión de su insuficiencia y de sus límites. De ahí la superioridad del Cristianismo, que no es un límite impuesto a la razón, sino un enriquecimiento del hombre respecto a las cosas a las que puede llegar la razón. El vínculo de unión entre ambas filosofías, la antigua y la nueva, aquel concepto común a las dos y por el que Justino pretende mostrar la continuidad que hay entre la vieja sabiduría y la nueva revelación, es el Logos. Cristo no es sólo la Palabra y la Sabiduría de Dios. Es también la Razón, el Logos inherente a todas las cosas. Por eso, todos cuanto han pensado y han vivido de acuerdo con el Logos, es decir, racionalmente, han participado del Logos universal que es Cristo: «Confieso que mis oraciones y mis esfuerzos todos tienen por blanco mostrarme cristiano, no porque las doctrinas de Platón sean ajenas a Cristo, sino porque no son del todo semejantes, como tampoco las de los otros filósofos, estoicos, por ejemplo, poetas e historiadores. Porque cada uno habló bien, viendo lo que con él tenía afinidad, por la parte del Logos seminal divino que le cupo; pero es evidente que quienes en puntos muy principales se contradijeron unos a otros, no alcanzaron una ciencia infalible ni un conocimiento irrefutable. Ahora bien, cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Logos, que procede del mismo Dios ingénito e inefable; pues Él, por amor nuestro, se hizo hombre para ser particionero de nuestros sufrimientos y curarlos. Y es que los escritores todos sólo oscuramente pudieron ver la realidad gracias a la semilla del Logos en ellos ingénita»[11]. «Nosotros hemos recibido la enseñanza de que Cristo es el primogénito de Dios, y anteriormente hemos indicado que Él es el Logos, de que todo el género humano ha participado. Y así, quienes vivieron conforme al Logos son cristianos, aun cuando fueron tenidos por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates, Heráclito y otros semejantes»[12].
Justino, pues, aceptó la idea del Logos como razón eterna, encarnada en Cristo, que, por ser también razón seminal divina que hay en todas las cosas, puede fundar la continuidad de la filosofía griega en el seno del Cristianismo, que es para él el punto culminante en la revelación de la verdad, el auténtico «vivir conforme a la razón».
Su tarea fue continuada por la Escuela de Alejandría, destinada al estudio de la palabra sagrada y a mostrar la continuidad entre la filosofía griega y la nueva sabiduría cristiana. En ella hay que destacar a Clemente de Alejandría (+ ca. 215), que fue esencialmente un hombre de letras. Sus escritos dan testimonio de sus estudios y de su pensamiento, siendo muy extenso su conocimiento de la literatura griega, eclesiástica y gnóstica. Se dio perfecta cuenta de que el Cristianismo debía enfrentarse con la sabiduría griega si quería cumplir con su misión universal. Desarrolló la idea del Logos, que se hace pedagogo para educar al hombre antes de instruirlo: trata de dar al hombre un método para dirigir su vida. Y el educador, el verdadero pedagogo,