por el entendimiento esclarecido por la fe. Fe y razón se fundían, así, en un único camino: el de la Verdad, el de la Sabiduría, el de la Felicidad.
Pero Agustín encontró que estos mismos fines, conseguir la verdad, la sabiduría, la felicidad, son también los propios del cristianismo. El cristianismo se le presentó como una filosofía o, mejor aún, como la verdadera filosofía, porque Dios es la Sabiduría misma, la Verdad misma y, por tanto, la felicidad misma, el sumo bien del hombre: «La vida feliz es gozo de la verdad, es decir, es gozo de ti, Dios, que eres la verdad»[30]. La filosofía consiste en el amor a Dios, es decir, es una búsqueda que acaba en Dios, conociéndole y amándole, en lo cual reside la verdadera felicidad. Ésta fue la concepción de los filósofos, puesto que la tuvo Platón; en el fondo, implica la identidad de fines entre filosofía y religión. Por eso, para Agustín el cristianismo, que es la verdadera religión, es también la verdadera filosofía: «Así, pues, se cree y se enseña, lo cual es fundamento de la salvación humana, que la filosofía, esto es, el estudio de la sabiduría, y la religión son una misma cosa»[31]. Agustín identificó, pues, la verdadera religión con la verdadera filosofía. Esta convergencia entre religión y filosofía se debe entender como exigencia de la razón por parte de la fe para alcanzar su plenitud. La razón prepara para la fe, pero la fe también prepara para la razón. Ambos aspectos están recogidos en una célebre fórmula agustiniana, repetida a lo largo de la Edad Media: «Entiende para que puedas creer, cree para que puedas entender»[32]. Hay que entender los motivos por los que se cree, pero también hay que disponer a la razón para que pueda entender aquello en lo que cree. Pero son las palabras del profeta, repetidas insistentemente por Agustín, las que dan pleno sentido a su fórmula: «Se ha dicho por el profeta: ‘Si no creyéreis, no entenderéis’»[33]. La verdadera inteligencia del contenido de la fe es dada por la fe misma: crede ut intelligas; la fe es la que ayuda a comprender aquello en lo que se cree, pero es la razón la que, en definitiva, encuentra aquello que busca la fe[34].
Razón y fe, religión y filosofía se funden así en un único concepto de búsqueda, aquel que Agustín deseó desde los diecinueve años y que desembocó en su hallazgo de la Verdad, de la Sabiduría, de la Felicidad. Éste es el verdadero filósofo, el filósofo cristiano, aquel al que dirige estas palabras: «Ama en gran manera al intelecto»[35]. Fe y razón vienen a concurrir en la verdad; la fe no está en oposición a la razón, sino que para alcanzar la salvación es necesario saber clara y precisamente lo que se cree, configurando así un nuevo concepto de búsqueda y de investigación en el que consiste la nueva filosofía, la verdadera filosofía que es el Cristianismo. Esa búsqueda tiene como fin supremo alcanzar la posesión de la Verdad, en lo que consiste la suma felicidad del hombre. Ésta, pues, sólo puede ser obtenida a través del amor que sigue al conocimiento, que es el que prepara y dispone al hombre para la posesión y fruición del sumo Bien. ¿Cuál es el camino del conocimiento?
Agustín aceptó que el conocimiento sensible, si se mantiene en sus propios límites, posee valor cognoscitivo al que se ha de dar crédito. Porque como simple aparecer, como simple percepción de aquello que se aparece y se presenta delante, es infalible. En cambio, si es tomado como criterio de verdad inteligible, entonces puede conducir al error, porque esa verdad está por encima de sus límites excediéndolo. Al reconocer la limitación del conocimiento sensible, Agustín, como buen platónico, sostuvo que la percepción de los sentidos no puede producir ciencia, sino que queda confinada al ámbito de la opinión. Aunque no dé origen a un conocimiento científico, las modificaciones que origina la percepción sensible en los mismos sentidos es verdadera, porque no pueden ser puestas en duda aunque sean mera apariencia, ya que nos dan testimonio de la realidad. Agustín refutó la duda permanente de los académicos también en el nivel del conocimiento sensible. Pero la verdad no reside en la mera apariencia del conocimiento sensible, por lo cual no cabe esperar certeza de la sensación, ya que se precisa de un juez distinto que dé asentimiento a las impresiones sensibles, porque los sentidos no pueden juzgar su propia operación: «Si alguien cree que en el agua el remo se quiebra y al sacarlo de allí vuelve a su integridad, no tiene un mensajero malo, sino un mal juez. Pues aquel órgano tuvo la afección sensible, que debió recibir de un fenómeno verificado dentro del agua, porque siendo diversos elementos el aire y el agua, es muy puesto en razón que se sienta de un modo dentro del agua y de otro en el aire. Por lo cual, el ojo informa bien, pues fue creado para ver; el ánimo obra mal, pues para contemplar la soberana hermosura está hecha la mente, no el ojo»[36].
Los sentidos no son jueces de su operación, pero tampoco pueden darse cuenta del fenómeno físico que les afecta. Para que haya percvepción, es necesario darse cuenta de esa afección. Elabora su teoría del sentido interno, al que asigna una función cognoscitiva esencial, la de distinguir y juzgar qué es lo que pertenece propiamente a cada uno de los sentidos exteriores y qué es lo que cada uno de ellos tiene en común con los otros. Es el unificador del conocimiento sensible, es una especie de conciencia sensitiva de las percepciones exteriores, es decir, unidad de la conciencia que hace posible el tránsito de la sensibilidad múltiple y dispersa a una experiencia organizada, a una reunión de todas las percepciones sensibles, constituyendo una primera forma de conocimiento del mundo. Pero tampoco es la máxima instancia para determinar la verdad de las sensaciones, porque la verdad no deriva ni depende de la experiencia sensible, sino que es anterior a ella. Y para confirmarlo, Agustín se apoya en el mismo Platón: «Para lo que quiere, es suficiente saber que Platón sintió que había dos mundos: uno inteligible, en el que habitaba la misma verdad, y este otro sensible, que se nos manifiesta por los sentidos de la vista y del tacto. Aquél es el verdadero, éste el semejante al verdadero y hecho a su imagen; en aquel está la Verdad, con que se adorna y serenaa el alma que se conoce a sí misma; de éste no puede engendrarse en el alma de los necios la ciencia, sino la opinión»[37].
Agustín no ha encontrado aún la verdad, pero ya sabe que puede alcanzarla. Afirma la autocerteza de la conciencia, primero, respecto de la propia vida; después, respecto del propio ser y del propio cogitare, esto es, de la conciencia: «¿Quién duda de que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y juzga? Puesto que si duda, vive; si duda donde duda, recuerda; si duda, entiende que duda; si duda, quiere estar cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe; si duda, sabe que no conviene asentir temerariamente. Cualquiera que dude de otras cosas, de todas éstas no debe dudar: si ellas no existiesen, no podría dudar de nada»[38]. «Es completamente cierto que yo existo, que ello se conoce y se ama. Ningún temor sobre estas verdades hay en los argumentos de los académicos, cuando dicen: ‘¿Y si te engañas?’ Si me engaño, existo. Pues quien no existe, ni siquiera puede engañarse: por esto, si me engaño, existo. Puesto que existo si me engaño, ¿cómo podría engañarme sobre mi existir, siendo cierto que existo si me engaño? Así pues, ya que existo si me engaño, aunque me engañe, sin duda alguna no me engaño al conocer que existo. En consecuencia, no me engañaré en tanto que sé que me conozco»[39].
Hay, pues, una evidencia inmediata, una certeza fundamental que se extiende a todos los estados de conciencia, puesto que, como se ve, Agustín se esfuerza por manifestar que todas las clases de actos mentales están implícitas en el acto dubitativo. Dudar implica vivir, recordar, conocer y querer. De ninguno de estas operaciones es posible dudar, porque aunque errara en ellas, ni siquiera me cabe dudar de ese error. La duda y el error son pruebas irrefutables de la existencia y del pensar humano. El hombre, desde la certeza de su existencia como ser que piensa, puede fundar la certeza de sus pensamientos. El cogitare humano, con sus diferentes especies de actividad psíquica, muestra la posibilidad