Al ir el hombre dentro de sí, lo primero que descubre es su propia existencia, su propio conocer y pensar. Quien duda, quien se engaña, se da cuenta de algo de lo que no cabe duda ni engaño alguno posible: que está en la duda y que se está engañando. En la propia interioridad se da la existencia de una verdad: la certeza del yo que piensa, que duda y que se engaña. Hay, pues, un descubrimiento de la verdad, que no es obra del conocimiento sensible, que tampoco lo es del sentido interior, sino que sólo la razón puede hallar.
La razón descubre la verdad dentro de sí misma, como algo allí puesto, sin que el hombre sea su creador. Esa verdad posee unos caracteres específicos, que le son propios: la universalidad, la necesidad y la inmutabilidad. No pueden proceder de los sentidos, porque éstos sólo proporcionan un conocimiento mudable y cambiante, ni de los cuerpos, ni de la propia mente del hombre, porque la verdad es común a todos los hombres y superior a ellos; si fuese inferior, el hombre no podría considerarla como criterio para juzgar por medio de ella; y si fuese igual, no sería eterna e inmutable, sino perecedera y cambiante como la mente humana. La verdad es superior y más excelente que la razón: es la que regula y trasciende al alma, porque la verdad no es otra cosa que las ideas o arquetipos ejemplares que están en la mente de Dios, modelos sobre los que Dios forma el universo. Pero como estas ideas no se diferencian de Dios, la verdad, entonces es Dios mismo. Dscubrir la trascendencia de la verdad significa para la razón humana descubrir la existencia de Dios, porque al percibir la realidad que posee los atributos de necesidad, eternidad e inmutabilidad, está descubriendo los atributos que son propios de Dios, el Ser mayor que el cual nada hay: «Si yo te demostraba que hay algo superior a nuestra mente, confesarías que es Dios, si es que no hay nada superior. Aceptando esta confesión tuya, te dije que bastaba, en efecto, demostrar esto. Porque, si hay algo más excelente, este algo más excelente es Dios; si no lo hay, la misma verdad es Dios»[40].
Siendo la verdad el mundo de las ideas divinas, el mundo inteligible, Agustín no puede aceptar que pueda ser conocido por el conocimiento sensible, sino que se adquiere, como en Platón, independientemente de la experiencia, pues sólo la razón es capaz de descubrirlo. Pero, ¿cómo llega la razón a estas verdades? ¿Cómo puede descubrirlas? Agustín evoca la doctrina platónica de la reminiscencia y propone su teoría de la iluminación. Y transforma la reminiscencia en la idea de una luz que ilumina la razón, en una especie de iluminación intelectual. Para él, la verdad es descubierta por una cierta luz incorpórea, esto es, mediante una iluminación que muestra la verdad. Y habla de este conocimiento como si fuera una visión mental, estableciendo la analogía platónica de la luz corporal que ilumina al ojo para ver los objetos, porque está preparado para ello. Esa iluminación es proporcionada por una fuente de luz, por medio de la cual el hombre puede conocer en su interior las verdades, ideas, formas o razones de las cosas. Esa fuente de luz no es otra cosa que Dios mismo, luz increada que ilumina nuestras mentes para que podamos entender. Elabora cristianamente el pensamiento platónico, como reconoce al afirmar que fueron los platónicos los que por vez primera vieron que Dios era la luz: «Con frecuencia y muchas veces, afirma Plotino, explicando el sentido de Platón, que ni aun aquella que creen alma del mundo, extrae su felicidad de otro lugar que la nuestra, y que esa luz no es ella misma, sino la que la ha creado y con cuya iluminación inteligible resplandece inteligiblemente. Establece también una comparación entre aquellos seres incorpóreos y estos cuerpos celestiales, nobles y notables: él sería el sol y ella sería la luna»[41].
Para comprender la naturaleza de este acto, en virtud del cual el hombre es iluminado para obtener la verdad, hay que tener en cuenta la diferencia que Agustín establece entre Ciencia y Sabiduría. Sin alterar la unidad de la razón humana, hay en ésta dos aspectos, funciones o maneras de utilizarla. Por una parte está la función superior, constituida por la sabiduría, a la que compete el conocimiento de las verdades eternas. Y, por otro lado, está la función inferior, la ciencia, que consiste en la aplicación de la mente a los datos de la experiencia sensible, es decir, al conocimiento de las cosas temporales. Lo expone también como distinción entre la ratio superior y la ratio inferior, entre una función noética y una actividad dianoética, entre intellectus, como facultad para conocer el mundo inteligible, y ratio, como facultad de ordenar los datos sensibles y producir ciencia. Habría que distinguir, al menos, dos tipos de iluminación en sentido estrictamente filosófico: la de la luz de la razón, por medio de la cual el hombre conoce las cosas sensibles, y la de la luz del intelecto, por el que conoce de manera intuitiva las verdades eternas, fundamento de los juicios de la razón. En virtud de ambas, el hombre posee conceptos, ideas o verdades con los que opera para interpretar la experiencia sensible, y unos modelos o patrones por los que aprehende la verdad de los juicios universales y necesarios. Esto parece confirmarse cuando dice: «En todas estas cosas buenas que he recordado, o en aquellas otras que se pueden distinguir o pensar, no podemos decir si una es mejor que otra, cuando juzgamos verdaderamente, a no ser que estuviese impresa en nosotros la noción del mismo bien, según la cual juzgamos algo y preferimos una cosa a otra»[42]. «Así como antes de ser felices tenemos impresa en nuestras mentes la noción de felicidad –por ésta sabemos y decimos con confianza y sin duda alguna que queremos ser felices–, así también antes de ser sabios tenemos impresa en la mente la noción de sabiduría, por la cual cada uno de nosotros, si se le pregunta si quiere ser sabio, responde sin sombra de duda que quiere»[43].
Esa notio impressa in mente parece referirse indistintamente a los conceptos y a los criterios de juicio, por lo cual la iluminación se realizaría sobre ambos. Parece que la naturaleza de la iluminación debe ser entendida como una presencia de las ideas en el alma, es decir, como una forma modificada de la reminiscencia platónica. De hecho, su propia concepción del conocimiento de la verdad está íntimamente vinculada a su teoría de la memoria, entendida por Agustín como la facultad por la que se recuerdan las experiencias pasadas, pero también como aquella facultad en la que están las verdades: «En la memoria encontramos preparado y oculto todo aquello a lo que podemos llegar pensando»[44]. «Por lo cual descubrimos que aprender estas cosas, de las que no recibimos imágenes por los sentidos, sino que sin imágenes, tal como son, las vemos interiormente en sí mismas, no es otra cosa sino un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente, y cuidar con atención que estén como puestas a la mano en la memoria, para que, donde antes se ocultaban dispersas y descuidadas, se presenten fácilmente ya con intención familiar»[45]. Todo el tratamiento que de la memoria hace Agustín, tiende a configurarla como la conciencia, como aquella facultad por la que el alma está presente a sí misma, como la parte más interior del espíritu humano, en el que está la verdad. Con ello, la memoria parece dominar todo el pensamiento agustiniano, porque se configura como una estructura apriórica existente en el sujeto que conoce y que Agustín, en definitiva, identifica con Dios. La teoría de la iluminación, entonces, no es otra cosa que la justificación de la posibilidad del conocimiento racional e intelectual, basada en la presencia de Dios en la mente humana.
Agustín meditó mucho sobre el hombre. Al él y a su salvación consagró toda su especulación. Los intereses agustinianos eran el conocimiento de Dios y del alma. Conocer el alma es conocerse a sí mismo; conocerse a sí mismo es conocer a Dios y al mundo: «De esta manera, el espíritu, vuelto sobre sí mismo, entiende aquella hermosura del universo»[46]. Pero también en las obras de madurez aparece el hombre como objeto de estudio: lo que verdaderamente importa es hallar a Dios por el hombre, encontrar en el hombre los vestigios que nos llevarán a Dios. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo entiende Agustín al hombre? Lo define a la manera tradicional en filosofía: «El hombre, tal como definieron los antiguos, es un animal racional, mortal»[47]. Lo entiende como compuesto de cuerpo y alma, en donde no hay dos naturalezas distintas, sino una unidad indisoluble: «Quien