su parte principal; ni el cuerpo es todo el hombre, sino su parte inferior; el conjunto de la una y del otro es lo que recibe el nombre de hombre»[49]. Esta unión, que no es planteada en términos de unión substancial como se haría más tarde, se da en tanto que el alma es la que vivifica y gobierna el cuerpo, sometiéndolo a la belleza, armonía y orden que ha recibido de Dios. Las definiciones platónicas, que parecía aceptar, resultan insuficientes a la luz de la unidad vital entre cuerpo y alma; esta unidad ontológica es afirmada categóricamente por Agustín: «El alma que tiene un cuerpo no constituye dos personas, sino un solo hombre»[50].
El alma, cuyo origen no está claramente definido por Agustín, al oscilar entre el creacionismo y el traducianismo, se caracteriza por su espiritualidad. El alma se conoce a sí misma por esencia y en su saber sabe que no es corpórea, porque no precisa de nada corporal en su actividad de conciencia. Tiene en sí todo lo que precisa para existir. Y aunque reconoce en ella las tres facultades clásicas, vegetativa, sensible e intelectiva, sin embargo añade otra división en el alma: ser, como la memoria que el espíritu tiene de sí mismo; saber, que es el resultado de la inteligencia; y amor, que es el fruto de la voluntad, configurando así las tres principales facultades agustinianas del alma: memoria, entendimiento y voluntad, que se manifiestan como la imagen en el hombre de la misma Trinidad divina. Ser, saber y amar son tres determinaciones progresivas de la unidad del alma, que muestran la unidad de la Trinidad divina.
Vinculado con el hombre y con los problemas teológicos de la encarnación de Cristo y de la gracia está el problema del mal, que ya le había preocupado desde su lectura del Hortensius. Creyó que la solución maniquea era digna de consideración, porque allí el mal era un principio metafísico, originario e intrínseco a la naturaleza del universo. Pero descubrió después lo insatisfactorio que resultaba, especialmente si se atendía a la bondad divina en el orden de la creación. Con la ayuda neoplatónica supo ver que la verdadera naturaleza del mal consiste en la negación: el mal no es más que privación de ser y de bien; por ello, no pertenece al orden de las cosas reales, creadas por Dios. Si hay mal en el mundo, este mal sólo puede ser aquel que es obra de la concupiscencia[51], es decir, el que procede de una libre decisión de la voluntad: «Hacemos el mal a partir del libre arbitrio de la voluntad»[52]. La voluntad del hombre es libre, como lo prueba la autodeterminación, la capacidad que tiene de moverse a sí misma hacia la acción, hacia el querer o el no querer, así como del completo dominio que el hombre puede tener de sus propio actos, de sus deseos y pasiones. Pero la experiencia le muestra a Agustín que el poder del hombre en orden al bien es débil, mientras que es muy fuerte su inclinación al mal. Esto le lleva a distinguir entre la capacidad de poder elegir, natural al hombre, a la que llama libre arbitrio, y la capacidad de hacer el bien, que no es natural, sino dada por Dios, a la que llama propiamente libertad.
Importantes en relación con el hombre son también las teorías agustinianas del tiempo y de la historia. Porque la psicología de Agustín es una psicología del Yo, de la conciencia y, por tanto, una psicología de lo temporal, de la historia, porque hacer intervenir el Yo es considerar los sucesos y acontecimientos en relación a esa conciencia. La aporía del tiempo es también la aporía del Yo, porque la historia es la consideración de los sucesos humanos o que están en relación con el hombre, por lo que el hombre se esfuerza en retenerlos, exponerlos y comprenderlos. De ahí la importancia que tiene la memoria como retención de sucesos y de aquí que Agustín estudie el tiempo en íntima relación con la memoria.
El problema del tiempo se halla enmarcado en una meditación sobre las relaciones entre la eternidad y el tiempo, que son incomensurables. No se pueden comparar entre sí, porque la eternidad es lo que permanece, mientras que el tiempo es lo que siempre acaba, lo que nunca permanece. La eternidad es permanencia; el tiempo es sucesión. La eternidad es presente total; el tiempo no está nunca totalmente presente. La eternidad es; el tiempo fue o será. Por consiguiente, lo que distingue al tiempo de la eternidad es el cambio. La eternidad es inmutable; el tiempo supone mutabilidad, cambio: «Si se distinguen rectamente eternidad y tiempo, puesto que el tiempo no existe sin alguna mutabilidad cambiable, mientras que en la eternidad no hay mutación alguna, ¿quién no ve que no habría existido el tiempo si no hubiera sido hecha la creatura, la cual ha cambiado algo por algún movimiento?»[53]. La primera afirmación agustiniana es que no hay tiempo sin cambio. El cambio es la condición necesaria para que se dé el tiempo. Pero, ¿qué explica el cambio, que, a su vez, es el que explica el tiempo? En una metafísica griega, el cambio estaría explicado por la sucesión de formas en la materia. En el pensamiento agustiniano, el cambio, la mutabilidad, es explicado por la creación. Y la creación del universo implica también la creación del tiempo. Antes de la creación no había tiempo. Agustín hace del tiempo una realidad que no preexiste a la creación, sino que es creada en el mismo instante en que se produce la creación, junto con el mundo. Antes de la creación sólo existía Dios, inmutable e intemporal. Por tanto, no había tiempo, puesto que éste requiere del movimiento. La creación es el principio del mundo y el principio del tiempo, pues jamás ha habido tiempo sin mundo ni mundo sin tiempo. En cambio, Dios es eterno presente, por lo que está fuera del tiempo. Pero entonces, ¿qué es el tiempo?: «No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra tuya. Mas ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y éste, si permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me los pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente»[54].
Al tiempo se le suele definir como aquello que está compuesto de tres momentos: pasado, presente y futuro. Pero el tiempo es algo mucho más complejo: el pasado ya no es y el futuro todavía no es; en realidad, sólo es el presente, que, sin embargo, es aquel momento que un instante antes no existía y que un instante después ya no existirá, pues es algo que huye. Hacer consistir al tiempo en estas tres partes es reconocer la existencia de un punto sin dimensiones entre dos irrealidades, por lo que habría que decir que el tiempo carece de realidad. Sin embargo, es algo cuya realidad no puede ser negada, porque el hombre se da cuenta de él, pues el tiempo es algo que sentimos y medimos. Si se puede medir, entonces tiene duración. Nos damos cuenta del tiempo porque hay cosas que cambian, porque hay sucesión de estados en las mismas cosas, porque hay cosas que comienzan, que se desarrollan y que se mueven. Es decir, vemos al tiempo en íntima unión con el movimiento, pues sin éste no habría tiempo. Pero el movimiento no es el tiempo. ¿De qué movimiento se trata entonces? ¿En relación a qué puede medir el tiempo? En relación a aquello que no cambia, a aquello que, no siendo movimiento, conserva en sí los momentos transcurridos o puede anticipar los momentos por venir. Lo que no cambia, lo que siente el tiempo como duración del movimiento, es la conciencia, es el alma misma, donde el pasado se conserva y está presente como recuerdo, mientras que el futuro está presente como expectación, como esperanza.
Cuando medimos el tiempo, medimos un presente, porque lo único real es el presente. Pero, ¿qué realidad tiene este presente? Hay aquí una verdadera aporía: el presente, único tiempo real, debería, para ser tiempo, tener alguna duración, y, para ser real, no tener ninguna. Si el presente no tiene ninguna duración, no es tiempo (pues el tiempo es sucesión de futuro, presente y pasado). Pero, si tiene duración, estamos de nuevo ante el problema: el pasado ya no es, el futuro todavía no es, sólo el presente es. La noción de tiempo presente parece contradictoria: si es tiempo, no puede ser sólo presente; si sólo es presente, no es